La tradición sigue hecha a mano en la Real Fábrica de Tapices
Tres siglos después de que Felipe V la fundara, esta manufactura sigue elaborando sus famosos tapices y alfombras sin teletrabajo posible y fintando la realidad del virus con ingenio y tesón
Entre Atocha y el parque del Retiro, el imponente edificio de la Real Fábrica de Tapices, con sus paredes de ladrillo visto y su chimenea, nos permite viajar al Madrid industrial del siglo XIX con tan solo recorrer su perímetro. Es una joya arquitectónica que mereció la declaración de Bien de Interés Cultural en 2006 y que alberga, tras sus muros, la misma actividad artesana de sus orígenes: la fabricación y restauración de alfombras y tapices de lujo, completamente a mano.
Esta es, desde hace más de un siglo, la ubicación de esta industria que Felipe V creó en 1721 (la primera fábrica estaba cerca de la Puerta de Santa Bárbara, en Alonso Martínez) trayendo a nuestro país para ponerla en marcha a una familia flamenca de maestros tapiceros, los Vandergoten. Desde entonces y hasta ahora, la tradición pervive del mismo modo: traspasando la sabiduría de la urdimbre y la trama de generación en generación. Eso, a pesar del paso de los siglos. E incluso del engorro de la Covid, porque aquí, como imaginarán, no hay teletrabajo que valga.
«La adaptación con la pandemia ha sido terrible. El personal administrativo, que es muy poco, ha hecho teletrabajo, pero los artesanos han tenido que hacer turnos desde las siete y media de la mañana hasta casi las diez de la noche y también algún sábado, eligiendo el horario que mejor les viniera», explica Alejandro Klecker de Elizalde, el director general. El objetivo de esta ampliación, cuenta, es que puedan estar separados en los telares: donde antes podían trabajar codo a codo hasta cinco artesanos, ahora como mucho pueden hacerlo dos o tres.
La crisis del Coronavirus les ha dejado también una merma importante en las visitas, una de sus fuentes de ingresos, y también se ha visto reducido el alquiler del espacio para eventos. Pero la fábrica tiene ya galones en esto de levantar la cabeza ante las dificultades, y no se arredra: ahora quieren dar a conocer que no viven anclados en el pasado, sino que abrazan la vanguardia. «Lo cierto es que la gente viene, en su mayoría, con la idea de que quiere su alfombrón clásico. Nosotros enseñamos la colección de cartones (plantillas), pero sobre todo lo que animamos es a que hagan su propia alfombra, como por ejemplo la que nos pidió la arquitecta Teresa Sapey, que es una imitación de un circuito electrónico. Y también han hecho diseños Alfonso Albacete, Manolo Valdés o Agatha Ruíz de la Prada, que han tenido la generosidad de regalarle el cartón a la Fábrica para que aquí lo produzcamos», explica Klecker de Elizalde.
Las alfombras y tapices que salen de esta Real Fábrica abrigan paredes y suelos de medio mundo: desde la alfombra que diseñó Michael Smith para un apartamento neoyorquino a la de la catedral de Malta, pasando por las de varias comunidades de propietarios del barrio de Salamanca y palacios reales de toda España, además de cubrir todas las estancias y pasillos del Congreso de los Diputados. Por hacerse, aquí se han hecho hasta alfombrillas para los Rolls Royce de algunos mandatarios cuyo nombre no desvelan. Como lo leen. En total, aproximadamente el 70% de su facturación proviene de clientes extranjeros.
¿Y cuál es el precio a pagar por tener una pieza salida de estos telares? «Si la compras en el outlet, que también tenemos, te puede salir por 2 mil euros, y si encargas una nueva de unos 2 x 3 metros o 3 x 3, dependiendo de la complejidad del dibujo, puede salir entre 6 mil y 12 mil euros. Es un precio bastante barato, porque una alfombra persa hecha a mano se va a tres veces nuestro coste», defiende el director, incidiendo en que aquí no hay regletas para hacer la trama (el conjunto de hilos que, cruzados con los de la urdimbre, componen el dibujo de la pieza), ni pedales para separar las capas de hilo, ni atajo alguno. Todo se hace de forma manual, algo que vamos a comprobar.
Los telares madrileños reconstruyen la memoria de Dresde
Entramos a uno de los obradores históricos del edificio, cuyos telares de madera y todo su instrumental son originales de los siglos XVIII y XIX. Para elevar los hilos, algunos tienen un sistema de cadenas; otros, de cuerdas, y en todos ellos hay trabajos empezados y artesanos trabajando con tesón, vista y mucho oficio. Marta Soria es una de ellos. Entró con solo 18 años, aprendió en la escuela de la fábrica, y luego se incorporó al equipo.
Ahora mismo, es una de las tejedoras dedicadas plenamente a cumplir el encargo más importante que han recibido en dos siglos: 32 tapices para la reconstrucción de una de las salas de aparato del palacio de Dresde, en Alemania, bombardeado y destruido por completo -al igual que toda la ciudad- durante la Segunda Guerra Mundial. «Yo estoy centrada en las columnas. En cada pieza solemos tardar entre diez meses y un año, porque este es el proyecto más delicado que hemos hecho nunca». Y lo es, explica, porque estos tapices se componen, en un ochenta por ciento, de seda, y esta cunde mucho menos que la lana, material con el que trabajan más habitualmente: «Con la lana solemos tardar mucho menos, unos cuatro meses por metro cuadrado y persona. Pero lo bueno que tiene la seda es que nos permite afinar más con los detalles, el color y la forma. Los colores así pasan de tal forma que se hace un difuminado, no de forma tosca: al ver el tapiz terminado parece que puedes hasta tocar las flores». Y hasta olerlas, añadimos, tal es la belleza y la definición de estas composiciones.
La otra dificultad de estos tapices viene dada por el otro material que incorporan para hacer alguna de sus filigranas: el oro. «Trabajar con oro es diferente porque no es tan flexible como la lana o la seda, y tenemos que tener mucho cuidado de que no se rompa», explica José Ignacio García, el jefe de taller de fabricación de tapiz. Él aprendió el oficio en la Fundación de Gremios, durante la dictadura, y lleva 48 años manejando los hilos con maestría y reproduciendo cartones de Goya o Soroya, pese a lo cual, dice, no se considera artista: «Para nosotros este es nuestro oficio, y nos gusta mucho, pero no nos consideramos como tal», dice con humildad. Nos despedimos de él y vuelve diligente a sus canillas, que son para el tapicero lo que el pincel al pintor: los carretes en los que se devanan los hilos con los que dibujan la trama del tejido.
En el caso de las alfombras, que salen también de este obrador, este dibujo se hace nudo a nudo, con dos técnicas centenarias, la del nudo turco y la del nudo español. Ida Damsa es una de las pocas artesanas que sabe realizarlos: «En Rumanía trabajé 13 años con el nudo persa, y cuando entré aquí, en 2007, había una alfombra con nudo español que corría prisa para la Casa Real, y me puse con ello, y ahí aprendí también a hacerlo», cuenta con orgullo. Aunque el resultado de ambas técnicas es de gran calidad, la del nudo español resulta ser mucho más laboriosa que la del turco porque «necesita dos pasadas en vez de una al trabajar con un solo hilo en vez de dos».
El dibujo que conforma el nudo turco es similar a una corbata, mientras que el español traza una especie de lazo doble. Cada metro cuadrado de las alfombras que crean tanto ella como sus compañeros está compuesto de 44 mil nudos, si su técnica es la del nudo turco, y de 62 mil quinientos, si hablamos de nudo español. Casi nada. «Y de cada uno de esos nudos que estoy poniendo, yo disfruto», declara Ida. El valor de esta técnica es tal que pronto va a aspirar a ser declarada Manifestación Representativa de Patrimonio Cultural Inmaterial por la UNESCO.
Dejamos descansando en sus manos esta sabiduría centenaria y nos marcharnos de la fábrica. Tras sus puertas quedan trabajando unos artesanos que aman, al contrario de lo que cantaba Jorge Drexler, tanto la trama como el desenlace: esos tejidos únicos que una máquina no logra imitar.