¿Cómo garantizar el uso sostenible de los recursos de todos?
La viabilidad de la cooperación y de la autoorganización a escala comunitaria como alternativa a las soluciones ofrecidas por el mercado y por el Estado
La noche del sábado 6 de enero de 2018 se produjo una intensa nevada que provocó el caos en las carreteras. Los servicios de emergencias y protección civil se vieron desbordados.
En la N-1, a su paso por el puerto de Etzegarate (en la muga entre Navarra y Gipuzkoa), más de un millar de personas se vieron atrapadas. Por fortuna, pudieron recogerse en la localidad navarra de Altsasu, pasando la noche en espacios municipales y casas particulares.
No puede decirse que el Estado estuviese ausente, pero el episodio sirvió a la prensa para destacar el ejemplar comportamiento y la capacidad de resolución del ayuntamiento y los vecinos.
El ejemplo nos sirve para ilustrar la viabilidad de la cooperación y de la autoorganización a escala comunitaria como alternativa a las soluciones ofrecidas por el mercado, de un lado, y por el Estado, de otro.
Es este un asunto al que las ciencias sociales han prestado atención y que atañe a lo que se conoce como el dilema de los comunes: el problema de garantizar el uso eficiente y sostenible de los recursos, que son de todos.
Organización comunitaria e institucional
La pequeña escala no garantiza por sí misma la cooperación ni la operatividad de la organización comunitaria. Hacen falta algunos mimbres que cohesionen y articulen los comportamientos cooperativos en el seno de la comunidad.
Estos mimbres son las instituciones, entendidas al modo de Douglas North como las reglas del juego.
En 1990, Elinor Ostrom condensó en ocho célebres puntos aquellos principios de diseño institucional que coincidían con los casos de organización comunal que habían demostrado una larga pervivencia histórica.
Estos principios, a los que más tarde calificó modestamente como buenas prácticas, incluyen:
- Límites bien definidos.
- Reglas adecuadas a las condiciones locales.
- Canales de participación de los usuarios.
- Vigilancia organizada.
- Sanciones incrementales.
- Mecanismos sencillos para la resolución de disputas.
- Reconocimiento externo.
- Estructuras anidadas a sucesivas escalas (policentrismo), que faciliten la operatividad del sistema.
Otros autores suman más elementos. Pero quizá no importe tanto el número de condiciones favorables a la cooperación como el hecho de que acierten a regular las interacciones entre el recurso natural, el grupo de usuarios, la organización que los reúne y el entorno externo. En suma, en la medida en que logren crear y fortalecer el capital social.
La tragedia de los bienes comunes
Cincuenta años han transcurrido desde la publicación por la revista Science de un artículo de breve extensión y gran impacto. Su autor, el biólogo Garrett Hardin, vaticinaba un destino fatal para los recursos naturales de libre acceso y ponía como ejemplo la conocida parábola del pastizal abierto al uso de todos los ganaderos.
Debido a los conflictos entre los intereses a corto y largo plazo, entre los beneficios individuales y los costes repartidos colectivamente, la libertad en el uso de los recursos naturales conduciría a su saqueo y a su degradación. Cada actor individual estaría guiado por incentivos para apropiarse de unidades de recursos y para no participar en su provisión.
Ante este escenario, Hardin proponía dos alternativas: la privatización de los recursos o bien su estatalización. Un debate sobre la tragedia de los comunales que no ha cesado desde entonces.
¿Existe alguna opción ideal?
Si algo ha quedado claro es que no existe un único régimen de propiedad que por sí mismo garantice la sostenibilidad.
La propiedad privada individual, sacralizada por las revoluciones burguesas de los siglos XVIII y XIX, ofrece la ventaja aparente de que costes y beneficios se reúnen en un solo sujeto. Se presupone que este se guiará por su propio interés para no degradar el recurso que posee. Pero no ha de ser así necesariamente.
El desfase temporal entre los horizontes de sus expectativas de ganancia (a corto plazo) y de la inversión necesaria para la conservación del recurso (a largo plazo), conducirá, en la lógica de la maximización del beneficio, a su extinción gradual o inmediata.
Podría asumirse también que el propietario privado cuidará de transmitir el recurso en buenas condiciones a sus descendientes. Pero si la doctrina del Homo economicus dicta que el individuo egoísta guiado por su propio interés no cooperará de modo altruista con su vecino, ¿cómo hemos de suponer que lo hará con su biznieto?
La propiedad pública estatal podría pensarse más afín al interés general. Pero no faltan tampoco condicionantes que pueden favorecer la sobreexplotación de los recursos. A la posible existencia de grupos de interés con objetivos de “búsqueda de rentas” hay que añadir los problemas de información imperfecta y asimétrica.
La toma de decisiones dentro de una estructura jerarquizada y centralizada requiere de la recopilación y procesamiento regular de información para dar respuesta a los retos. No es solo una cuestión de eficiencia en el manejo de la información que circula entre el centro rector y los espacios locales. También hay que lidiar con estructuras de conocimiento y potencias.
Así, al conocimiento experto se opone el conocimiento consuetudinario, al conocimiento general el conocimiento específico, al poder central de decisión las capacidades locales. ¿Garantizará el Estado la suficiente flexibilidad y neutralidad para enfrentar estos retos?
La variedad de intereses a conciliar, la superposición y compatibilidad de usos y la experiencia intergeneracional decantada en conocimiento local (en suma, la complejidad) juegan en el régimen de propiedad comunal a favor de la biodiversidad.
Sin embargo, la propiedad comunal no es una panacea. Son muchos los riesgos que la acechan. Los principales, aquellos que tienen que ver con la propia composición de la comunidad y la solidez de sus vínculos.
Sin confianza no hay capital social. El incremento de la heterogeneidad en el grupo, a través, por ejemplo, del aumento de la desigualdad económica, puede erosionar la cohesión y dificultar la acción colectiva. Pero también el debilitamiento de los lazos de dependencia que vinculan al grupo con los recursos y el territorio puede conducir a una fatal desconexión.
Ni que decir tiene que las interferencias externas, sean o no agresivas, pueden también afectar, y hasta bloquear, la interacción entre el grupo humano y su medio.
La historia muestra buenos ejemplos de manejo sustentable de los recursos por parte de las comunidades locales. Pero también es cierto que en todos estos casos se advierten diversas combinaciones de dinámicas sociales y regímenes de propiedad a diversas escalas. La clave, si la hay, radica en conciliar los diferentes modos y escalas de interacción social, económica y política en contextos específicos. El reto no es pequeño.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.