Lo escribía nuestro amigo Juancho Asenjo en El Mundo hace ya ocho años, cuando Alejandro Fernández, fundador de Tinto Pesquera, cumplía los 80: «Hay una realidad indiscutible: no es posible hablar del actual vino español sin reflejar el papel determinante que ha desempeñado Alejandro Fernández en el éxito. Pionero de la aventura, es uno de los padres del vino español moderno con prestigio en los mercados nacional e internacional. Creyó, antes que nadie, que el vino nacía en el viñedo: un hecho revolucionario en una época en que la enología y la bodega se habían convertido en el norte de todo».
Se nos ha marchado a los 88 años, y de una manera triste. Nunca debió ser así. Pero recordemos por qué era un grande, aparte de ser un hombre con un encanto irresistible.
Pegado al terreno como un campesino del Hermitage, sin apartarse un ápice de las uvas de su Ribera del Duero como un viticultor borgoñón se aferraría a su pinot noir, Alejandro Fernández supo crear el de mayor impacto internacional de los vinos españoles de fin de siglo: el Tinto Pesquera. Con esa proeza abrió a los ojos, primero, a toda la Ribera, y luego a todos los viticultores de las zonas mesetarias y olvidadas, para los que el éxito de Alejandro ha sido la más poderosa forma de inspiración.
Hace 20 años le visité junto a la gran periodista británica Jancis Robinson, a la que dimos un cursillo acelerado del vino en España, que ella entonces conocía mal. Y Alejandro, en medio de una viña, sacando unas copas de su coche, siempre cargado de vinos y eso, copas, le espetó: «Si tenemos aquí el tempranillo, que es la mejor uva del mundo, ¿para qué voy a preocuparme por usar cualquier otra?». Era una pequeña ‘pose’, claro: él hacía sus discretos experimentos con cabernet sauvignon y con syrah, y nadie le iba a dejar atrás en el camino del progreso. Pero está claro que se había convertido en el apóstol y el maestro del tempranillo castellano.
La vida no fue fácil para Alejandro: desde los 13 años tuvo que mantener a su familia con mil oficios. Pero su ingenio le llevó a inventar una cosechadora de remolacha -por aquel entonces el producto más importante de la Ribera…- que hizo su fortuna. Y pudo empezar a realizar su sueño: plantar más viñas, embotellar al fin el vino que desde siempre había elaborado, y hacerlo en ese estilo que él admiraba de su señorial y centenaria finca vecina, Vega Sicilia, pero sólo con castas autóctonas y con una crianza más breve. En 1972 levantó por primera vez en la Ribera unas cepas hasta unas espalderas, y puso en marcha su bodega. La primera añada que exportó (1982) le abrió las puertas del mercado mundial.
Intuitivamente, Alejandro Fernández sabía que la viña, y una viña en los mejores lugares posibles, era la clave. Y sin atender a modas ni a consejos de asesores, siguió plantando vides, obteniendo uvas más maduras que nadie, elaborando sus vinos densos, golosos pero estructurados, sin concesiones… creando escuela, vamos. Lo hizo en Pesquera, y en Roa, y en Zamora, y en Castilla-La Mancha… Y rescató la vinificación con racimos enteros (sin quitar el raspón) en sus Janus y Alenza, y siguió abriendo nuevos horizontes. El gurú campesino.
Por desgracia, su divorcio en 2018 le dejó solo con una de sus cuatro hijas, Eva, expulsado por sus otras hijas y su ex esposa de la bodega que había creado. Curiosamente, Eva es la única enóloga cualificada de su descendencia. Confiemos en que pueda prolongar el legado de su padre.