'Sorry, Britney': otro juguete roto de los tóxicos 2000
Britney Spears fue víctima de la toxicidad y la misoginia dosmileras. El documental del ‘New York Times’ ajusta cuentas con el statu quo de una época.
Britney Spears nació en McComb, Mississipi, hace 39 años. Era rubia, guapa y sabía cantar. Con 11 años salió por primera vez en televisión, en un concurso infantil. Su padre –alcohólico, experto en llevar negocios a la bancarrota– lo tenía claro: «Mi hija será tan rica que me comprará un barco». Agencia de talentos, estudios en Nueva York y a los 15 años saca su primer disco, Baby one more time. La transición de estampa angelical de la adolescencia americana a ‘vampiresa sexy’ o ‘Lolita’ fue como la seda. Luego la cosa se torció y el resto –la cabeza rapada, el paraguazo al paparazzi– es historia y nos adentraremos en ella más adelante.
De momento echemos la vista atrás, que no es poco. En la era del #MeToo, echar la vista atrás hacia principios de siglo, por suerte, choca. Finales de los 90, el grunge pasó a mejor vida y el nuevo siglo llegaba pisando fuerte. El auge de los tabloides, de las celebrities. Se formó el circo mediático, el contexto pasó a mejor vida. Todo lo que brillase era una golosina para los paparazzi. Su favorita: las estrellas del pop adolescente. El documental del New York Times Framing Britney Spears nos traslada a esa época. Devuelve el mito a la conversación pública y cuestiona la propia creación de ese mito a manos de la prensa.
La cinta se centra en la polémica alrededor de la tutela de Britney, que desde hace 13 años está incapacitada para tomar decisiones sobre su propia vida. Jamie Spears, su padre –con el que nunca ha mantenido una relación especialmente cercana– tiene su tutela y puede gestionar sus finanzas, controlar su vivienda (por ejemplo, poniendo guardias de seguridad durante 24 horas), firmar acuerdos de grabación y giras de TV por ella, decidir lo que come, a quién puede ver.
La tutela es el punto de partida, pero el documental va mucho más allá y retrata el discurso mediático de una época y cómo la misma prensa que la subió al estrellato la dejó caer –provocó su caída– 10 años después. Y fue una caída libre, cuesta abajo y sin frenos, con miles de objetivos esperando para capturar el impacto contra el suelo.
La sexualización jugó durante todo aquel tiempo un papel fundamental. Cuando despegó su carrera, se la retrataba como una niña buena en uniforme escolar. Se cuchicheaba acerca de su supuesta virginidad. Después creció y esta imagen era ya aburrida: las cámaras pedían escándalo. Se centraron entonces en su noviazgo con Justin Timberlake. En 2002 rompieron y Britney, claro, fue la culpable. Le había roto el corazón. Él escribió una canción –Cry me a river– al puro estilo macho compungido y ofendido, mientras los medios le preguntaban sobre esa supuesta virginidad que comentábamos y él sonreía, así como señalando la medallita. Timberlake, a todo esto, se ha disculpado públicamente a raíz del documental. Con ella y con la artista Janet Jackson, que también pasó por su peor época después de su relación con él.
Después de Timberlake vino Kevin Federline, uno de sus bailarines. Se casaron y tuvieron dos hijos. Su imagen se actualiza. Adiós a la «vampiresa sexy» o la «Lolita»: ahora es, simplemente, una mala madre, una ‘loca’ más. En 2006 se divorciaron. Más comida para los paparazzi. La mala madre, claro, pierde la custodia. Ahí, precisamente, llegó el colapsó. Uno de los testimonios más interesantes del documental es el de Daniel Ramos, el paparazzi al que Britney atacó con un paraguas y después lo subastó. Que ahora lo entiende, dice. Que se arrepiente, que es lo que daba dinero en el momento. También el de un extrabajador de Us Weekly, que cuenta cómo el tabloide destinaba 140.000$ a la semana a los paparazzi. Un healthy budget, a su juicio.
En una entrevista que aparece también en la cinta le preguntan: «¿Qué crees que haría parar a los paparazzis?». La simple mención del tema hace que rompa a llorar.
–¿Es uno de tus mayores deseos?
–Sí.
Hablamos de Britney porque es un ejemplo perfecto y porque es su historia la que se cuenta ahora, pero lo cierto es que fue una víctima más de la misoginia y toxicidad dosmilera. Una década marcada por todo eso que comentábamos antes y que también se llevó por delante, por ejemplo, Lindsey Lohan y Paris Hilton. Britney, Lindsay y Paris. ‘La Santísima Trinidad’. La «cumbre de rubias tontas», como publicó el New York Post en portada, acompañando a una foto de las tres en un coche. La heredera, la estrella pop adolescente y la actriz infantil. Problemas con el alcohol, con las drogas, con la ley. Daban entrevistas y a nadie le interesaba su carrera. A Britney le preguntaban qué opinaba de sus tetas. El presentador americano David Letterman se creyó en pleno derecho de bromear con Lohan sobre el hecho de que estuviese en rehabilitación por abuso de drogas. Ahora la salud mental está en todas las conversaciones, y parece mentira que no hace tanto se bromease al respecto en antena. Pero eran los 2000, bitch.
#FreeBritney
En 2008 Britney había tocado fondo y seguía allá abajo. Fue entonces cuando su padre obtuvo la tutela permanente. Durante estos casi 13 años, Britney no se ha bajado prácticamente de los escenarios. Circus en 2008, Femme Fatale en 2011, Britney Jean en 2013, Glory en 2016. Cada uno, con su gira correspondiente. Entre 2013 y 2017 mantuvo una residencia en el casino Planet Hollywood de Las Vegas. Un patrimonio que crecía y crecía hasta llegar a los 60 millones de dólares, cada uno de ellos en manos de su padre. Jamie tenía razón: su hija sería tan rica que le compraría un barco (o un par).
En 2019, Spears abandonó su espectáculo en Las Vegas (Domination) y desapareció. Saltaron las alarmas, el movimiento #FreeBritney explotó en las redes y reavivó lo que un grupo de fans había empezado en una página web una década atrás. Una de las señas de identidad del movimiento era el podcast Britney’s Gram, en el que descifraban el contenido de su cuenta de Instagram en busca de mensajes de auxilio. Las creadoras del podcast recibieron un mensaje de voz anónimo de un asistente de abogado que había trabajado en el caso de Britney. Contaba que había pasado los últimos meses en un hospital psiquiátrico y que no había sido por decisión propia.
Durante 13 años, Britney ha seguido facturando millones, pero cobrando una paga semanal de 1.500 dólares. Si es perfectamente capaz de trabajar, ¿a qué viene la mantener la tutela? El abogado de su padre, Andrew Wallet, lo defiende como «un modelo híbrido de negocio».
Los últimos dos años han sido los más agitados en el caso de la tutela. Desde septiembre de 2019, Jamie Spears sigue a cargo de sus finanzas, pero ya no de su persona. Jody Montgomery lo ha sustituido en esa faceta, a petición de Britney. En agosto de 2020, el abogado de Britney solicitó que también dejase de ser responsable de sus finanzas. En noviembre de 2020, el abogado de Britney le dijo al juez a cargo de su caso que la artista estaba asustada, y que no volvería a actuar mientras su padre mantuviese la tutela. El pasado 11 de febrero, la Corte Superior de Los Ángeles decidió que Jamie Spears compartirá la tutela financiera con un fondo de inversión escogido por Britney. El juicio continúa abierto.
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El que derribó a Britney fue un ecosistema distinto al que reina actualmente. La toxicidad sigue impregnando el discurso, claro. Las redes sociales han multiplicado la sobreexposición, la envidia, las frustraciones, las expectativas, las comparaciones. Pero al menos hay más de una voz, más de una perspectiva. El encuadre ya no es el del paparazzi que consiga el plano más jugoso. Hay millones de objetivos apuntando igual que los había entonces; pero ahora apuntan desde todas las direcciones. Las redes sociales, con todos sus defectos, democratizan porque eliminan a los intermediarios y permiten al sujeto retratado recuperar el control. #FreeBritney es, como el #MeToo o el #BLM, un ajuste de cuentas con el pasado. Y su alcance va mucho más allá de Britney Spears.