La cerveza, bebida antiquísima, tan histórica como el vino, fue inicialmente un producto casero y artesano, y conoció como éste un período a la vez beneficioso y dañino: la tecnificación y la industrialización de su proceso productivo a partir de mediados del siglo XIX y durante todo el XX, que permitieron reducir costes y elevar enormemente la producción. La industrialización también permitió obtener un producto de estilo y cualidades casi invariables, pero esa masificación también favoreció los estilos más neutros, más aceptables para un número enorme de consumidores.
Quienes se iniciaron en el consumo de cerveza en la mayor parte de países europeos y americanos hasta los años 60 –y, en muchos casos, hasta los 90- tenían una elección limitada de marcas –algunas locales, muy pocas nacionales, como en España eran Mahou, San Miguel y El Águila– y una variedad de tipos dentro de cada marca también muy escasa. En Gran Bretaña, Irlanda y Alemania existían tradiciones más sólidas y se apreciaban más tipos diferentes, aunque casi siempre en producciones industriales y por grandes empresas. Bélgica, con su historial de cervezas elaboradas por los monjes en cada abadía, era una referencia para quienes se interesaban por aquel pasado artesano.
Pero el vuelco no nacería en Europa, sino en Estados Unidos, donde se producían las cervezas más neutras y sosas del mundo, sólo bebibles muy heladas. Pero los norteamericanos, que cada vez viajaban más a Europa en la posguerra, descubrieron cosas mucho más variadas, y estaban en el punto justo para aceptarlas con fruición. El pistoletazo de lo que allí llamaron craft beers –cervezas artesanales aquí- lo dio probablemente a finales de los años 60 la pequeña fábrica californiana Anchor, con su Steam Beer, recuperando una categoría que había existido en San Francisco un siglo antes, y que en realidad se aparenta más a una ‘ale’ británica, fermentada a temperatura más alta y por tanto más intensa y sabrosa.
La definición actual de craft beer en Estados Unidos es “cerveza elaborada por una cervecería que es pequeña, independiente y tradicional”.
El boom fue inmediato, y Anchor dejó pronto de ser “pequeña”, pero hoy son miles los pequeños productores, y a su vez la vieja Europa recogió la moda y llegó el estallido de mini-producciones, que naturalmente no llegan a todo el mundo como las masivas, pero cuyos aficionados son capaces de remover tierra y cielo para encontrarlas. Amazon y las ventas por internet ayudaron, claro.
España se ha incorporado tarde, pero con fuerza, al movimiento, y ya hay entusiastas de alguna cerveza artesana de ínfima producción -algunas de las plantas de elaboración son poco mayores que un cuarto de baño, y muchas bañeras se han empleado para fermentaciones artesanas-, con lo que vamos conociendo marcas, colores y sabores variadísimos. Hay incondicionales de La Virgen en Madrid, de esa Dougall’s que un benemérito británico produce en un pueblo de Cantabria… Inconvenientes: alguno se enamoró de la Spigha, hecha en Alcoy, porque un puesto de un mercado madrileño la vendía, pero un día el puesto cerró y el enamorado cayó en una ligera depresión porque ya no la encontraba en ningún sitio de la capital. Artesanías.