THE OBJECTIVE
Madrid

Ignatius Farray: "Sigo siendo un puto loser"

Es importante que sepan esto: he visto dos veces a Ignatius Farray y la primera fue en una sala de espera. Era junio y hacía tanto calor que sus gafas estaban empañadas. La segunda fue en el bar Picnic, en Malasaña, y a falta de media hora tenía el recinto lleno. Era septiembre y volvía a los monólogos. Hizo esperar al público una hora. Salió con energía, nos miró a todos y, en un paréntesis de intimidad, dijo: “Sabíais que esto iba a empezar tarde”. Y todo el mundo respondió con risas.

Ignatius Farray: «Sigo siendo un puto loser»

Es importante que sepan esto: he visto dos veces a Ignatius Farray y la primera fue en una sala de espera. Era junio y hacía tanto calor que sus gafas estaban empañadas. La segunda fue en el bar Picnic, en Malasaña, y a falta de media hora tenía el recinto lleno. Era septiembre y volvía a los monólogos. Hizo esperar al público una hora. Salió con energía, nos miró a todos y, en un paréntesis de intimidad, dijo: “Sabíais que esto iba a empezar tarde”. Y todo el mundo respondió con risas.

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Es mediodía en la segunda planta de la sede de Comedy Central en Madrid. Entra Ignatius Farray vestido de corto: una camiseta negra, los pantalones de chándal de un azul eléctrico, los calcetines por los tobillos, las deportivas blancas. Fuera hace calor, y le caen unas gotas de sudor alrededor de las cejas. No levanta mucho la mirada. “Soy Nacho”, dice, presentándose. “Encantado”.

Ignatius Farray está en todas partes: con Andreu Buenafuente en Late Motiv (Movistar+), con David Broncano y Quequé en La vida moderna (Cadena Ser), tiene su propia serie de televisión (El fin de la comedia), tiene sus monólogos casi semanales en distintos bares de Malasaña. Está en todas partes, le digo, y arrastra dos o tres años de éxito. Él se apresura a desmentirlo, con una risa muy sincera: “En realidad solo este último año. Sigo siendo un puto loser.

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Ignatius Farray, posando en el ático del edificio de Comedy Central. | Foto: Ana Laya/The Objective

Ignatius Farray es el rey de la comedia. Un canario de metro ochenta, que ha pasado los cuarenta, calvo salvo por una pelusa que cubre la parte alta de su cabeza –la llama la Selva-. Tiene una barba poblada, de varios meses y sin recortar, y unas gafas negras de pasta como Woody Allen. Ignatius lleva un año creciendo sin parar en la comedia. “Este año la cosa no ha parado”, dice. “La rueda de la comedia me ha pasado por encima. Lo noto porque la gente me saluda por la calle”.

Uno se pregunta qué ha sido de él todo este tiempo. Nació en un pueblo llamado Granadilla del Sur, al sur de la isla de Tenerife, y el absurdo comienza en el momento en que no hay una Granadilla del Norte. Dice que allí fue muy feliz, que tuvo una infancia tranquila, que aquello es muy distinto a Madrid. Dice que fue un chico más bien tímido, pero que en determinado momento algo se desató por dentro: “Recuerdo que hubo un año, no sé si fue en 5º o 6º de EGB –con 10 ó 12 años–, que de repente me vine arriba y me convertí en el payaso de la clase. ¡Me llamaban Woody!”.

–¿Por qué? –le pregunto.

–Por Woody Allen. Me decían: “Eh, Woody, ¡háztelo ahí!”.

Tiene anécdotas de infancia que son memorables, algunas aficiones inimaginables cuando uno solo conoce el personaje, y todas ellas permiten comprender mejor que Ignatius no solo es divertido, sino también retorcido. “Me acuerdo de que en una época me dio por el tenis”, cuenta Ignatius, conteniendo la risa. “Había una cancha en el pueblo y me pasaba la tarde allí solo, peloteando contra la pared. Era por el 88 y ya se sabía que los Juegos Olímpicos iban a ser en Barcelona. Yo llegué a falsificar cartas que me enviaba a mí mismo poniendo que era Samaranch, el presidente del Comité Olímpico, que se dirigía a mí diciendo que habían estado observándome y que querían que yo representara a España en tenis. Yo luego esas cartas se las enseñaba a mi hermano para impresionarle. Y él se lo creía”.

Pasó poco tiempo hasta que comprendió que no solo se divertía haciendo chistes, sino que quería hacerlos todo el tiempo. Ignatius supo que le ilusionaba cada vez más hacer reír a la gente, y comenzó a alimentar esa ilusión, aun creyendo que nunca sería capaz de ganarse la vida con ello. “Me impresionaban Faemino y Cansado”, dice. “La primera vez que me subí a un escenario fue para imitarlos en el casino del pueblo”. ¿A los dos?, le pregunto. Y él se ríe, afirmando con la cabeza.

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Es septiembre y el calor no remite. El bar Picnic cumple nueve años, casi una década de monólogos y cervezas, y desde hace unos meses cuenta con un embajador de oro. Este local tiene dos plantas, una a nivel de calle y otra subterránea, y es en la segunda –con poca luz, tonos rojizos y un paisaje hawaiano de fondo– donde está el pequeño escenario.

Es miércoles y son las diez de la noche. Ignatius toma el micrófono y todo el mundo se encorva hacia delante, como esperando el momento de reír. El público está expectante. En la planta de arriba hay tanto ruido que se hace difícil escuchar a Ignatius. Él dice: “Habrá un momento en que os daréis cuenta de que arriba se lo están pasando mejor”. Luego pregunta si hay alguien que se ofenda con facilidad y descubre que hay un negro. Le apunta con el dedo, con una risa incontenible. “¿Eres negro?”, le pregunta. El chico le responde que aunque lo parezca no lo es. Ignatius exclama: “Eso es todavía más insultante que cualquier cosa que pudiéramos decirte”. Entonces Ignatius comienza a imitarle con una voz extraña: “No, no. Aunque lo parezca. Me ha pasado mil veces. ¡Soy como vosotros!”. Pide un aplauso y todos aplauden. El chico, que no es negro y quizá solo un poco moreno, también aplaude.

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Ignatius siempre quiso hacer reír, pero comenzó en el humor bastante tarde. Tenía 29 años y volvía a Madrid desde Londres. Allí vivió dos años. “Recuerdo que fui a la aventura”, dice, rememorando una historia que cuenta a menudo. “Solía ir a un comedy club. La propietaria se dio cuenta de que no entendía demasiado bien a los cómicos y me dejaba entrar por la mitad de precio. A mí me gustaba solo por estar allí. En Londres comencé a tomármelo más en serio. Luego llegó la casualidad de que en España estaba empezando a llegar la moda de los monólogos con El club de la comedia, Paramount Comedy… Aquella confluencia me lo hizo imaginar de una manera más concreta… A lo mejor sí me atrevía a subirme al escenario para actuar”.

El líder de los Canarios arios habla con mucha dulzura y tiene la voz grave. A veces pierde la compostura y se pone a gritar, sin que nadie pueda verlo venir. Y es gracioso porque es su factor sorpresa. Tiene un humor muy salvaje y sin prejuicios: no le importa bromear sobre los negros, los judíos o el nazismo. Y, como él dice, puede hacerlo porque no es racista, ni antisemita, ni fascista. Es más bien izquierdista y sin horizontes. Es ese humor negro el que causa muchas veces las críticas. “Igual que mucha gente admite hablar de muchas cosas de cualquier manera, hay gente que enseguida cae en el malentendido, que cree que hay un propósito de hacer daño o para que ellos se sientan ofendidos”, dice, dando una justificación. “Llega a ser un poco ridículo. Con eso no digo que un cómico no pueda meter la pata. Creo que se puede hablar de todos los temas, pero no se puede hablar de todos los temas de cualquier manera. Se puede ser desagradable o impertinente, y eso ya no es comedia”.

Y tras una breve pausa, continúa: “Pienso que la comedia debe crear conciliación. Desde el momento en que tenemos ese punto de complicidad y nos estamos riendo juntos de algo, nos acerca más que enfrenta. Creo que la gente que se ofende no está entendiendo de qué va el asunto”.

Ignatius comienza a sentirse más suelto en la entrevista y le pregunto a qué le teme más, si al silencio o a la ofensa. Su respuesta es clara, aunque fragmentada: “Los silencios no me molestan especialmente, forman parte de esa tensión. Un cómico tiene que estar acostumbrado a ese tipo de situaciones. Si te dedicas a esto, ese tipo de situaciones tensas en las que algo no está yendo bien te ocurren continuamente. De alguna manera tienes que aprender a disfrutar de esos momentitos. Si no, lo vas a pasar bastante mal. Hay que encontrarle la gracia”.

¿Y en cuanto a la ofensa? “Yo… Yo lo paso muy mal. Cuando noto que he metido la pata… Cuando veo que la gente se ofende y no hay ningún motivo, me quedo bastante tranquilo. Pero cuando noto que he metido la pata y he podido ofender a alguien… que he hecho algo a alguien que realmente le molestaba… siento una sensación horrible. Te lo juro: no paro de pedir perdón. A veces lo paso mal si pienso que tengo que disculparme con alguien y al final de la actuación no lo encuentro. En los 15 años que llevo en la comedia, la sensación que más se ha repetido es la de arrepentimiento y remordimiento”.

Y entonces ríe, pero se siente como una risa nerviosa: “La sensación de remordimiento es permanente”.

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La función de Ignatius esta noche es servir de gancho comercial: se limita a presentar a otros cómicos más jóvenes antes de que ellos se lancen al vacío y luego se pone a un lado. Es un gesto generoso. Pero eso el público no lo sabe porque han venido a ver a Ignatius. La sala se vacía paulatinamente. Ignatius se sienta muy cerca del escenario y se esfuerza por reír. Da una palmada a cada cómico cada vez que su espectáculo termina. Les dice unas palabras. No solo les presenta, sino que les apoya. Algunos de ellos tienen verdadero talento. Ignatius se gira a menudo para comprobar que los otros espectadores también disfrutan, y unos pocos lo hacen. A veces se gira y levanta el dedo índice y sonríe y pide silencio cuando algunas hablan.

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En El fin de la comedia, Ignatius se expone a conciencia y sin reservas: es tímido, discreto y profundamente nostálgico. Casi una molécula de agua. Ignatius confiesa que su personaje es bastante genuino, pero reconoce que uno no puede renunciar siempre a ciertas construcciones que gustan al espectador: “Un cómico está para que la gente se ría y se lo pase bien”, dice, agregando: “Pero no puedes caer en hacer cosas que no te apetecen hacer. Cuando te das cuenta de que estás hablando de ciertas cosas, no porque te salgan del corazón sino porque es lo que quiere la gente, acabas cayendo en esa trampa. Es una tentación de la que hay que huir”.

Se puede advertir de sus palabras que a Ignatius no le importa ser una estrella. Él persigue otras metas no tan efímeras, quizá la más evidente sea la autenticidad. Ignatius tiene un pensamiento muy colectivo, tiene ese sentimiento de comunidad, y eso está presente en la proximidad que plantea constantemente al público. Ignatius es la antítesis del ególatra y parece evitar distracciones: si bien asegura que no ha tenido tentaciones de la industria del cine, afirma que tampoco le atraen en absoluto. Incluso estando en la cresta de la ola, lo que quiere es conservar su teleserie, su programa en la radio, los monólogos nocturnos. Disfrutar el momento.

“Es verdad que tradicionalmente en el mundo del stand-up comedy muchos cómicos –la generación de los 70 en Estados Unidos, la época dorada– terminaron siendo muy mediáticos, estrellas de cine. Como Robin Williams o Steve Martin”, dice, poniendo un contexto necesario a la pregunta. “Comenzaron de una manera muy arrastrada y terminaron así. En cuanto pudieron lo dejaron para dedicarse al cine o a otras cosas. Luego les quedó la sensación, y esto lo han dicho ellos, de que fue una especie de traición a sí mismos. Muchos de ellos, en la medida que pudieron al final de sus carreras, trataron de retomar esos inicios que ellos sentían como más auténticos. Hay que intentar mantener la llama viva”.

En cualquier caso, le pregunto nuevamente si le ha surgido la posibilidad de tomar ese tren que han aprovechado Dani Rovira o Berto Romero, por ejemplo. Ignatius dice que no con la cabeza y ríe: “La verdad es que a mí eso me ha pasado. He tenido esa suerte. Intento disfrutar de mi trabajo, de mi oficio, sin caer en esa locura”. Luego hace una pausa y concluye: “No doy la talla”.

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Cuando termina son las doce y media y espero a Ignatius casi en la puerta. Le digo: «Hola, Nacho». Y él me saluda, recordándome vagamente. Hace unos minutos le ha lamido el pezón a un joven. Lo ha levantado muy alto y sin esfuerzo, como si tuviera el peso de una pluma, y le ha lamido el pezón izquierdo. Ignatius y yo comentamos la noche, la actuación de Pedro Silva y recordamos la entrevista de junio. Viste una camiseta negra, los pantalones de chándal de un azul eléctrico, los calcetines por los tobillos, las deportivas blancas. Nos despedimos y le digo que la vamos a publicar esta semana.

Entonces me da las gracias y un abrazo, y luego se marcha.

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Ignatius Farray, sobre el escenario del Picnic. | Foto: Jorge Raya/The Objective
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