Viñas olvidadas y desdeñadas, hoy redescubiertas
No son tiempos fáciles, pero estamos al fin salvando nuestra riqueza varietal
Si a los mejores expertos en vinos de hace no más de una veintena de años –y menos también- les hubiesen espetado de repente: “Romé, mandó, girò”, se habrían quedado con los ojos como platos y habrían respondido algo así cómo: “¿Eso que has dicho es en catalán?”. Y no. Eran los nombres de tres variedades de uva españolas que, salvo los campesinos más cercanos a esas cepas, absolutamente nadie conocía por entonces. Ahora, sí. Y parece que cada semana descubrimos una nueva.
La prevalencia histórica de los tintos de Rioja y luego de Ribera del Duero propulsó a la fama en España durante el siglo XX la uva tempranillo; el redescubrimiento de los vinos blancos a partir de 1980 nos familiarizó con albariño y verdejo. Y, más o menos, paren de contar. Bueno: con una excepción. La fama francesa y universal de castas como cabernet sauvignon, merlot, syrah, chardonnay y sauvignon blanc hizo que aquí las plantásemos por doquier con cierto frenesí, sin fijarnos mucho en si los suelos y el clima les convenían.
Con esos escasos ingredientes y mucha nueva tecnología en la bodega –más la panacea universal, la barrica de roble francés- se construyó todo el boom del último cuarto del siglo pasado en el vino español. La fórmula no parece de una finura excelsa, y el consumidor respondió a medias: llevamos decenios con el consumo a la baja.
Por fortuna, el siglo XXI le ha dado la vuelta a la tortilla, quizá de manera demasiado compleja para los aficionados de cierta edad, que siguen refugiados en “un riojita o un riberita”. Pero los viticultores jóvenes —los que en vez de irse a trabajar de informáticos a la ciudad prefirieron intentar salvar la tradición vitivinícola, viajaron y estudiaron como nunca se había hecho antes— a la experiencia de lo que hacían sus colegas de Francia, Italia o Suiza unieron lo que les pudieron revelar los más viejos de sus pueblos: esas viñas viejas y semiabandonadas no eran de tempranillo ni de albariño, pero allí siempre se habían dado bien y el vino que daban podía estar bien rico.
Así que, tanto locales como forasteros llegados en busca de cepas olvidadas empezaron a recuperarlas. El caso más curioso es quizá el de la garnacha, injustamente tildada hace medio siglo de uva rústica que daba vinos bastos y alcohólicos, y que se arrancó por miles de hectáreas. Hasta que unos pioneros empezaron a rescatarla en un terruño sin la menor reputación de calidad en nuestro país, como es la sierra de Gredos y sus aledaños, y llovieron las alabanzas internacionales.
Así ha ido la recuperación de la rufete en la sierra de Francia, de la giró en Alicante, de la albarín blanco en Asturias, de la bobal en Manchuela y Requena, de la malvar en Madrid, de la despreciadísima airén en La Mancha (sí, ya hay grandes blancos de airén: ¡increíble!), de la romé en la Axarquía, de la trepat en la Conca de Barberà, de la callet en Mallorca, de la arco en Valencia, de la prieto picudo en León, de la xarel·lo en el Penedès…
Los extranjeros están pasmados. Siempre decían que les llamaba la atención la escasa variedad de castas de uva en España en comparación con Francia, Portugal o Italia. Lo que sucede es que los conceptos masivos de producción tan hispánicos habían dejado de lado las uvas minoritarias, que ahora tienen sus entusiastas aquí y lejos.
¡Disfruten su próxima copa de brancellao, de carabuñeira, de estaladiña, de juan garcía, de listán prieto, de morenillo, de sumoll, de merseguera, de negramoll, de vigiriega! Y de lo que aún está por venir. No son tiempos fáciles, pero estamos al fin salvando nuestra riqueza varietal. Y si un modesto airén obtiene 92/100 puntos en The Wine Advocate fundado por Robert Parker, es que lo estamos haciendo bien.