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Visa pour l’image: una historia ‘fuera de campo’

Lo que nadie cuenta sobre Visa Pour L’image lo contamos nosotros. Una crónica fuera de campo o por qué fotografiamos fotos.

Visa pour l’image: una historia ‘fuera de campo’

La historia siempre resulta irónica bajo el tamiz del tiempo. No hace demasiados años, los españoles viajábamos a Perpiñán para hacer dos cosas: jugar en el casino e ir a los cines a ver pornografía, películas ‘S’ censuradas por el franquismo. Hoy, los hijos y nietos de estos españoles, cogemos un tren para asistir a Visa pour l’image, uno de los certámenes de fotoperiodismo más importantes de Europa, que se celebra en la ciudad francesa.

Sentada en otro vagón, Diana, la fotógrafa de The Objective, me envía un whatsapp: “¿Te imaginas que nos quedamos dormidas y acabamos en París?”. Sí, le contesto, sería una crónica diferente, algo así como ‘Desde la Torre Eiffel no se ve Perpiñán’. En el fondo, también yo tenía la sensación de ir a aquella pequeña y encantadora ciudad con el mismo objetivo que mis abuelos. El atentado terrorista de Barcelona me habían robado el gusto por el fotoperiodismo, no por la crudeza de las imágenes en la prensa, sino por la indignación que nos producían: “Respetad a las víctimas”, se escandalizaban. “La crisis del periodismo”. “¡Una vergüenza!”. Y luego, esa misma gente horrorizada por unas ramblas sembradas de cuerpos aplastaban la nariz contra la fotografía de un ciudadano sirio llevando en brazos el cadáver de su hijo entre las ruinas de Mosul. ¿Vale menos su dolor que el nuestro? ¿Es más informativo acaso, menos hiriente a la vista simplemente porque está lejos?

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La contemplación atenta de los visitantes en una exposición en el Couvent des Minimes. | Foto: Diana Rangel / The Objective.

 

Diana y yo echamos a andar por la amplia avenida señalizada con banderines del festival. Por las calles sólo se veía gente guapa, culta, muy francesa, con sus flamantes cámaras y sus acreditaciones al cuello. Nos planteábamos las mismas cuestiones que se debatían en Visa pour l’image, el rol del fotoperiodista y la necesidad de imágenes sangrientas para explicar una tragedia.

-Cuando estudiaba en Nueva York, mis compañeros fotoperiodistas iban todo el día buscando asesinatos por las calles –me cuenta Diana.

-Sí, como la historia del tipo que ganó el Pulitzer, el que dicen que se suicidó.

-Sí, el del buitre que se abalanza sobre el niño.

-Van y le preguntan: ¿Qué le ocurrió al niño? El fotógrafo no lo sabía. Hizo la foto y se largó.

Me doy cuenta de que camino con mis prejuicios a cuestas y no es lo más profesional, pero la mirada es subjetiva. Elegimos cómo encuadrar el mundo. Una imagen te conmueve, me digo, doscientos horrores enmarcados te dejan frío. Pasas de uno a otro como si cambiaras el canal de la tele.

 

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Las iglesias se abren como ventanas al mundo. | Imagen vía Diana Rangel

 

Las calles, los conventos y los palacetes de la ciudad se abren como ventanas al mundo. En Visa Pour L’Image hay 25 exposiciones, 25 historias colgando de las desconchadas paredes, y miles de personas hormigueando de una historia a la siguiente con si en cuestión de unas pocas horas pudieses recorrer 365 días de injusticias y tragedias, de duras y a veces invisibles formas de vida, que no tienen espacio en la prensa, pero no por ello dejan de existir.

Ángela Ponce Romero, jovencísima reportera peruana, es una de las estrellas del festival. Su trabajo ‘Ayacucho’ sobre las víctimas de la guerra civil en Perú, donde sus gentes siguen llorando a sus seres desaparecidos y pidiendo justicia para sus muertos, ha ganado el premio Visa de Oro Humanitaria que concede el festival. Habíamos quedado con Ángela en su exposición en el Palais des Corts para hacerle una entrevista. Sin embargo, no se presenta. Una rápida llamada a prensa del festival y me comunican con ella:

-Lo siento, tengo un desayuno de fotógrafos. ¡Envíame un email.

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Así nos quedamos cuando Ángela Ponce nos dejó plantadas. La foto pertenece a su trabajo ‘Ayacucho’. | Foto: Diana Rangel / The Objective

 

Pero es que yo quería preguntarle sobre la forma en que hace presente la ausencia, a través de la sombra proyectada en las paredes, a través de… Llevamos semanas organizando esta entrevista. ¡Bonjour! Merci! ¿Qué hacemos ahora, Diana, tomamos un café? ¡Francia siempre huele a croissant!

Lo que queda fuera

Hay una mujer que aúlla de dolor, rapada y escuálida, atrapada en el marco de una fotografía. Su imagen congelada, su vida tal vez ya no exista. Es una de las internas de un hospital psiquiátrico en Venezuela retratada por Meredith Kohut. También hay un hombre encorvado sobre la imagen, que saca una fotografía de aquella misma fotografía, y un tercero que los fotografía a ambos, a la mujer llorando hambrienta y al espectador acorazado tras su cámara.

Cuando encuadras una imagen, al poner el foco sobre un pedazo de realidad, dejas fuera parte de esa misma realidad. Se suele hablar de que algo está dentro o fuera de campo. Y ese fuera de campo se construye intuitivamente, imaginando lo que la lente de la cámara no alcanza a retratar. Para acercarse lo máximo posible a la verdad no bastan con un único disparo. Hay que mirar de verdad.

 

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Veinticinco historias colgando de las paredes y miles de ojos. | Foto: Diana Rangel / The Objective.

 

Diana es venezolana. Recorre la sala cuadrada grabando un vídeo de cada una de las durísimas instantáneas sobre lo que está ocurriendo en su país.

 -Las imágenes son fuertes de verdad. En la prensa española no se ve ni la mitad de esta dureza… Pero es una tragedia.

La mueve no el morbo, sino el horror.

-Si puedes –le digo- saca una foto de esos hombres que sacan fotos a las fotos. – También yo tengo mi foco y mi idea…

¿Y luego qué? ¿Me haces tú una foto sacándoles fotos?

Un nuevo capítulo de ‘Black Mirror’ se ensambla en mi cabeza.

La batalla de Mosul centra la atención de esta edición de Visa pour l’image. Una guinda roja coronando un postre hecho de cascotes y personas con la mirada perdida, de cuerpos de milicianos abotagados tendidos uno al lado del otro. No obstante, hay muchos Mosul, muchas formas de narrar el combate y el triunfo: Está el Mosul que retrató Álvaro Canovas para París Match, quien acompañó durante meses a las tropas iraquíes hasta conseguir la victoria; el Mosul del fotógrafo de Magnum Lorenzo Meloni, su colapso del califato y las ruinas y el silencio en lugares como Palmyra, Kobani y Sirte. Y también el del premiado fotógrafo de Reuters Laurent Van der Stockt, en cuyas fotografías no aparecen cadáveres, ni de un bando ni del otro; están fuera de campo. Pero no hace falta imaginarlos, sólo pasar a otra sala.

 

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Coqueto tras la batalla, Laurent Van der Stockt. | Imagen: Diana Rangel /The Objective.

 

Las imágenes del fotógrafo Lu Guang sobre la contaminación en China te llenan los pulmones de humo; las aguas calientes de Vlad Sokhin y el impacto del calentamiento global en los lugares más remotos del mundo, desde Oceanía a Nueva Zelanda, con crecidas y basura flotando alrededor de las viviendas, te deja los pies húmedos y un malestar que te llevarás a casa, que olvidarás porque, eh, la vida continua.

Y cuando parecía que íbamos a entrar en barrena, de repente, una luz.

La reportera española Catalina Martín-Chico ha sido premiada varias veces en este certamen: En 2011 consiguió la Visa de Oro Humanitaria por su trabajo fotográfico sobre la revolución en Yemen, y este año recibía el galardón de Canon a la Mejor Fotoperiodista Mujer por un maravilloso fotorreportaje sobre la explosión de natalidad entre las ex-guerrilleras de las FARC en Colombia, que tras cincuenta años de conflicto vuelven a reunirse con sus familias y pueden ser madres.

Catalina nos espera en las oficinas de Visa pour l’image. Es amable, campechana y, sobre todo, sincera. Hace años que está afincada en Francia, pero países como Yemen se han convertido en un segundo hogar para ella.

– ¿Crees que la fotografía puede cambiar el mundo? –disparo.

– Modestamente, pienso que puedo ser una ventana abierta sobre un mundo que la gente no ve. Me gusta contar historias que no han sido contadas y poner luz sobre zonas de oscuridad –contesta Catalina. Ella sólo intenta dar voz a gente que no la tiene, reflejar situaciones injustas.

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Luminosa y campechana, Catalina Martín-Chico. | Imagen: Diana Rangel /The Objective.

 

Cuando la fotógrafa llega a un lugar, antes de sacar su cámara habla con las personas. Convive como ellos, trata de saber qué piensan y qué sienten. En su trabajo tiene una máxima: Si quieres entender, no debes juzgar. Nos habla de ver amanecer en la selva, del comandante pasando revista a la tropa, de la historia de Chachis, la guerrillera que dormía en la cama de al lado y que no podía ver a su padre que estaba en el hospital, y de bebés tomando un baño en un cubil.

Nos habla de conexión con la gente, de vidas duras pero alegres, de guerras, muertos y heridos, de personas que uno conoce por el camino y cuyas historias, tras meses de convivencia, acabas haciendo tuyas. Eso también está fuera de campo, la vivencia del fotógrafo, lo que él ha sentido e intenta transmitir con sus fotos, y el puñado de agentes que median entre su lente y las injusticias sobre las que trata de arrojar luz: el texto que acompaña una imagen, el medio que dirige la mirada, nosotros, lo que vemos y lo que nos han enseñado a ver. Y cuando acaba la entrevista, ni Diana ni yo pensamos más en buitres abalanzándose sobre niños ni en ganadores del Pulitzer que se matan de la culpa. Susan Sontag escribió: “No se puede poseer la realidad, pero se puede poseer (y ser poseído por) las imágenes”.

Sin trampa ni cartón

Fuera de la oficina de prensa, docenas de fotógrafos arrastran sus portfolios a las mesas. Es como un enorme speed-dating entre agencias y freelancers. A nosotras nos da risa, nos parece un mercadillo de píxeles, pero somos un poco menos cínicas ahora, un poco más conscientes de que entre la cámara y el ojo está la persona. Y tras visitar a Ferhad Bouda, fotógrafo de la agencia Vu, a las puertas de su exposición en la Chapelle du Tiers-Ordre, también ese mercadillo de píxeles que queríamos ver, y por eso vimos, desaparece.

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Ferhat Bouda y la resistencia bereber. | Imagen: Diana Rangel /The Objective.

 

Ferhat nació en la ciudad argelina de Kabyle. Su trabajo ‘Bereberes en Marruecos: resistiendo y defendiendo su cultura’ es un proyecto personal, tanto que forma parte de su propia historia. Porque este argelino que pasó su infancia en Francia es también bereber.

Siendo el pueblo más antiguo del Norte de África, los Amazigh o gente libre fueron bautizados como bereber (bárbaros) por los romanos. Son demócratas, igualitarios, nómadas que sobreviven con poco en las montañas, nos cuenta Ferhat. Pero, sobre todo, una nación que defiende con uñas y dientes su cultura pese al ostracismo de los gobiernos que los califican de herejes y, por eso, no reciben asistencia hospitalaria, ni en las escuelas se les enseña su idioma. Y ocurre en Marruecos, y en Libia, y en Malí. El bereber, también en la diáspora, poco a poco se borra.

-Mi abuela nos llevó a Francia para que pudiéramos ser libres. No entendía el francés, tampoco el árabe. Decidí estudiar cine para que pudiera ver películas en su lengua –afirma el fotógrafo.

Los ojos se le llenan de lágrimas, toma aliento y le damos unos segundos. Diana, que estaba haciendo fotos en aquel momento, baja la cámara. Me faltan dedos de la mano para señalar cuántos hubieran disparado en aquel momento; la emoción de un fotógrafo bereber que ha hecho de la imagen también una forma de resistencia, de memoria colectiva.

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Cómo explicar la guerra y la muerte a un niño. | Imagen : Diana Rangel / The Objective

 

Tengo al menos una decena de preguntas que hacerle y entre ellas hay una que esperaba se convirtiera en titular y se me atraviesa en la garganta conforme avanza la entrevista. ¿La hago? ¿No la hago? Quería que me hablase sobre el origen bereber de los terroristas del atentado de Barcelona, conocer su opinión al respecto. Me basaba en declaraciones de un catedrático de la Sorbona que señalaba la zona del Rif, en Marruecos, como un caldo de cultivo para el extremismo. Mis prejuicios son un reflejo de lo que soy, la persona que dispara una foto a quien hace la foto a una foto.

-Ahora tenemos algunas programas de televisión en nuestra lengua, pero los utilizan para islamizar y manipular. Casi es mejor no tener idioma. – confiesa todavía emocionado.

Y entonces, el pequeño tiburón aparece hambriento de polémica, de ‘Me gusta’ y ‘Compartir’ en redes. Honestamente, esperaba que no se molestase conmigo; honestamente también, deseaba que lo que contestase no me diese ningún titular. Y no lo hizo.

-Yo quería preguntarte… En fin… Como eres periodista, espero que no te ofendas. Ya sé que no viene al tema, pero…

El traductor enloquece con mis divagaciones y disculpas.

-Todos somos víctimas –contesta Ferhat, cuando al final me decido.

Una respuesta sincera y compasiva no abre a menudo un diario. Pero era la verdad. Y en lo más hondo, sentí bastante alivio.

Cuando atardeció, estábamos un poco más felices, un poco menos furiosas, y sobre todo, perdidas. Literalmente perdidas. Tratando de llegar a la estación, rodeamos el bello edificio del Couvent des Mínimes y, de repente, nos encontramos dentro de una de aquellas fotografías que con tanta atención contemplaban los visitantes. No era el Perpiñán sin colillas en el suelo, el Perpiñán de los guapos y guapas sentados en los cafés diminutos y los fotógrafos que acuden a almuerzos. Era el barrio de los otros franceses, los gitanos, los que vivían en edificios empobrecidos y en calles llenas de basura a sólo una esquina del dolor colgado, enmarcado, un dolor informativo, sí. También más glamuroso.

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Un ‘speed-dating’ entre fotógrafos y agencias. | Imagen vía Diana Rangel

 

-¿Y ahora dónde estamos? –le digo a Diana. Porque era la primera vez que veía el Perpiñán del fuera de campo que ni se intuye ni se piensa, y parecía otra galaxia.

-¿ Y por qué no vienen y sacan una foto de esto? – dice ella.

“Fotografiar es conferir importancia”, escribió Susan Sontag. Y también que la fotografía es “la más suave de las depredaciones, con el objeto de documentar una realidad oculta, es decir, una realidad oculta para ellos”.

Poseídas por las imágenes, perdimos la noción del tiempo. Quedan diez minutos para que salga el tren y corremos con la lengua fuera la larga avenida de banderines y palmeras que lleva a la estación. No lo conseguiremos, me digo, esprintando en tacones. Y en un desesperado alarde aventurero, hago un ‘Pekín Exprés’ y me lanzo a la carretera a parar el primer coche que pase.

-¿Cómo se dice estación en francés? –titubeo.

Gare!

-¿Cómo se dice ayuda en francés? ¿Y cómo es ‘perder el tren’?

El asombrado conductor nos entiende por contexto y hace señas para que subamos.  Saltamos del coche casi en marcha y subimos al tren de la misma forma.

La realidad tiene muchas caras, reversos, aristas. Las fotografías, como las personas, no son ni buenas ni malas. No precisan de límites. Todo depende del enfoque, depende de lo que quieras ver, de lo que te hayan enseñado a ver. Como ese conductor voluntarioso, como ese barrio que no aparece en la ruta, o esos otros fotógrafos a los que se les humedecen los ojos e intentan dar voz a quienes no la tienen, a pesar de quienes dirigen la mirada, a pesar también de nosotros.

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