Toni Servillo: "Fuera del escenario me siento un desposeído, no tengo nada"
Hay una multitud de italianos en esta pequeña sala de conferencias de Alcalá 31, todos ellos elegantes y bien vestidos y algunos incluso con bufanda en interior, y entre ellos resalta Toni Servillo con sus gafas estilo Buddy Holly, solo que con un sombreado en las lentes, aguardando en la puerta antes de la última orden. El actor napolitano presenta la obra de teatro Elvira, que protagoniza en el teatro Kamizake [en el barrio de Embajadores] junto a los jovencísimos Petra Valentini, Francesco Marino y Davide Cirri, y lo hace con una expectación sensible, aunque tampoco masiva. Elvira es el cierre del Festival de Otoño a Primavera, que ya cumple 35 años en Madrid.
Hay una multitud de italianos en esta pequeña sala de conferencias de Alcalá 31, todos ellos elegantes y bien vestidos y algunos incluso con bufanda en interior, y entre ellos resalta Toni Servillo con sus gafas estilo Buddy Holly, solo que con un sombreado en las lentes, aguardando en la puerta antes de la última orden. El actor napolitano presenta la obra de teatro Elvira, que protagoniza en el Teatro Kamizake junto a los jovencísimos Francesco Marino, Petra Valentini y Davide Cirri, y lo hace con una expectación noticiable, aunque tampoco masiva. Elvira es el cierre del Festival de Otoño a Primavera, que ya cumple 35 años en Madrid.
Toni Servillo genera un hipnotismo genuino; tan pronto como habla, en cada broma y en cada gesto, despierta una reacción de empatía. Es apasionado cuando lo hace y es tan inquieto que en ocasiones, incapaz de amoldarse a su asiento, se levanta y mira fijamente a las butacas o estira una pierna o va recostándose a un lado y otro de su sillón. El señor Servillo transmite su vocación en cada ocasión que se lo permiten como lo hacen algunos de los nuestros, como José Sacristán o Ricardo Darín, y tiene una capacidad asombrosa para sintetizar en emociones ideas que son difíciles de transmitir. “En cuanto aterricé ayer en Madrid, me fui al Kamikaze”, dice. “Encontré en ese teatro la autenticidad del teatro de barrio, de resistencia”.
Esa esencia de originalidad, dice, la encuentra en su ciudad, donde una misma obra puede representarla en Forcella, un barrio no tan seguro de Nápoles, como en el Teatro d’Europa de Milán, mucho más exclusivo. El señor Servillo bromea que sería el equivalente de actuar un día en el Kamikaze, otro en el Teatro Español y otro más en el Teatro Real. Para él, esta circunstancia es vital: dice que nunca fue a clases de interpretación, que su escuela fue Nápoles, y esa cercanía y proximidad con el espectador, más allá de estratos sociales, es lo que persigue. En esta mañana de abril, Madrid es su escenario y nosotros su audiencia.
Servillo tiene un visión muy exigente y justa de lo que deber ser un actor. Le exige una moralidad y una dedicación, como decía Eduardo de Filippo –su gran maestro–, que no existe en estos “tiempos confusos”. “En Italia y probablemente en España”, dice, “el actor se ve como un funambulista, un payaso, un hombre de éxito que espera que lleguen las películas entre Martini”. En cambio, él tiene otra visión, mucho más próxima a Louis Jouvet, que fue el autor de la obra que presenta ahora en Madrid. “El actor es alguien que llega a transmitir un mensaje a su pesar”, dice, tomando prestadas las palabras del escenógrafo francés.
Así, toma de él también dos divisiones de lo que hoy en día podríamos denominar como intérprete. Jouvet hablaba del comédien, que es un transmisor del texto “con una modestia particular”, y del acteur, que utiliza el personaje para “transmitirse a sí mismo”. Hoy en día, lamenta, todo esta visión se está perdiendo, cree que hay muchísimos actores conocidos que son terribles, que son “vulgares”, y sin embargo son quienes están moldeando la imagen del oficio a las nuevas generaciones.
Servillo dice con ironía que muchos de ellos combinan televisión, teatro y cine en días alternos y ya desde bien jóvenes. En lo que a él respecta, esa nunca fue una opción. “Cuando yo hice mi primera película importante, tenía 40 años”, continúa Servillo, que, a sus 60 años, cuenta con decenas de títulos a sus espaldas. “Mi trabajo está en el teatro, yo soy un hombre de teatro”. Por eso recuerda con dulzura el mejor halago que, dice, le han concedido nunca tras una función: «No sabía que Jep Gambardella [personaje de La gran belleza, película de Paolo Sorrentino] también pudiera hacer esto».
El actor italiano decidió tomar el martes un café frente al Teatro Español, en pleno Barrio de las Letras y junto al monumento a Federico García Lorca, para encontrar algo de esa esencia. “Allí están esculpidos los nombres de Calderón de la Barca, Tirso de Molina… en la piedra del teatro, pero no en el corazón de los espectadores”, dice, con un aire de nostalgia. “Yo nunca he estado un año fuera de los escenarios. Como Eduardo de Filippo, fuera del escenario me siento un desposeído, no tengo nada”.