Ellos y nosotros, los trabajadores migrantes en la Europa de 2020
El virus ha conseguido lo que asociaciones de defensa de los derechos de los trabajadores y animales llevaban casi una década intentando sin éxito
La pandemia ha colocado en primer plano una realidad que, como sociedad, hemos insistido durante décadas en no mirar. Miles de trabajadores migrantes se han convertido en esenciales y, por primera vez en la historia, sus condiciones de seguridad e higiene son vitales para nosotros.
Una mirada al pasado
Sucedió el 8 de agosto de 1956. Trabajar en la mina de carbón nunca fue fácil pero aquel día, en Bois du Cazier, Bélgica, una tragedia terrible sacudió a la Europa que trataba de recuperarse de la Segunda Guerra Mundial. Un error humano provoca un incendio bajo tierra y 273 trabajadores de 12 nacionalidades distintas pierden la vida. Entre los fallecidos están 136 italianos que trabajaban en la mina como parte de un acuerdo de colaboración entre ambos países. El accidente hará que el gobierno italiano exija medidas de seguridad para sus trabajadores y que los belgas, por su parte, busquen otros países de los que exportar trabajadores para su industria. En noviembre del mismo año será España la que firme un tratado con Bélgica para la exportación de mano de obra no cualificada. 1956 es el punto de inflexión en el que los españoles dejan de mirar a América como tierra prometida y centran sus aspiraciones en Europa, poco después del acuerdo con Bélgica vendrán otros con Suiza, Alemania, Holanda y Francia.
En su libro Maletas de cartón. 50 años de la emigración española a Alemania, el historiador Joaquín Riera relata como el tratado con la RFA, firmado por España en 1960, fue un modo de oficializar lo que venía sucediendo desde finales de los años 50 de manera irregular. Los españoles, solos o con ayuda de tratantes de personas, llegaban a la frontera con la RFA y trataban de entrar en el país ilegalmente. A veces haciéndose pasar por turistas, con lo que conseguían un visado de tres meses y nada más entrar en el país se ponían a buscar trabajo, o tratando de cruzar clandestinamente por zonas de la frontera poco vigiladas.
“En el verano de 1960 había ya varios grupos de traficantes operando desde Andorra o desde ciudades españolas como Barcelona que organizaba expediciones hasta la Alemania occidental, exigiéndoseles precisamente a los emigrantes el pago de una suma de dinero que oscilaba entre las 2000 y las 6000 pesetas.”
El hecho de que hubiese un acuerdo oficial no frenó las redes de inmigración ilegal porque las condiciones de los tratados eran, muchas veces, demasiado exigentes. Por ejemplo, en Bélgica, exigía que cualquier trabajador tenía que pasar al menos un año trabajando en las minas.
Vente a Alemania, Pepe
Al régimen de Franco le venía bien la emigración, tanto la legal como la ilegal, y aunque solicitaba a Alemania que denegase el permiso de trabajo a los emigrantes que intentasen entrar en el país al margen de los acuerdos firmados, Joaquín Riera apunta lo siguiente: “El responsable de la Comisión Alemana en Madrid, Friedrich Malsbender, señaló que los ‘inmigrantes turistas’ viajaban muchas veces en los mismos trenes y junto con los contingentes de la emigración oficial que salían desde España. Este hecho pone manifiesto que la situación (…) era conocida y tolerada por las autoridades españolas a pesar de su oposición formal a la misma”
El hecho de que las personas desocupadas abandonasen el país mejoraban las estadísticas del paro y además, era seguro que esos francos que ganasen probablemente volverían a España para ayudar a sus familias, todo ventajas. Los periódicos se llenaron de artículos hablando acerca del milagro alemán, alentando a la población a buscar fortuna más allá de las fronteras hasta el punto de que convertirse en parte del nuestro propio folclore.
Pero la realidad, mucho más obstinada en tener razón a fuerza de decepciones, tenía preparado para los emigrantes españoles de los años sesenta un camino mucho más duro antes de que llegasen los ansiados francos, la casa propia y el mercedes. Un viaje incómodo, hacinados en trenes con asientos de madera hasta llegar a las fábricas donde tendrían que trabajar en jornadas maratonianas, alojados en barracones justo al lado del puesto de trabajo. Con suerte, en no mucho tiempo podrían irse de los barracones y alojarse en algún suburbio compartiendo un piso y tratando de ahorrar lo máximo.
“Los edificios que albergaban a los inmigrantes solían estar en barrios deprimidos y degradados, tenían el agua y los servicios sanitarios comunes para toda una planta, se compartía habitación con otro u otros emigrantes (pisos patera) y los precios eran abusivos”
Acceder a una vivienda unifamiliar exigía hablar y poder leer el idioma del país, que más de un miembro de la familia estuviese trabajando, para poder hacer frente a una renta media, y que no hubiese un imperativo extremo de ahorrar o enviar dinero a España. A esto hay que añadir que, especialmente en los primeros años, Alemania no puso en marcha ninguna medida de integración de emigrantes. Los requisitos eran pocos pero, cuando vienes de un país destrozado y sin formación, se convertían en un abismo.
Si has llegado hasta aquí esta información debería sonarte extrañamente familiar aunque no tengas ni idea de los tratados de emigración europeos de mediados del siglo XX, veamos el por qué.
Año 2020. Fábricas de carne, cosechas y una pandemia mundial
Todo saltó por los aires en junio, en Tönnies, la empresa cárnica alemana en Renania del Norte-Westfalia, con 1700 trabajadores infectados en el mayor brote europeo de coronavirus desde que comenzó la pandemia. El virus consiguió lo que asociaciones de defensa de los derechos de los trabajadores y animales llevaban casi una década intentando sin éxito, poner el foco en esta macroempresa que monopoliza el 30% del comercio de carne en Alemania y que exporta sus productos a más de 82 países.
Cuando los medios fueron a recabar información en la sede cerca de Münster se encontraron con que la planta de procesamiento se habían convertido en una cárcel. Los trabajadores contagiados, la mayoría rumanos y búlgaros, malvivían hacinados en contenedores al lado de la planta sin zonas de aislamiento para los contagiados y sin permiso para marcharse. Que no hablasen alemán solo reforzaba aún más la condición de fragilidad de verse enfermo, encerrado, sin saber qué va a pasar y sin siquiera saber cómo preguntarlo.
Muchos de esos trabajadores habían llegado engañados por subcontratas que en su país les prometían sueldos magníficos y que luego, una vez en Alemania, les cobraban cuotas abusivas simplemente por su propia ropa de trabajo o por el alojamiento.
En un amplio reportaje en su número de julio, Der Spiegel da una vuelta a los trabajadores temporeros en toda Europa poniendo el foco en cómo la Covid-19 ha supuesto un punto de inflexión en el ‘mirar para otro lado’ tanto de la sociedad como de los políticos. En este punto, el relato vuelve a ser un eco de todas las historias anteriores contado con las mismas palabras. Trabajadores inmigrantes, muchos de ellos ilegales, que viven en contenedores sin ventilación o directamente a la intemperie, hacinamiento, baños compartidos para demasiadas personas, turnos abusivos, mujeres que denuncian acoso debido, en gran parte, a que los alojamiento colectivos las ponen en una situación de extrema vulnerabilidad.
Todo esto sucede tanto en empresas especializadas en precios bajos como en aquellas denominadas con la distinción BIO. Tanto en España, como en Alemania y en otros puntos de Europa. Muertes por golpe de calor o por coronavirus que podrían haberse evitado con las medidas adecuadas. Muertes que, aunque obviamente no sean intencionadas, salen más baratas que tomar medidas para prevenirlas y que, inevitablemente, nos pone ante la perversa verdad de que hay personas trabajando en suelo europeo como ciudadanos de tercera o de cuarta categoría.
En realidad, nada de esto era un secreto, nunca lo fue, pero quien iba a esperar que, por obra y gracia del virus, esta gente pensada para ser invisible se convirtiese en trabajadores esenciales. Y no solo eso, que sus condiciones de seguridad e higiene pudiesen afectarnos a todos. Cualquiera diría que el de nuestra propia seguridad es el único límite que estamos dispuestos a respetar.
Arnd Spahn, miembro de la Federación Europea de Sindicatos de Alimentación, Agricultura y Turismo, decía en sus declaraciones para Der Spiegel que “los animales tienen un lobby mejor que el de los trabajadores migrantes”. Esto es, probablemente, porque hasta que llegó la pandemia las condiciones de vida del trabajador no afectaban al producto final y porque, tal vez, es más fácil sentir empatía con el dolor de un animal que con las condiciones de un trabajador precario que ni siquiera habla nuestro idioma y vive en un gueto.
Ellos y nosotros
En la página web del Museo de la Industria de Bois du Cazier puede leerse la lista completa con los nombres de los mineros fallecidos en el accidente de 1956. Nosotros no sabemos cómo se llaman los jornaleros que recogen a mano nuestras fresas y es muy probable que ni siquiera el dueño de la tierra lo sepa. No sabemos quienes descuartizan la carne que está de oferta cada semana en nuestro supermercado de confianza, ni en qué condiciones lo hace. Sin embargo, exigimos saber cómo ha sido alimentado el animal que vamos a comernos, si los huevos que compramos son de una gallina que ha sido criada en libertad o si las fresas y los arándanos no han sido tratados con productos químicos nocivos.
Solo hace falta un mínimo ejercicio de perspectiva para darnos cuenta de que las condiciones de los trabajadores deberían ser exigibles para la calidad del producto. Porque si algo nos enseña la historia es que esto no es un problema puntual, es sistémico, y que ahora los explotados son ellos (rumanos, polacos, búlgaros, magrebíes…) pero, hace no tanto tiempo, fuimos nosotros.