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Sociedad

Ser guay está sobrevalorado

De la adolescencia, además de muchas otras cosas, aprendí que no hay nada más frustrante y menos productivo que intentar ser quien no eres

Ser guay está sobrevalorado

'Súper empollonas' | Annapurna Pictures

Cuando hablo con algún adolescente siento cómo me caen de golpe todos los años que llevo de vida. Los oigo caer como un estruendo, con reverb y todo.

Para comunicarte con un adolescente tienes que entender sus expresiones, decodificar su tono y tener la capacidad de construir un discurso a partir del monosílabo u onomatopeya que haya usado como respuesta. Pero, sobre todo, para comunicarte con un adolescente tienes que evitar por todos los medios hablar como un adolescente.

Has que tener claro que, aunque adoptes sus expresiones, nunca vas a ser uno de ellos. Lo único que vas a parecer es un pureta que se niega a ser viejo. Ya sabes, uno de esos padres enrollados de telefilm, de los que cuando llegan a casa le roban la pelota al pequeño Junior, bota, bota, encesta y luego coge por la cabeza al niño y le revuelve el pelo con los nudillos al grito de «¡te gané, campeón!».

Y no queremos ser eso.

En realidad, yo, que soy más cañí, cuando hablo con un adolescente e intento hacerme la joven usando su léxico, me siento D. Mariano, el cura que me daba religión en el instituto.

Don Mariano no es que tuviera afán de ser joven ni parecerlo, pero de vez en cuando nos sorprendía con alguna palabra o jerga callejera para que creyéramos que estaba en la onda. (Estar en la onda también es una expresión de pureta, no la uséis). Un día, llegó a clase y a bocajarro le preguntó a un alumno qué lleva un tripe.

Aún recuerdo nuestros ojos muy abiertos, atónitos, ante la pregunta. ¿Don Mariano acaba de preguntar qué lleva un tripi? Nos empezamos a reír, porque nos quedamos en lo superficial del asunto, había dicho tripe y no tripi. Que el señor cura estuviese dando por sentado que un chaval de 16 años consuma ese tipo de drogas no nos pareció destacable.

Mi compañero le dijo que no lo sabía. Y Don Mariano erre que erre, que sí lo sabía, que cómo no lo iba a saber, si lo había visto él tomar tripes. «Cuénteme, ¿qué llevan los tripes?». Paseó la pregunta por toda la clase, pero cuando llegaba a alguno de sus alumnos favoritos se lo saltaba diciendo: «No, usted no toma tripes, es estudioso y catedrático».

Como no pudo obtener la respuesta de qué llevaba un tripe, porque realmente no lo sabíamos, resolvió panel él mismo: «Un tripe lleva de todo, Coca-Cola, whisky, ron, Fanta… Anda que no os veo yo los fines de semana desde mi ventana venga beber tripes». Estaba confundiendo un mini (cubalitro) con un tripi.

Tengo la suerte de poder recordar los años de instituto como una etapa feliz, que eso es un privilegio visto lo visto. Era gilipollas profunda, no vamos a negar ahora lo evidente, pero feliz. Y de aquella época, además de muchas otras cosas, aprendí que no hay nada más frustrante y menos productivo que intentar ser quien no eres.

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Ella opina que no, ser guay no está sobrevalorado. | Foto: Sharon McCutcheon | Unsplash.

Yo era una de esas alumnas que nunca daba problemas, sacaba buenas notas, vestía sin estridencias y me llevaba bien con todo el mundo. Pero quería ser una guay. Quería, pero no podía, no me sentía cómoda haciendo las cosas que hacían los que yo consideraba guays.

Dentro de toda la fauna de guays a mí me gustaban los chonis, aunque es cierto que entre las tribus urbanas y yo había unos límites bastante laxos. Lo mismo quería un plumífero Roc Neige que unas botas cowboy o unas rastas. Mi criterio tenía menos coherencia que un buffet libre de Benidorm.

Una cosa que hacían mucho los guays de todo tipo era saltarse clases, así que allá que iba yo a veces a saltarme alguna clase para ser una guay. Siendo precisa, usábamos el verbo «pirar», no saltar. Si te saltabas la clase y no te pirabas de clase molabas menos.

Normalmente yo, que no era guay, me piraba para irme a la biblioteca a estudiar para el examen de la hora siguiente, pero eso restaba muchos puntos en la clasificación del molar y te situaba en la zona de descenso del guayismo.

Si te pirabas de clase porque molabas de verdad, tenía que ser para nada. Hacer algo productivo te hacía ser un borrego del sistema. Y aquí hemos venido a ser únicos, únicos haciendo nada. Así que si eras guay te pasabas esa hora en el patio del mismo instituto espatarrada al sol, sin esconderte del profesor. Si, además de estar en esa pose como de estar esperando una citología, fumabas y te morreabas con alguien, el instituto estaba a tus pies.

Era imposible que yo fuese guay porque recuerdo pirarme de alguna clase y aburrirme lo más grande. Así que acabé yéndome al jueves, el mercadillo ambulante, a comprar regaliz a granel y ver bragas baratas.

Además de incomodarme mucho lo de sentarme al sol mientras la gente estaba en clase, no me gustaba fumar y sólo estaba dispuesta a morrearme en público con Paco Buyo.

No es que hubiese ningún chico en mi instituto que se llamase como el portero del Madrid, es que me gustaba el portero del Madrid que, aunque ya estaba retirado, comprenderá el lector que era poco probable que andase ese hombre por el instituto de un pueblo de Cuenca a las 11 de la mañana comiéndole la boca a una menor. Y mejor para todos que no le diese por eso.

En aquella época yo era del Real Madrid, otra fuente de momentos ridículos de mi adolescencia, y tenía una amiga que también era muy madridista. Y aunque una y la otra no podíamos ser más buenas niñas, queríamos ser Ultras Sur.

No habíamos visto un ultrassur en nuestra vida, pero mi amiga se había leído el libro de Raúl, el del Madrid, y yo me fiaba totalmente de lo que ella dijera. Y si ella, que había leído más que yo, decía que los Ultras Sur molaban, yo palante con ella a hacerme de eso.

Un día, volviendo las dos ultrassur del instituto a casa, cogimos un Edding e hicimos una pintada de 10 centímetros en la funda de un cabezal del autobús escolar. Pusimos «Ultras Sur» con unas letras preciosas, de caligrafía. Revolución bien. Radicalidad cuqui.

Al día siguiente, el dueño de la empresa de autobuses montó una redada que mi amiga y yo pudimos sortear, pero se acabó comiendo el marrón otro chico que tenía más pinta de US que nosotras.

El pobre guay juraba por todo lo jurable que él no había sido y que le sonaba que en aquel asiento el día anterior habíamos viajado nosotras. El señor autobusero nos miró y no vio precisamente a dos perdonavidas, así que se enfadó todavía más con él por pensar que lo tomaba por tonto. Suerte que el hombre se dejó llevar por las apariencias y no recurrió a la grafología.

Aquella fue una sensación muy extraña para mí: por un lado, me daban ganas de salir a decirle a ese hombre que a ver qué iba a pasar, que si no teníamos nosotras pinta de ultrassur o qué. Por otro, me di cuenta de que ser guay está sobrevalorado.

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