¿Se volverá en contra de Daniel Ortega su pantomima electoral en Nicaragua?
En Nicaragua se ha vivido un simulacro electoral, no unas elecciones, porque el proceso vivido el pasado 8 de noviembre no ponía en juego el poder en el país tras deshacerse de los principales rivales que podían hacer frente a Daniel Ortega
El presidente Daniel Ortega ha sido reelegido en Nicaragua para su quinto mandato. Este artículo se escribe al día siguiente de la cita electoral, pero podía haber sido escrito varios meses atrás. El resultado estaba cantado desde el pasado junio, cuando el mandatario mandó encarcelar a siete de sus adversarios, justamente los siete que podían ganarle la lid electoral. Como las siete moscas que aniquiló el sastrecillo valiente del cuento, de un solo manotazo, Ortega se deshizo de sus siete principales adversarios.
Y es así como Nicaragua acudió el domingo 7 de noviembre a una convocatoria electoral cargada de certezas. Justamente el atributo contrario de lo que debe ser una elección democrática: la incertidumbre. Si bien existían otros seis contendientes, ninguno de ellos era capaz de hacerle sombra al dictador, su rol era ayudar a que la votación pareciera menos amañada. «Candidatos zancudos», les denominan en el argot popular. La democracia no consiste simplemente en la celebración de votaciones. Es un sistema en el que el poder puede perder elecciones. Cuando el poder no está en juego no hay elección real, se trataría solo de votaciones o, como mucho, de un simulacro electoral.
Nicaragua tiene tras de sí una larga historia de dictaduras. Los déficits democráticos fueron la norma durante casi todo el siglo XX. El V-DEM Institute (Varieties of Democracy), que evalúa la calidad de la democracia en el mundo, sitúa el nivel republicano nicaragüense en niveles ínfimos durante los primeros 80 años del siglo. Casi cuatro décadas estuvieron en el poder los Somoza hasta ser derrocados por la revolución sandinista en 1979.
De Somoza a la democracia de 1984
Tras establecerse una Junta de Gobierno en la que participó Daniel Ortega, las primeras elecciones democráticas se celebraron en 1984. Concurrieron entonces Daniel Ortega como candidato a presidente, y a vicepresidente el escritor Sergio Ramírez, hoy desterrado por su antiguo compañero de fórmula. A partir de aquel momento, la dupla presidencial adentró a Nicaragua por los caminos de la democracia.
Las elecciones de 1990, que llevaron a la presidencia a Violeta Chamorro, estrenaron para Nicaragua la alternancia y un pico histórico en calidad de la democracia. Fidel Castro habría aconsejado a Ortega no realizar la convocatoria. «Mira que se lo había dicho a los sandinistas… No podrán decir que no se lo advertí… Yo sabía muy bien que existía descontento popular», dijo Fidel Castro después de que los sandinistas fueran derrotados en las urnas, según cuenta Juan Reinaldo Sánchez, quien durante casi veinte años fue miembro del equipo de seguridad del líder cubano, en su libro La vida oculta de Fidel Castro.
Asesinar a estudiantes para mantener el poder
Daniel Ortega regresó al poder en 2007 con un 38% del voto popular. Contaba con un rechazo amplio, pero el sistema electoral nicaragüense no contempla el ballotage. Ser la mayor de las minorías le llevó de vuelta al poder. De aquellos días recuerda la escritora nicaragüense Gioconda Belli una famosa frase del comandante de la revolución Tomás Borge: «Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder, no importa el precio que haya que pagar». En 2018, el régimen de Ortega hizo evidente que ese precio incluía asesinar estudiantes a mansalva para mantenerse en el poder.
El mencionado V-DEM es un instituto de investigación independiente sueco, basado en el departamento de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo. Maneja, entre otros indicadores, el Índice Electoral, que se basa en el concepto de Poliarquía de Dahl. Siguiendo este mismo indicador cualitativo de la democracia, Ortega, a partir de su segunda llegada al poder, en 2007, llevó el índice nuevamente casi al nivel donde lo había dejado Somoza.
Como «una elección pantomima que no fue ni libre ni justa, y ciertamente tampoco democrática», lo calificó el presidente Biden el mismo domingo en la noche. Josep Borrell, alto representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, ya había calificado de fake el proceso electoral, como fake eran las mil cuentas que desactivó Facebook poco antes de las elecciones. Se trataba de una granja de trolls que mostraba gran apoyo a la dupla Ortega-Murillo e impulsan artificialmente la construcción de su narrativa.
Las elecciones no cuentan con observación electoral internacional, aunque algunos delegados han sido enviados desde gobiernos aliados de Ortega como los de Cuba, Venezuela y Bolivia. El Centro Carter se ha referido a ellos con desdén como «turistas electorales». No hubo libertad de prensa, tampoco libertad de asociación, y los siete precandidatos presos son el mejor testimonio vivo de que no puede hablarse de elecciones competitivas.
Todo puede pasar aquí, menos que el Frente Sandinista pierda el poder, no importa el precio que haya que pagar
Así las cosas, no es de extrañar el exiguo nivel de participación electoral de la convocatoria del 7 de noviembre. Los electores suelen premiar con su participación los procesos que consideran relevantes. En aquella elección de 1990 donde ganó la señora Chamorro hubo una participación del 86%. Con 10,8 puntos por encima de la participación en la anterior elección presidencial, constataba el nivel de compromiso y preocupación del electorado en esa conquista de la democracia nicaragüense.
Boicot a las elecciones
El domingo pasado, por el contrario, los electores respondían a una solicitud de boicot a la convocatoria. La organización de observación electoral Urnas Abiertas ha constatado una abstención del orden del 81%. Aún el régimen no ha dado cifras oficiales de participación, aunque ya desde el domingo anticipó una participación «masiva».
Sin embargo, Ortega no las tiene todas consigo. Entre mayo y septiembre perdió 14 puntos de intención de voto y su partido, el histórico Frente Sandinista, cayó a solo un 8% de aceptación. Quizás aún más grave: un candidato opositor genérico subió 26 puntos en esos cuatro meses, para situar una justa hipotética en 65-19 en contra de Ortega (Gallup, Octubre 2021). Cuanto más caiga la popularidad de Ortega, más costoso se le hará sostenerse en el poder. A medida que pierde liderazgo, más tendrá que ceder ante las bayonetas que le apoyan. «Siete de un golpe» se inscribió el sastrecillo valiente en su cinturón, haciendo alarde de su valor, pero los siete precandidatos que eliminó el «tiranillo valiente» envían un diáfano mensaje de desnudez a los factores de poder del régimen.
Ante un proceso tan grotescamente alterado cabe preguntarse: ¿por qué convoca votaciones Ortega? Porque la noción de que la soberanía reside en el pueblo y es la única fuente de legitimidad posible está fuertemente arraigada en Nicaragua, en Latinoamérica y en Occidente. La legitimidad por la fuerza bruta no está bien vista, ni siquiera entre sus propios camaradas, pues es el pueblo la única fuente de poder legítimo. De alguna manera retorcida, la convocatoria de Ortega es un tributo a la democracia.
«Una elección pantomima que no fue ni libre ni justa, y ciertamente tampoco democrática», reprochó Joe Biden
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ordenó la semana pasada a Nicaragua que liberase a los precandidatos presidenciales detenidos, cosa que a la fecha no ha ocurrido. Varios países latinoamericanos desconocieron tempranamente los resultados y se prevén complicaciones serias en la capacidad de gestión del Gobierno durante los meses por venir. Aún cuando puede existir un apoyo implícito de otros actores geopolíticos como Rusia y China, la realidad es que ese apoyo no pareciera expresarse con soporte financiero. El paralizado proyecto del canal marítimo nicaragüense no es sino un recordatorio de que China, más allá de sus simpatías políticas, solo pone dinero en los buenos negocios.
Recesión democrática contemporánea
La democracia global no vive sus mejores días. Después de décadas de consenso sobre las bondades del sistema democrático, en el siglo XXI comenzó lo que Larry Diamond ha denominado la recesión democrática contemporánea. En el continente latinoamericano, el caso venezolano es el mejor (peor) exponente de esta recesión, y Ortega su alumno más aventajado.
La tiranización de Venezuela puso en jaque los valores democráticos del continente. Si en Venezuela, que vivió alternancia electoral durante ocho periodos presidenciales, se pudo arrebatar impunemente la democracia, ¿qué puede quedar para democracias más jóvenes y frágiles? El claro mensaje que la supervivencia política de Maduro viene enviando al resto de aspirantes a «tiranillos» del mundo es claro: ¡Vamos, valientes!
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.