Carnaval, te quiero
El carnaval te ilustra muy bien el poder que tiene el anonimato y cómo lo usa cada uno
Alberto, un amigo de mi hermano, el carnaval pasado se disfrazó de «viaje a Turquía». Su disfraz consistía en un camisón de hospital y una calva de goma. Otro año, se disfrazó de «mujer que tira la basura». Para la ocasión eligió una bata, unas zapatillas de andar por casa de su madre, unos rulos en el pelo y se pintó unas rodajas de pepino en la cara. Remató el look con una bolsa de basura llena de basura, porque Alberto es el Stanley Kubrick de los disfraces, cuida hasta esos detalles que no percibe el ojo pero siente el alma.
También de la cofradía del disfraz hiperrealista es Eusebio, el suegro de mi hermano, que se disfrazó de «Clemente, el del Ayuntamiento». Sin que lo supiera Clemente, el del Ayuntamiento, Eusebio apareció en el baile de disfraces vestido con la ropa de Clemente y una carpeta donde se leía «Papeles del Catastro». Subió a concursar, por supuesto, como también concursó en otra ocasión vestido de sí mismo con el título «Madre mía, qué cansera tengo».
Soy muy fan de la gente que tiene la imaginación de Alberto y la guasa de Eusebio. Que sí, que los disfraces currados están muy bien, pero yo cambio todos los carnavales de Río de Janeiro por unos carnavales para todo el mundo, donde uno se pone lo que tiene en su armario —o en el de Clemente— y es capaz de generar una nueva idea sin gastarse un euro.
Mi tendencia para los disfraces, en cambio, siempre ha sido la de complicarme la vida. La mía y la de mi madre. A uno de los primeros carnavales en el colegio se me antojó ir vestida de gato Isidoro. Me encantaban esos dibujos, así que me puse muy pesada con la idea y mi madre, en vez de decirme que eso no podía ser, confeccionó su interpretación de gato Isidoro. Valoro mucho el esfuerzo que hizo, pero la verdad es que hubiese sido mejor un «no» a tiempo. Aquel disfraz tenía tan poco detalle que no le cosió ni orejas de gato. Así que más que el famoso gato naranja, parecía una botella de butano con bigotes.
Mi imaginación de niña veía claramente a Isidoro en ese disfraz, así que me puse mi traje de gato-butano y me fui al colegio. La cosa no empezó bien cuando de camino a clase, un niño me preguntó por qué me había disfrazado de gusanito naranja y en la puerta del colegio, dos niños disfrazados de vaqueros empezaron a perseguirme gritando «¡Hay que matar al tigre!».
Cuando me di realmente cuenta de que aquello no estaba funcionando como yo pensaba, fue cuando mi maestra —a la que el día anterior le había dicho en secreto que iría vestida de gato Isidoro— me preguntó de qué iba. Al decirle que de gato Isidoro, ladeó la cabeza como cuando buscas una forma reconocible en las manchas del test de Rorschach y después de tres segundos de silencio tenso dijo: «Ah».
Tampoco pasaba nada porque en Horcajo te disfrazases de algo que no se entendía. Allí tenemos mucha propensión a los disfraces eclécticos, de hecho, nuestro disfraz más icónico es lo que conocemos como «las máscaras», que no gastan exactamente el glamour de las venecianas. Un buen disfraz de máscara (también lo llamamos de «risión») tiene que cumplir tres requisitos: poca elaboración, que no te reconozca ni tu madre y que, aunque el disfraz tenga una temática, haya unos cuantos elementos que le den aspecto de pesadilla.
Así, mientras en el resto del mundo existe esa lacra de hacer la versión picantona de cualquier disfraz —colegiala sexy, caperucita sexy, gato sexy— en Horcajo, nuestra tendencia es llevarlo todo al mundo risión: colegiala risión, caperucita risión o gato Isidoro Guantánamo que presenta varias patologías.
La costumbre de vestirse de máscara ha bajado con los años. Ahora en el carnaval del pueblo cada vez se hacen disfraces de más nivel, pero durante la década de los ochenta, las máscaras vivieron su edad dorada en Horcajo. Todos los días del carnaval había grupos enormes de máscaras por la calle, máscaras que en su mayoría eran amas de casa.
Las máscaras, como diría mi querido Pepe Lobo, iban vestidas como si les hubiese caído un montón de ropa desde un séptimo piso, y una de ellas siempre era la portadora de un radiocasete con música de Manolo Escobar y Georgie Dann a todo trapo. Se paseaban por el centro del pueblo y si en alguna esquina había público, se paraban y hacían sus bailes de máscara: unos pasitos palante, otros patrás, vuelta de 360∞ con pasitos pequeños, palante, patrás, camino, camino y sigo mi destino. El baile de máscara es rumboso y contenido, como de quiero y no puedo, y siempre imita a un limpiaparabrisas con los brazos.
Estas mujeres disfrazadas de cosas inquietantes y con bailes inquietantes se ponían por la tarde en la puerta del colegio a esperar la salida de los niños. A los críos nos encantaba y nos aterraba a partes iguales ver máscaras, así que siempre acabábamos siguiéndolas a una distancia prudencial por las calles y nos cagábamos de miedo si alguna se dirigía a nosotros.
El carnaval te ilustra muy bien el poder que tiene el anonimato y cómo lo usa cada uno. Viendo a las máscaras aprendí que por muy alegre que sea el carnaval, y por muy positivo que sea mantener tu identidad, si alguien quería aprovechar su máscara para asustarte, ya te podías dar por jodida. Pero si quien llevaba puesto ese disfraz disfrutaba y entendía de verdad el carnaval, era capaz de divertirse y generar mucha felicidad a su alrededor, aunque cuando fuese sin careta no os cruzaseis ni un «buenos días».
Nada que no sepa ya quien usa a diario las redes sociales, vaya.