Tanto en las adefinas judías como en los cocidos cristianos se toma el caldo primero. El origen hispánico del plato queda reafirmado porque en Marruecos, donde emigraron tantos sefardíes tras ser expulsados de España, sigue siendo sólo la población sefardí la que lo toma. A la vez, es la presencia del garbanzo la que ratifica esos orígenes sefardíes. Esta legumbre se extendió desde el Mediterráneo oriental por Europa y Asia, pero nunca fue muy apreciada en la Europa húmeda y sólo en Italia tiene una presencia notable en platos como la ‘pasta e ceci’.
Mientras muchos habitantes de esa meseta golpeada por la nieve y el hielo después de por la pandemia seguimos, no ya confinados sino auténticamente encerrados porque las calles están impracticables y no se pueden sacar los coches de los garajes, un consuelo de muchas familias es que, en estos momentos excepcionales como en cualquier frío enero de otro año más normal disponemos de un salvavidas bien agradable, reconfortante y nutricio que es guisar un buen cocido tradicional de nuestra región –o el más conocido y extendido, ese cocido madrileño que no es sino un cocido de toda Castilla-, que satisface el cuerpo y el espíritu.
Lo que muchos de sus aficionados no saben es que debemos este plato a nuestros hermanos sefardíes, que ya en el siglo XIV y en el XV lo comían regularmente, a menudo una vez a la semana –era un guiso que se hacía lentamente los viernes para ser consumido durante el ‘shabbat’-, y hecho esencialmente con cordero y garbanzos, siguiendo las normas kosher. Se llamaba adafina o adefina. Su paso a las comunidades cristianas no debió tardar mucho, y el cambio de reglas religioso-dietéticas se tradujo en la incorporación de un elemento clave: el tocino.
España es el gran país garbancero, con múltiples variedades de categoría, desde el pedrosillano hasta el de Fuentesaúco, y también varía algo la receta básica bajo múltiples nombres, desde el peculiar cocido maragato de Astorga que se come al revés, con la sopa al final, hasta la escudella i carn d’olla catalana con su famosa ‘pilota’ a base de pan rallado, pasando por el puchero andaluz. Hay un cocido un poco engañoso, el cocido montañés, que es un plato de cuchara a base de alubias, berza y carnes cercano al pote asturiano, que hasta los años 60 del siglo pasado se llamaba sencillamente ‘puchera’ y que un director del Festival Internacional de Santander rebautizó para disponer de un plato con nombre local para ofrecer a los directores de orquesta famosos que iban a la Plaza Porticada a dirigir durante el Festival. En Cantabria hay un cocido de garbanzos con todas las de la ley: el lebaniego, en el valle de Liébana.
El cocido madrileño no es superior a ninguno, pero la capitalidad le dio fama. Su caldo se suele servir con fideos, y sus ingredientes vegetales y cárnicos son numerosos: patata, puerro, repollo, zanahoria; tocino, morcilla, carne de vaca, chorizo… Se solía servir en tres vuelcos –sopa, verduras, carnes-, pero hoy es más frecuente servir verduras y carnes juntas, que es más placentero. Hay quien lo rocía con buen aceite de oliva virgen, y también hay quien prefiere una buena salsa de tomate casera, lo cual es más polémico. Pero no olvidemos que junto al cocido más famoso de la capital, el de Lhardy, siempre llega la buena salsa de tomate. ¿Lo hay mejor? Prueben -¡cuando llegue el deshielo!- el de El Charolés, en San Lorenzo del Escorial, y ya nos dirán.