Alfonso Armada: "En la guerra, escribir sobre lo que ves te protege de la angustia de morir"
Alfonso Armada (Vigo, 1958) llega a pasos cortos y veloces, mirando a un lado y a otro, como un turista o como un fotógrafo. Hace una breve pausa frente al Teatro Español y mira el programa; tras unas gafas de montura negras achina los ojos
Alfonso Armada (Vigo, 1958) llega a pasos cortos y veloces, mirando a un lado y a otro, como un turista o como un fotógrafo. Hace una breve pausa frente al Teatro Español y mira el programa; tras unas gafas de montura negras achina los ojos, como forzando la vista o por la intensidad del sol, y viste una bonita americana gris con mosaicos y una camisa azul y lisa. Armada es cortés cuando habla, y lo hace a una velocidad precipitada y con una leve musicalidad gallega; tiene una de las trayectorias más notables del periodismo español, estuvo en Sarajevo cuando caían las bombas, en Ruanda cuando los hutus comenzaron la limpieza étnica, en el Congo durante su peor epidemia de cólera y en Nueva York cuando Al-Qaeda atacó el corazón de las convicciones norteamericanas el 11S.
Alfonso Armada, que acaba de publicar un hermoso libro sobre su ruta por la España interior –se llama Por carreteras secundarias y lo edita Malpaso–, ha sido, la mayor parte del tiempo, un viajero, así que no es fácil resolver qué fue primero, si la curiosidad por conocer o la emoción por relatar lo descubierto. “Es difícil”, confirma, más bien parecen dos cuestiones que avanzan inevitablemente unidas. “Recuerdo mis viajes a Portugal, que aunque estuviera al lado era como viajar a lo desconocido, mis noches de invierno volviendo a España. La imagen de otra frontera, de otro mundo. Viajar al extranjero era algo maravilloso. Antes las fronteras eran de verdad, y la de Portugal estaba muy vigilada por el contrabando”.
Y así recuerda todos los elementos fundamentales de su niñez, no tanto por pensamientos como por emociones, retrocediendo una y otra vez en el tiempo y creando una línea argumental sin grietas, con precisión de novelista.
–Los recuerdos de mi infancia están vinculados a mi abuela Emilia, que era la madre de mi madre. Tenía una finca muy grande en Coia, en las afueras de Vigo, una finca enorme. Aunque fui de mayor y no era tan grande. Vivíamos varias familias allí de primos. Me acuerdo sobre todo de cómo jugaba con ellos en medio del maíz, de las patatas, subidos a los árboles. Tengo una imagen mítica de un manzano, el manzano de la Consolación, con unas manzanas riquísimas; ese árbol era como un avión. Subíamos a ese árbol, cada uno a un espacio de la rama, y pasábamos allí tardes enteras imaginando que volábamos.
Armada hace una breve pausa, se expresa con leves movimientos de mano.
–La imagen de estar siempre allí, de guerras de manzanas, de fumarse las barras de maíz con las hojas de El Faro de Vigo, los colocones tremendos… La imagen de mi infancia es en la finca de mi abuela jugando, jugando, como si los veranos fueran interminables. Y me acuerdo de las noches de verano en una terraza mirando el cielo estrellado, tan estrellado como en África, poniéndonos metafísicos y estupendos y pensando en el origen de los tiempos. ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? Esas preguntas que se hacen los niños a veces: ¿habrá alguien ahí fuera, en ese espacio infinito lleno de estrellas? Cuando no hay conciencia te preocupa eso.
Ahora, dice, está pensando en escribir sobre todo aquello: sus primos y el campo, todo el día perdidos y entre animales, su abuela Emilia y su abuelo Benigno, sus primeros libros, que robaba en casa de sus tíos pues en la suya “no tenía”.
–Había cerdos. Había gallinas. Había patos. Había frutales. Me casaba con una de mis primas. Asábamos patatas en una especie de tapa de detergente. Hacíamos hogueras y volcanes. Leía todo lo que había, de forma sistemática, y sobre todo una colección de tapa roja donde estaba todo Salgari y todo Edgar Rice Burroughs y sus libros de Tarzán. Y también Julio Verne y Enid Blyton.
Todo aquello sirvió, según sus palabras, para mantener el tipo, para no doblegarse ante la atmósfera insoportable que respiró en casa con dos padres que discutían sin parar entre largos periodos de silencio. Aquello le llevó en varias ocasiones a escapar de casa e iniciar una aventura constante de ida y vuelta. “Estaba estudiando Filología germánica en Santiago cuando me escapé por primera vez”, comienza.
–Llegué hasta Les Borges Blanques, en Lérida, donde estuve trabajando de camarero. Un poco como protesta contra mis padres, un poco por arrebato de coherencia absoluta. No había muerto Franco todavía y no estudiaba, estaba todo el día entre manifestaciones y huelgas. Me parecía incoherente estar estudiando pero no estudiar. Me fui para ser obrero.
Dice Armada que su madre estaba desolada, que le recordaba que su padre estaba muy mal, y con su insistencia y su amor innegociable terminó por regresar a su pueblo solo cuatro meses después de la escapada. Con todo, su paciencia se agotó temprano: se incorporó nuevamente a la universidad, esta vez para estudiar Historia, y poco después volvió a perpetrar una fuga que –según sus planes iniciales– tenía que llevarlo hasta Nueva Zelanda. Había una razón para su locura: cuando prometía que iría hasta el lugar más lejano en la Tierra, no andaba con bromas. Atravesó un mapa superpuesto partiendo de Viveiro y la punta marcó la ciudad de Christchurch, en Nueva Zelanda.
–Empecé mi viaje y en autostop llegué hasta Holanda. En Holanda vivía la familia de un compañero de Historia y estuve allí trabajando un tiempo en una fábrica de harinas y de piensos, limpiando. Seguí mi camino hasta Christiania, que es la ciudad de los hippies. Lo que más recuerdo es que olía fatal, era insoportable. Mi idea era cruzar toda la Unión Soviética, viajar por Japón y Australia y llegar a Nueva Zelanda. Pero cuando estuve en Christiania, en Copenhague, no encontré trabajo y regresé a Holanda. Trabajé un tiempo, y recuerdo que hablé con un tío que vivía en Madrid. Me dijo: “Has hecho muy bien saliendo de allí. Si quieres venir a mi casa, yo te acojo aquí”. Decidí volver a España y seguir otra de mis pasiones: el teatro.
No llegó a Nueva Zelanda, pero sí a una conclusión: debía viajar a Madrid y crear un presente. Su aspiración principal era formarse en Arte Dramático, y para ello contaba con el apoyo de su tío y el desacuerdo de su padre, que no estaba para sensibilidades: “El teatro es cosa de putas y maricones”. Armada negoció con su padre qué hacer, y el periodismo no le pareció una mala idea. Se mudó al colegio mayor de San Pablo, se inscribió en la Universidad Complutense y, finalmente, se licenció en Periodismo. En un acto discreto de rebeldía, se metió en Arte Dramático en tercero, cuando la carrera estaba encarrilada y su padre no podía enfurecerse demasiado.
«Nada te prepara para el genocidio de Ruanda»
Los años posteriores avanzaron con mil emociones: hizo sus prácticas en El País, salió, regresó para trabajar en la editorial del grupo y convenció al director Juan Luis Cebrián, en 1984 y tras dos años de trayectoria, de que lo incorporara a la sección de Cultura. Lo que no imaginó es que poco tiempo después terminaría en la sección de Internacional y le plantearan viajar a los Balcanes para cubrir la última gran guerra que ha conocido el territorio europeo.
–Recuerdo que después de un viaje de 40 días por Estados Unidos, Luis Matías López, que era el redactor jefe de Internacional, me preguntó si quería ir a Sarajevo. Ahí empezó otra etapa, de forma accidental. Habían estado varios compañeros de la sección, como Hermann Tertsch o Miguel Ángel Villena. Yo leía las crónicas de mis compañeros y me fascinaban, pero aquello no estaba en mi imaginario. Cuando me lo propuso, lo primero en lo que pensé fue en el peligro de morir. De hecho imaginé una bala atravesándome la cabeza en cámara lenta. Pero me despertó mucha curiosidad ver cómo es una guerra de cerca, y ver si podía contarlo.
“Eso fue un descubrimiento”, continúa. “En la guerra, escribir sobre lo que ves te protege de la angustia de morir. Lo que vi en Sarajevo creí que me habría vacunado contra el horror. Pero nada te prepara para el genocidio de Ruanda. La escala es tan espantosa… ¿Cómo sobrevives a eso? Bueno, te acompaña siempre. Recuerdo que cuando acabó la guerra hubo un éxodo tremendo al Congo, se crearon ciudades gigantescas. Allí se produjo una epidemia de cólera: comenzó a morir gente, caían como moscas delante de tus ojos. Veía muertos constantemente, y luego estuve soñando muertos durante días y días. Eso se queda en tu memoria para siempre, forma parte de ti”.
En aquellos tiempos recibió una oferta para abandonar la guerra y mudarse de Madrid a Nueva York y de El País al ABC. El director de su periódico, Jesús Ceberio, sabiendo que la oferta de su competidor era tentadora, trató de convencerlo para que se quedara, le preguntó bajo qué condiciones lo haría. Armada pidió una corresponsalía en África y cubrir el continente en todas sus vertientes: deportes, política, cultura, sociedad. Ceberio le dijo: «No somos The New York Times ni Le Monde para tener una sola persona dedicada a África». Las conversaciones, que se alargaron durante un mes, concluyeron con Armada marchándose a Nueva York. La decisión fue un alivio para su madre, que aguardaba con sufrimiento en cada uno de sus viajes. Con lo que no contaba nadie es que Nueva York iba a vivir el episodio más traumático de su historia moderna.
“En Nueva York viví el atentado contra las Torres Gemelas”, cuenta. Y las palabras que le dijo su madre las recordará siempre: “Parece que la guerra te sigue los pasos”. Aquel escenario de horror inesperado, con un avión dirigido contra el Pentágono, dos contra las Torres y un cuarto (fallido) contra el Congreso conmocionó al mundo; no es extraño que recordemos qué estábamos haciendo en el momento en que nos llegó la noticia. Armada relata aquellos episodios con firmeza, los testigos le decían que no podían imaginarlo, ¡cómo en Estados Unidos!, recuerda lo que uno de ellos le dijo: “Es como una puta película”. Y estaba ocurriendo en Manhattan, a cientos de kilómetros de Hollywood: los testigos se aseguraban del atentado mirando las pantallas tras los escaparates.
Esa voluntad con la que Armada observaba el mundo, desde las periferias y con reposo, la ha mantenido siempre: es palpable en este libro, Por carreteras secundarias, donde comparte su viaje por más de cincuenta pueblos de toda España acompañado de su esposa, Corina Arranz, quien ilustra el libro con sus bellas fotografías. “Creemos que estando en Madrid o Barcelona estamos en el centro del mundo”, dice. “A veces hay que alejarse, hay vidas verdaderas que están al margen. Tomar distancia, tomarse tiempo. El periodismo de hoy está en un proceso de aceleración constante y es imposible conocer a nadie si no le dedicas tiempo. En las redacciones habría que salir más para escuchar a la gente, buscar historias, aburrirse”.
Armada señala un fragmento del libro, en un guiño explícito a Juan Ramón Jiménez, donde se concentra el alma de este mensaje, de este libro y de todo su trabajo, incluyendo su etapa como director del máster de ABC:
Sé que no es lo mismo. Que por muchas carreteras secundarias y pueblos perdidos por los que pasemos y en los que preguntemos, no es lo mismo ir andando, ni a caballo, que en coche. Aunque vayamos despacio. Pero yo quisiera que este ir así por carreteras de segunda, tercera y cuarta categoría fuera como ir andando, andando, para oír casi cada grano de la arena que vamos pisando.
Hace unos meses, la directiva de ABC optó por despedirlo en una decisión que el reportero Gervasio Sánchez, su amigo y colega en tantos viajes, criticó con amargura en una columna publicada en La Marea. El artículo, que Armada describe como “un poco desmesurado” con una sonrisa traviesa, vino a decir que su despido no se debió tanto a razones económicas como a razones cortesanas. Armada cree que los grandes medios andan “perdidos”, “se han vuelto locos”, “se han convertido en sus peores enemigos” pero “tampoco rectifican”. Lo despidieron tras dos décadas en el periódico, y ahora ve una oportunidad en el horizonte: seguir avanzando con FronteraD, apostar por la edición de libros de crónicas, dar un paso adelante y conseguir la subsistencia económica para un proyecto que ha llevado en paralelo durante una década. La vida sigue.
–Cuando me fui del periódico, los que más cariño me mostraron fueron los antiguos alumnos. Eso es muy conmovedor. Como plantar una semilla. Ser periodista es una de las mejores maneras de estar en el mundo. Cuando estaba en Ruanda o Sarajevo, trataba de contar las cosas con las palabras más exactas y más precisas y más preciosas porque es una forma de darle un sentido al sufrimiento, contarlo para que no se repita, para que estas vidas que han sufrido tanto de alguna manera encuentren cierta dignidad, no se pierdan en el olvido, no se queden en la nada.