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Decir adiós a un familiar que ha fallecido, la realidad de la pandemia tras las cifras

Hablamos con una psicóloga: “Conviene hacer algún tipo de ceremonia con la familia, aunque sea por Skype”

Decir adiós a un familiar que ha fallecido, la realidad de la pandemia tras las cifras

Hace unas semanas fallecían, según las cifras oficiales, una media de 800 personas al día. Ahora son 500 y anunciamos con alegría que la curva desciende. Inmunizados ante el riego continuo de información y las actualizaciones diarias de cifras, corremos el riesgo de olvidar lo humano tras los números. El nombre y los apellidos. Los familiares que no podrán despedirse como les habría gustado.

El duelo y sus rituales, como tantas otras cosas, tendrán que esperar. Ángeles H. S. perdió a su abuela en medio de esta nueva realidad. Pasó la vida con ella, vivía a cinco minutos de su casa, excepto al final.

Es enfermera y tuvo que aislarse de su familia desde el primer momento. “Pasarlo aislado es penoso y estresante. Es mucha tensión. Como si te encerrasen en una jaula, sabes que estás a cinco minutos de ella pero no puedes hacer nada”, explica.

Un médico certificó la muerte de su abuela y los de la funeraria se la llevaron al tanatorio (cuando esto todavía se hacía el mismo día y los cadáveres no entraban en lista de espera). Ángeles no pudo ir, por su trabajo. No hubo velatorio, ni tiempo para despedidas. Una oración de unos tres minutos a lo sumo. “Nos dieron las cenizas y se acabó”. Ángeles lo acepta con resignación. “Mi abuela siempre decía que las cosas es mejor hacerlas en vida, que una vez muerto daba igual”.

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Un operario de un cementerio de Valencia traslada un féretro. | Foto: Biel Aliño | EFE

Los familiares de 585 personas pasan este mismo viernes por lo que pasó Ángeles. Unos pocos menos, esperemos, lo harán mañana. Aránzazu García es psicóloga y acompaña a muchos de ellos al otro lado del teléfono.

El proceso sigue ahí en esta situación excepcional, pero se han añadido otras piedras que sortear. La primera es no poder acompañar al familiar en sus últimos días. Es un acto de responsabilidad, una renuncia dolorosa, pero aun así, según nos explica la psicóloga, a quien ha sufrido la pérdida aislado le embarga un sentimiento de culpa por no haber estado ahí.

La siguiente llega con la sensación de irrealidad. Es más difícil procesar la pérdida de alguien sin haber celebrado un funeral o sin haber visto y velado al fallecido. De ahí la importancia de los ritos que acompañan a la muerte.

“Nos dieron las cenizas y se acabó”, decía Ángeles, pero no se acabó saliendo a la calle, buscando el apoyo en amigos y familia. Se acabó y vuelta a casa, donde la soledad del confinamiento y la falta de rutina hacen que las emociones sean más difíciles de digerir.

El confinamiento, sin embargo, no tiene por qué anular todo ritual. De hecho, es importante que no lo haga. “Conviene hacer algún tipo de ceremonia con la familia, aunque sea por Skype”, afirma Aránzazu. Incluso construir un rincón en casa con una vela, una foto del fallecido, algo que recuerde a él y sirva temporalmente como sustitución. “Es necesario un momento del día para recordar al difunto, hablar con él, incluso escribirles cartas”. Mentalmente, esto equivale a ir al cementerio y cambiar las flores en la tumba.

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El párroco del cementerio municipal San José de Pamplona oficia un funeral. | Foto: Jesús Diges | EFE

Es igual de importante, por otra parte, que haya cada día tiempo de desconexión. “Tiene que haber un momento para los muertos y un momento para los vivos, para toda la gente que queda aquí, que es mucha”, explica la psicóloga. Hablar con familiares, ver películas, leer, cocinar, hacer deporte, ejercicios de relajación, mindufulness… para cada quien habrá una fórmula. “Se trata de que haya momentos en los que la herida suelte el pus pero también momentos en los que se deje de hurgar en ella”.

Dejarse cuidar cuando alguien llama para interesarse es otro aspecto clave. Ángeles nos cuenta que ella ha encontrado el mayor consuelo en lo que llama “personas intermedias”, que no son parte del núcleo fuerte de la familia, pero sí lo suficientemente cercanas como para compartir con ellas el peso. “Con mis padres y con mi hermano no lo hablo. Es muy doloroso, no entramos en el tema. Además, por teléfono es como todo muy frío”, explica.

El confinamiento y el colapso de las funerarias han añadido una noción de urgencia, de rapidez, al duelo por la muerte de un familiar. Si bien en la práctica es diferente, más frío, Aránzazu recalca que la esencia  no cambia. Hay que ser consciente de que es un proceso que se divide en varias fases y de que es necesario pasarlas todas: negación, rabia, dolor y, por último, ahí está, la aceptación.

“Los primeros meses uno está como en una nube, después, enfadado con la vida”,  explica Aránzazu. Una vez que te rindes a la realidad llega la etapa de dolor y pena. Después, esa herida cura progresivamente, gracias al consuelo propio y al de otros, y el dolor deja paso a la aceptación y la calma.

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