¡Feliz día, mamá!
Aquí un pequeño homenaje a las madres que quieren vivir la maternidad al margen de toda competición.
Seguramente a buena parte de vosotros vuestra madre os ha contado lo que lloró de emoción la primera vez que os tuvo en brazos; o que el día que nacisteis fue el día más feliz de su vida; o que fuisteis el bebé más guapo que han visto jamás sus ojos.
Contagiada un día por ese espíritu del hijo adulado, acudí a mi progenitora a sonsacarle algún deje de madre instagramer, así que le pregunté, vanidosa de mí, por sus sensaciones al conocerme. “Venga, mamá, regálame la oreja. Saca el poderío. Llora diciéndome que estabas encantada de conocerme”, pensé.
Qué error más grande.
No sé por qué motivo, mis padres no querían saber el sexo de ninguno de sus hijos antes de que naciéramos. Yo soy la tercera de cuatro hermanos, y antes de mí hay dos chicas. Así que, según mi madre, nuestros primeros segundos juntas en este mundo fueron más o menos así:
—¡Es niña!, dijo mi padre.
—Joder, Juanma, ¿otra?
—(Mi padre, según cuenta mi madre, estaba encantado conmigo, cosa que me parece bastante lógica, todo sea dicho). ¿Y qué más da? Es más bonica…
Entonces mi madre interrumpe su relato y me mira. Yo le cojo la mano y le pido que continúe:
—Mentira, Inma, cuando te trajeron a la habitación traías unos ojos de loca…
Pues nada, mamá, ahora me da pena de que no me pudieras cambiar por una lavadora.
En mi casa no nos ha faltado nunca amor, pero sinceridad tampoco. Por eso me sorprendo tanto cuando en pleno 2020 mujeres de más de tres décadas de vida y acceso a internet hablan de tabús en la maternidad o vienen las gurusas en plan revelador a decirnos que parir deja marcas en el cuerpo, tener hijos cuesta dinero, conlleva muchas renuncias y a veces nada sale como quieres. Os felicito a todos los que acabáis de llegar a esta fuente de conocimiento, pero yo tengo la suerte de tener una madre que me ha hablado de todo esto desde que era pequeña.
Pero si la vida de la maternidad no es siempre como la vende Verdeliss, la de los hijos tampoco es como la que vemos en Instagram. Yo, por ejemplo, puedo decir millones de cosas buenas de mi madre, pero sé que ni la paella ni dar recetas son su fuerte:
—Mamá, ¿me pasas la receta de tu crema de verduras, que te sale muy bien?
—Échale la verdura que tengas y un muslo de pollo.
O…
—Mamá, ¿me pasas la receta del bacalao con tomate?
—Fríes el tomate y luego le añades el bacalao.
Pim. Pam. Cocina en dos pasos.
Lo mejor de todo esto es su reacción cuando le repreguntas cosas que ella da por supuesto que tendrías que saber:
—¿El tomate se lo haces con sofrito? ¿Cuánto tiempo lo dejo en el fuego? ¿Tengo que enharinar y freír antes el bacalao?
—¿Me estás preguntando esto de verdad, Inma?
Y con esa pregunta al aire, te buscas la vida y cerramos conexión.
Mi madre nunca ha sido una mujer pretenciosa, así que vive con el relajo de disfrutar con lo que le gusta y rechazar sin ningún complejo lo que le provoca indiferencia. Desde hace varios años el vino y el cava de la cena de Nochevieja lo llevo yo. La primera vez que aparecí en casa con vinos de Jerez elegí un palo cortado buenísimo. Ni corta ni perezosa, mi madre lo rebajó con Fanta. Al año siguiente, programando la cena, dije que de los vinos, como siempre, me encargaría yo. Su reacción me sigue provocando muchísima risa:
—Por mí parte te puedes ahorrar el vino aquel raro, el año pasado me jodió la Fanta.
Para mi madre progresar era darnos una educación. Que estudiásemos, que fuésemos libres y ha invertido toda su vida en ello. Los cuatro hemos estudiado porque nos lo puso tan fácil que nos hizo creer que era la única opción, pero si algún día íbamos a ella disgustados y a punto de tirar la toalla, tampoco nos reprochaba nada ni lamentaba que no quisiéramos continuar. Sólo nos pedía que lo pensáramos bien y ella apoyaría lo que decidiéramos. Sea por lo que fuera, esta estrategia le funcionaba y ninguno de nosotros abandonó los estudios que empezó.
Aunque aquí esté pintando a una madre despegada, nada más lejos de la realidad. Mi madre es una mujer acogedora y cálida, que nos crió con la libertad que da una casa con la puerta abierta siempre a todo. Por eso ninguno de nosotros tuvo que aprender a volar, porque desde pequeños nos enseñó a hacerlo con la seguridad de poder volver siempre al nido.
Quería hablar de mi madre sin caer en eso tan manido de que “mi madre es la mejor”. No porque no lo piense o no lo sea, sino porque ella tuvo (y tiene) la inteligencia suficiente para vivir la maternidad al margen de las competiciones. Así que no sería yo la que la meta a estas alturas en ningún ranking.
Así que diré que mi madre me gusta tantísimo que, si volviera a nacer, desearía que fuese ella quien me pariera de nuevo.
Intentaré, eso sí, no volverla a mirar con ojos de loca. ¡Feliz día de la madre, mamá!