Cerca de 6.900 personas murieron en 2018 por minas antipersona y restos de explosivos de guerra. Siete de cada diez víctimas eran civiles y más de la mitad (54%) eran menores de edad, según un informe presentado en la sede de la ONU en Ginebra. En muchos lugares del planeta, la gente tiene miedo de dónde pisar, ya que cada paso puede ser el último. Que se lo digan a Muhammad, el niño de 11 años que conocí en febrero de 2020 en el Hospital Ahmad Hamish deDamasco. Había pisado una mina en Raqqa, la que fuera la capital del Estado Islámico en Siria hasta 2017, y la explosión le había destrozado la pierna derecha. Aún así, tuvo suerte; sobrevivió a la explosión y al terror del Estado Islámico, y ahora puede contarlo y caminar de nuevo con muletas y una prótesis.
Pero hay algo de positivo en este infierno: en 1999 eran aproximadamente 20.000 las personas que morían anualmente por las minas terrestres. Las cifras se han reducido brutalmente en los últimos años y en ello tiene mucho que ver el Tratado de Prohibición de Minas Antipersona y el duro trabajo de organismos como el Centro Internacional de Desminado (CID) del Ejército de Tierra de España.
En los casos en los que no provocan la muerte de forma inmediata, las minas ocasionan heridas sumamente graves y derivan en discapacidades de por vida. Mucho tiempo después del fin de una guerra, pueden seguir causando muertes y mutilaciones, al tiempo que obstaculizan el acceso a servicios esenciales, vuelven inutilizables amplias superficies de terrenos valiosos, ponen en peligro la producción alimentaria y destruyen medios de subsistencia, a veces, por décadas enteras.
Hace 20 años que se firmó el Tratado de Prohibición de Minas Antipersona. Hasta ahora, 164 países se han sumado a ese instrumento. Desde entonces, más de 30 países han limpiado sus territorios de explosivos y 80 han destruido más de 50 millones de minas antipersona almacenadas, según la ONU, pero aún queda mucho por hacer.
En España no hay empresas que fabriquen minas antipersona; ni nuestras Fuerzas Armadas las usan. Nuestro país es es pionero en la desactivación de estos explosivos. Aquí entran en juego los artificieros, desactivadores de explosivos u operadores EOD son algunos de las denominaciones de los especialistas del Ejército de Tierra que se encargan de neutralizar los explosivos. Soldados tranquilos que actúan como cirujanos y que no se pueden permitir un error. Esta profesión no da segundas oportunidades.
El capitán Pedro Albaladejo me cuenta que una de las desactivaciones que el Centro Internacional de Desminado (CID) tuvo que hacer fue en la Academia de Infantería, en el famoso Alcázar de Toledo. Bajo sus cimientos encontraron un obús de la Guerra Civil Española. El operador entró sin traje: no cabía con él en un hueco tan estrecho y, a esa distancia, la explosión le habría reventado de todas formas; con o sin traje.
Cuando desactivan artefactos explosivos la intención es que el operador se exponga lo menos posible, pero no siempre es posible. Para ello, cuentan con unos robot especiales a los que se ha unido hace relativamente poco el pequeño de la familia: Avenger, un robot de 150 kg que tiene seis cámaras a modo de ojos y un brazo articulado para levantar hasta 50 kilos. Este robot de fabricación irlandesa y del que el Ejército dispone de dos unidades sustituye al antiguo Teodor, que necesitaba una primera exploración ocular por parte de los artificieros antes de comenzar su labor.
En la parte específica de enseñanza, el CID tiene dos áreas principales: una es la parte que es la parte en la que se forman los oficiales y suboficiales EOD de los tres ejércitos (Tierra, Armada y Aire), lo que conocemos como desactivadores, y luego tiene otra parte que es la que se encarga de los cursos de desminado humanitario, en los que participan militares de otros países e inclusos algunas organizaciones civiles.
Desde su creación como tal, en 2002, el CID ha impartido más de 50 cursos de desminado humanitario y desactivación de municiones en beneficio de personal extranjero y por sus aulas han pasado más de 1000 alumnos.
El coronel José María Correas Segurola, que comanda el CID, lo tiene claro: «Un buen EOD debe de tener una buena capacidad de análisis, unos conocimientos técnicos para saber que método de neutralización y que medidas de protección tienes que tomar, y un compendio de estabilidad mental para enfrentarte al estrés que supone la intervención y cierta capacidad física para aguantar intervenir con estrés, con calor y con la protección».
Las amenazas que enfrentan los desactivadores, fundamentalmente se pueden clasificar en dos tipos: la amenaza explosiva convencional y la amenaza explosiva improvisada. La diferencia entre las dos es que la convencional es un producto industrializado, es un arma y es posible afrontarla con procedimientos establecidos, unos proyectos relativamente rígidos.
Las minas antipersona funcionan con un sistema de presión: cuando una persona, incluso un niño pequeño, la pisa, detona. Los mismo pasa con las minas anticarro, pero estas necesitan de un mayor peso sobre ellas para ser activadas.
Pero también entran en juego los artefactos explosivos improvisados, los temidos IED y que cada vez son mas comunes en los conflictos asimétricos de lucha contra el terrorismo. Los artefactos explosivos improvisados pueden tener componentes militares, pero su fabricación final es improvisada, casera. «Esta amenaza no nos permite establecer un procedimiento rígido. El desactivador tiene que evaluar qué artefacto hay, en qué situación y crear diseñar un procedimiento in situ de neutralización», me asegura el capitán Albaladejo, que en todo momento tuvo claro que quería ser EOD: «Los militares tenemos una tendencia a querer ocupar los puestos de mayor riesgo y fatiga. Aquí se produce una una batalla intelectual entre el terrorista y desactivado y eso me atraía mucho».
En el siguiente vídeo puedes conocer de cerca el trabajo de nuestros militares EOD:
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