Las lomas del Moncayo estaban nevadas y la cima envuelta en niebla cuando divisé fugazmente el monumento a Bécquer que se alza en un promontorio a un lado de la carretera. El viento parecía querer arrancar los postes eléctricos y las escobillas del parabrisas barrían las ráfagas de lluvia sobre el cristal. Con la vista puesta en el volante, atento a los bandazos de viento, intentaba mirar hacia el monte. Por alguna de sus hendiduras desciende el Queiles en forma de arroyo hasta Tarazona, para de ahí seguir su curso a Tudela y unirse al Ebro. La frecuencia de la radio se perdía, pero daba igual. Me invadía esa sensación de cuando uno se acerca a lo que de una u otra forma fue su hogar de niñez. Esta vez era algo más amarga, pues regresaba a Tudela para un funeral y un entierro.
Las imágenes que tengo del tío Juan Jesús son sobre todo de él postrado en la cama de un hospital de Pamplona o sentado en el sofá de su casa de Tudela, tras alguno de los ictus que le asolaron esta década. Los últimos años solo nos veíamos en la visita a Tudela que los aitas y yo hacíamos una o dos veces al año. Me gustaban esos viajes; discutíamos menos de política y mis padres rememoraban días mozos. En Tudela nos abría la puerta Carmen, la mujer del tío. Él, en bata y pantuflas, soltaba desde el sofá del salón uno de sus proverbiales «¡Mecá! ¡Jobar!». Los ojos enormes abiertos de par en par, la sonrisa se atropellaba en un rostro donde afloraban sorpresa y otras emociones que su condición no le dejaba expresar bien. Tardaba segundos en reconocerme. «¡Jobar, Borja! ¡Cómo has crecido!». Yo, que dejé de crecer hace tiempo, le daba un beso en su frente ancha por donde caían mechones rebeldes de pelo blanco. La estancia estaba llena de fotos y otros recuerdos, en penumbra, con las persianas bajadas. Nunca nos quedábamos mucho, siempre lo suficiente.
Vi al tío el agosto anterior, al poco de morir de un infarto su hijo José Miguel. No había podido salir de Madrid a tiempo de llegar al funeral del primo, aunque pisé el acelerador todo lo que pude. En Tudela, el tío me recibió más apagado, entre sollozos, como Carmen. Me senté un rato junto a él en el sofá, sin saber qué decir. Intentamos cambiar de conversación hablando algo de mi vida Madrid y eso. Como en las últimas visitas, al despedirme le miré un rato largo y me prometí, le prometí, que no pasaría otro año sin vernos. Ya en la calle, caminamos hasta el Parque del Prado, en la orilla del Ebro. De críos, mis hermanos y yo merodeábamos por ahí, en las atracciones de las fiestas de Santa Ana, en verano. No lejos del quiosco musical hay un pantalán que me gusta mucho. Tengo una foto de móvil del aita ahí, envuelto en su abrigo, mirando al Ebro. Fue poco después de una visita al tío y a unas primas del aita, Marina y Mari Carmen, en un geriátrico donde murieron al poco.
Apretaba el calor veraniego, así que nos sentamos al borde del pantalán, a mojar los pies en las aguas quietas y de color verdoso. Restos de basura y plásticos se apiñaban en los cañaverales y matorrales de la orilla. Chapoteamos un rato, sacudiéndonos las madrillas, unos peces minúsculos que se acercan como rémoras a los pies. De pequeño, el Ebro me parecía inabarcable, sus aguas oscuras, con esos remolinos que amenazan con arrastrarte al fondo, como a más de uno le había pasado ya. En otra época, el Ebro y el Queiles inundaban frecuentemente las calles de la actual parte vieja de Tudela, incluida Las Verjas, donde vivió el aita en casa de mi bisabuelo Justo. Entonces, cuenta, a la gente se la transportaba en pontones y al retroceder las aguas, las calles eran barrizales. Cuando él era niño, bajaban con la corriente almadías con madera del norte de Navarra, de la zona del Baztán. Era otra de las actividades de la zona que terminó desapareciendo, como la trashumancia a la que se había dedicado Justo, quien vendió el ganado para comprar un par de huertos en la Mejana, en la ribera del río. Los almadieros solían pernoctar por ahí. Una vez, en los años 40, trasteando en la Mejana, el aita encontró una pistola oxidada en el tronco de un árbol. Justo, preocupado, le pidió que se la entregara, pero nada. Emprendieron el regreso a la ciudad, el aita montado en el burro y Justo tirando del animal. En una de ésas, antes de que mi padre pudiera reaccionar, le arrebató la pistola y la arrojó al río. El aita lloró el resto del trayecto.
Nosotros solíamos andar en bicicleta junto al río, mis hermanos por delante con sus Motorettas de los 80, la mejor bici del mundo, un poco como las de los chicos de Stranger Things. De ahí íbamos a un parque en la ladera del monte del Cristo, donde había una cueva en la que creíamos que habitaba un oso. Apenas es un agujero en la tierra, como comprobé años más tarde. Entre carrerilla y derrape, miraba de reojo el río. Sus aguas evocaban en mí la idea de la muerte, que, difusa al principio, crece inexorablemente en la mente e imaginación de un niño. El río me daba más miedo que el Cantábrico junto al que crecí y donde aprendí a nadar. Al cabo de un rato en el pantalán, regresamos al centro, y, antes de subir al coche, miré a esa esquina de la calle, al piso de las ventanas con las persianas bajadas. Detrás de ellas la vida de mi tío se agotaba a sus ochenta y tantos. Me despedí mentalmente de él, no sé por qué, no creo mucho en premoniciones.
Por mucho que me esfuerce, apenas tengo recuerdos del tío diferentes a la imagen congelada en mi mente, de hombre grande, con el pelo blanco a un lado y carácter bonachón. En su día fue vigoroso y apuesto, como en esas fotos en blanco y negro del salón de Tudela y alguna otra en San Sebastián. La ama no habla de esa juventud de sus hermanos, pero se ve que tanto Juan Jesús como mi otro tío Josetxo fueron dos piezas («eran muy aventureros para esa época», suele decir mi madre) y dieron varios disgustos al difunto yayo Paco. Éste, taxista, hizo a veces de chófer de uno de los señoritos de San Sebastián y enseñaba a conducir a su hija Loli, a quien su padre había regalado un coche italiano blanco muy vistoso. Se veían pocos así esos días de la posguerra. Un día llamó la Loli diciendo que había visto su coche por la céntrica calle de Urbieta. El bueno de Paco, estupefacto, «¡no puede ser!», fue al garaje y vio vacía la plaza. Juan Jesús y Josetxo, que rondarían los 18 años, se habían ido conduciendo hasta Zumaya, probablemente haciendo el idiota. Cuando regresaron y salieron a escondidas del garaje, Paco les esperaba cinturón en mano. Para sacarse unos cuartos, Juan Jesús empezó a hacer rutas nocturnas en camión desde Pasajes hasta Barcelona, llevando pescado. Como no tenía carné, en una de ésas le detuvo la guardia civil y pasó semanas en la cárcel de Martutene, donde mi madre le llevaba comida. En una de esas paradas de camión, se conoce que Juan Jesús, que cantaba muy bien, se hizo célebre cantando jotas navarras y un empresario le quiso contratar, pero el yayo Paco no quiso oír hablar de ello. Mientras, Josetxo iba en moto a Oyarzun, donde se había echado novia, Pepita. Paco solía exclamar «¿pero no decían que los caseros cerraban pueblos para que no se les llevaran a las neskas (chicas)?». La moto, que de niño me fascinaba, estuvo años cogiendo polvo en el fondo del garaje de los yayos, entre listones y cacharros.
El Moncayo y Bécquer quedaron por fin atrás, junto con la lluvia y el vendaval de invierno de montaña. Aparecieron Tarazona, con el canal por donde fluye el Queiles, y luego la carretera serpenteante entre el pinar primero y los huertos después, que hay llegando a Tudela. Me acordé de otro funeral allí, otro invierno, en 1990: mi primer funeral, el del yayo Zacarías, el padre del aita. Recuerdo ir saltando por la calle, delante de mis padres, con la excitación infantil por lo diferente. Me di la vuelta y vi al aita taciturno. Caminaba con las manos entrelazadas por detrás, casi igual que en la foto del pantalán. Le pregunté «¿estás contento?». Una gilipollez de niño. Me miró, no sé si con impaciencia o resignación, y soltó un lacónico «tú, ¿qué crees?». Entonces se abrió paso en mi cabeza la noción de que ya no estaba el entrañable yayo, a quien le cogía el chocolate blanco escondido en su armario. En el entierro a la mañana siguiente, con el cielo encapotado, yo estaba triste y angustiado por la conciencia de la muerte. Ahora, en un invierno similar treinta años después, tocaba la última visita al tío Juan Jesús. En parte cumplí la promesa de verle antes de un año, pero no de la manera planeada (eso solo pasa en las películas y cada vez en menos). Un trancazo me tuvo baldado en Navidad y él murió justo antes de la pandemia. Desaparecía otro vínculo con Tudela y la niñez esporádica junto al Ebro, que terminó cuando mis padres vendieron el piso de la calle María de Agurte y dejamos de ir.
Era ya de noche cuando aparqué y corrí por las callejuelas hacia la iglesia, leyendo un sms del aita que me decía que habían enterrado al tío horas antes. Eso por lo visto también funciona por horas y solo habían tenido hueco libre a media tarde. En la misa, vi a casi toda la familia por primera vez en años. Es lo que tiene la muerte, que, al igual que las revoluciones, une por un breve espacio de tiempo a gentes variopintas, familiares incluso. Tras la ceremonia, iba al hotel cuando me paré en el mismo punto que el verano anterior y miré hacia las ventanas con las persianas bajadas. Invisible varios metros por debajo, cubierto por capas de piedra y granito, el Queiles fluía hasta desembocar en el Ebro. Más tarde, en la habitación, en el silencio de la noche, era como si el tío siguiera ahí y se hubiera demorado para despedirse de todos.
A la mañana siguiente, enfilé la carretera en dirección al Moncayo. El sol brillaba sobre los huertos y regadíos verdes de la ribera tudelana. La lluvia de la víspera parecía un sueño. Atrás quedaban cada vez más lejos Tudela y ese río que ya no me parecía tan inabarcable, pero que aún me inquietaba. Sobrevive a todas las generaciones a su vera. Quería escuchar Funeral de los Arcade Fire y, como ellos, dar sentido a otra nueva pérdida, pero no tenía el CD a mano. Lo bueno de esas mañanas cuando sales de viaje es que, a cada cambio de marcha, parece que todo es nuevo, que tienes la misma energía que el motor bajo tus pies y que el mundo te espera delante. Pero es mejor no engañarse y sobre todo no mirar atrás por el retrovisor, pues nada vuelve a ser lo mismo y con cada palada, es otro trozo de ti lo que queda bajo tierra.