Cada vez que hago mudanza, y esto es algo que en los últimos cinco años ha ocurrido seis veces, alguien me dice que según no sé qué estudio, cambiarse de casa es la cosa más estresante que le puede pasar a alguien, por encima de la muerte del cónyuge y entrar en la cárcel.
A ver, no quisiera yo empezar el domingo contradiciendo a la ciencia, pero este estudio lo han hecho regular.
Mudarse es estresante, mucho. Pero si alguien pone en una escala de valores que mudarse es peor que se le muera la pareja, deja claro que no sabe elegir pareja ni empresa de mudanzas. Y sabiendo esto, entiendo que alguien que toma esas decisiones en su vida, pueda pensar que en la cárcel tampoco se está tan mal. Total, allí ni tienes que hacer mudanza, ni ver a tu pareja.
Como me acabo de mudar, ahora alterno abrir cajas con la burocracia. Así que esta semana estaba en una Oficina de Atención a la Ciudadanía en Madrid y mientras la mujer que me atendía metía mis datos, yo metía antena en la ventanilla de al lado. Ahí estaba una muchacha llena de ilusión contándole a la empleada del Ayuntamiento que se iba a mudar y que iban a venir sus amigos, familia y novio a ayudarle con las cajas y necesitaba autorizar que pudieran entrar todos ellos con sus coches en Madrid Central. Angelico mío, te vas a quedar sin amigos, sin novio y sin dinero compensando el favor con pizzas y litronas. Contrata una empresa y sigue disfrutando de tus seres queridos, que las cosas gratis no existen.
Si de algo estoy especialmente orgullosa es de todo lo que he aprendido haciendo mudanzas. Mi saber se resume en: si tienes dinero, gástalo en una empresa de mudanzas que te lo haga todo. Y si no lo tienes, en vez de pedirle a alguien que te ayude con las cajas, pídele el dinero para que te lo haga una empresa y luego se lo devuelves. Así es todo mucho más limpio. Nadie se estresa, no quedan favores pendientes y, sobre todo, no se rompen amistades ni tu cristalería.
Me río de mí misma cuando decía que yo prefería hacer las cajas con estas manitas que Dios me ha dado, porque no me gusta que me toquen mis cosas. Pero ¿qué cosas, infeliz? ¿Las cartas que te manda la Mutua Madrileña y apilas sin abrir en un cajón? ¿O quizá consideras muy invasivo que un señor con faja te envuelva tus sartenes? ¡Ah, no! Lo que te da pudor es que abra el cajón de las bragas. Las mismas que tiendes en un patio de vecinos, siempre se te caen al bajo y acaban colgadas en la barandilla del portal para que las recojas cuando vuelvas.
Sólo por no tener que volver a recorrerme el barrio entero comercio a comercio pidiendo cajas vacías -y luego cargarlas hasta mi casa-, ya vale la pena que un desconocido se encargue embalar todas mis pertenencias. No es fácil llegar a esta conclusión, lo sé, a mí me ha costado ocho mudanzas aprenderlo, pero cuando pruebas esas mieles, ya no quieres otra cosa.
Cuando te estás mudando, entras en el loop del cartón y ya no puedes salir. Es algo superior a ti. Es poner el pie en una tienda y sentir una necesidad más grande que tú de pedir cajas. Es que te sale solo. Vas a la frutería, pides tus tomates y tus kiwis y acabas con “¿una cajita no tendrá?”. “Ay, no, vente por la tarde a partir de las seis”. Vas a la farmacia. Tu paracetamol, tus Ricola y “¿una cajita no tendrá?”. “No, los miércoles es cuando me traen el pedido, pásate a última hora”. Vas al súper y, no. En el súper no. Ahí gobiernan otras leyes. Ya te conocen y antes de entrar por la puerta, se empieza a movilizar la plantilla. “Cajas, cajas. ¡Ha venido la chica de las cajas! Rápido. Está la chica de las cajas. Llama a Jose, que vienen a por las cajas. Ábrele el almacén y dale las cajas. ¡Cajas, cajas, cajas!”. Y tú a lo mejor ibas a por unos petisuís, pero da igual. Sale el reponedor, te lleva por un pasillo, te abre una puerta que está detrás de los congeladores de las croquetas. Aparta un palet de garrafas de agua. Pasas al almacén y vuelves a tu casa sin la compra y con veintitrés cajas plegadas de pan congelado.
Lo que no he aprendido, pero creo estoy a diecisiete mudanzas de conseguirlo, es a dejar de acumular cosas. O, en su defecto, a tirar las cajas que guardo sin abrir de mudanzas que hice hace quince años. Atiéndeme, querido lector: no hagas eso. No acumules cajas sin abrir de una mudanza a otra. Si llega el momento de mudarte y aún guardas cajas cerradas de la anterior mudanza, déjalas atrás. No la has necesitado en todo este tiempo, no la vas a necesitar más.
¿Y por qué digo esto? Pues porque caja cerrada llama a caja cerrada. Mudarse es como una obra: lo grande, la estructura, las paredes, sube rápido. Tú ves un edificio y en poco tiempo parece que está terminado. Pero no, luego se pueden pasar años haciendo remates. Pues con las mudanzas ocurre igual: lo gordo, las cajas grandes de-lo-im-por-tan-te, las abres y ordenas en las primeras horas de estar en tu nueva casa. Y te alegras. Miras a tu alrededor y ya más o menos hay forma de casa. Mandas fotos a tu familia: ¡Mirad, ya tengo casi todo!” Pero te engañas. Ahí están sin poner los cuadros, cortinas y las lámparas que colgarás de aquí a diez meses. O tres años. Y estarán rodando por el medio hasta que venga tu padre un día, le pegue una patada a un cuadro que tienes, como los bohemios, apoyados en las paredes del pasillo, te rompa un marco y acabe colgándotelos él para que no haya más disgustos. Y además de los cuadros y las lámparas, se quedan por ahí un par de cajas cerradas que tienen cositas menudas, sueltas, inconexas, sin ninguna coherencia entre sí, esperando que las abras.
No las vas a abrir nunca, porque no las necesitas. Pagarías a alguien para que se las llevara a su casa y te las quitase de la vista para siempre. Pero no las tiras porque crees que contienen cosas importantes, “tus recuerdos”. Recuerdos de cosas prescindibles y que no recuerdas. Así que las guardas y las arrastras en la siguiente mudanza. Mudanza que a su vez ha generado otro par de cajas que nunca serán abiertas. Y esas cuatro cajas se juntarán con las dos o tres de la mudanza que viene. Y esas seis cajas con las de la siguiente… Y al final, podrás llenar un Bluespace de cajas cerradas de recuerdos “súper importantes”.
¿Sabes qué? Seguro que al final de todo esto hay un purgatorio donde viviremos sólo con las cajas que no hemos abierto nunca. Hasta que no las abras todas, no tendrás un descanso eterno. Yo, por si acaso, en una de esas cajas ya he metido una rebequita.