Recuerdos del futuro (II): «Hacia una teletienda del placer y de la vida». Eva Illouz y Jenny Kleeman: liberalismo emocional y robots sexuales
Los robots sexuales son únicamente la punta del iceberg de esta revolución tecnológica
Cuando los científicos del «reloj del fin del mundo» han fijado sus manecillas a cien segundos de la larga noche, las especulaciones sobre cómo viviremos si alcanzamos a evitar el colapso no dejan de florecer, y como geranios malvas alumbrados a las faldas de un volcán, algunas de estas teorías nos llevan a la esencia del erotismo, la sexualidad y lo que nos hace seres humanos.
A pesar de la cada vez más diversa cantidad de nuevas experiencias con las que disfrutamos, el sexo sigue siendo el único contexto en el que se involucran completamente los órganos sexuales y epidérmicos, y que disfruta de un bombardeo recíproco de hormonas, excitantes y puras, haciendo de este acto el elemento periódico indispensable para la fusión amorosa. Antes o después, el amor cae en el sexo y, de una forma u otra, casi todas las facetas de la vida dimanan suavemente de él.
Este hecho no ha pasado desapercibido para pensadoras como Eva Illouz, socióloga y autora de El fin del amor, dónde nos describe con estupor hasta qué punto el capitalismo ha domesticado el sexo llegando a crear «bolsas de miseria sentimentales», como macutos de porquería, en los que las personas (occidentales, entiéndase de antemano) han hundido sus elegantes pedicuras de Estado del bienestar en el barro del consumismo y la desregularización del amor y, sí, ¿cómo no? del ‘folleteo’ -bien llamado así porque el nuevo sexo del que nos habla Illouz está tan lejos de ‘hacer el amor’ como Boris Izaguirre de la heterosexualidad-:
«La desregulación es lo mismo que en el terreno de las mercancías: la libre circulación de cuerpos y de psiques. Eso va a hacer que la gente se aparee en función de mecanismos de acumulación de valor, de capital. Ese es el amor del neoliberalismo. La paradoja es que las ideas de Thatcher y Reagan, tan defensores de la familia tradicional, conducen a su destrucción, a la ley del más fuerte».
Buceemos en la paradoja. La libertad sexual es la causante de la desigualdad sexual… Bien, no es tan extraño. Si las cartas están descubiertas en la mesa desde el principio de la partida uno sabe a qué atenerse, mientras que si se encuentran de espaldas, con pasamontañas, todo puede ocurrir y nos quedamos rezándole a cualquier santo sin haber conocido a Dios. No son pocas las veces donde poder elegir es una carga más opresiva, frustrante y depresiva, que la imposición anticipada. Queda también el yin de este yang, o el yang de este yin, a cada cual que se lo monte como quiera que para algo hablamos de liberalismo, si la libertad esta tan de moda como el Satisfyer igualmente habrá de estarlo la falta de ella o, enrevesando más la jugada, la libertad negativa. Claro, porque si elegir cosas es un placer, decir que no a otras es un placer aún mayor, y Illouz ha sabido leer esa pulsión tan exquisita de mandar las cosas a paseo:
«Eso es algo muy nuevo, un modo de sociabilidad negativa, donde el individuo es quien es por aquello que rechaza, por la experiencia repetida de rechazar o no escoger algo. Bien porque prescinde de algo o alguien o porque lo toma pero luego ya no. El verdadero Yo surge de rechazar a alguien.»
El ambiente se caldea, ¿para qué vamos a mantener una relación amorosa sana y bien llevada si hay un mar de pececitos esperando ser pescados? La libertad de elección pasa, de pronto, de los viejos tiempos de la ilustración en los que se elegía entre lo humano y lo divino, a tener al alcance de nuestra mano; de un clic, de descargarnos una aplicación o entrar en una página web, la garantía de encontrar algo mejor o, directamente, de encontrar algo. Existe un elemento muy gregario en este individualismo que nos invita, desde el compromiso de una sociedad enfocada a los valores de la libertad, a buscarnos a nosotros mismos constantemente como forma de autorealización, sin atormentarnos por los efectos colaterales. Efectos tales que el abandono, la acumulación de fracasos, la acumulación de éxitos convertidos en un fracaso absoluto o la nueva moda; el ghosting, en cristiano ibérico: pasar de alguien sin un cochino ‘ahí te pudras’; acción que constata cómo hacer lo que queramos sin pensar en los demás oxigena los fuegos de la cobardía más rancia porque, seamos sinceros, el pasotismo puro y orgánico murió con Sid Vicious y la heroína…vaya, curiosamente una de las drogas que más está subiendo últimamente…
Sea como fuere, el caso es que la liberalización genera en los individuos impulsos más comerciales en las relaciones. Lejos de la modernidad pesada del siglo pasado, a las buenas gentes de este milenio el matrimonio y la familia le huelen a naftalina, y se deslizan precipitadamente por las escaleras del centro comercial de la sexualidad; la tierra prometida: Sion, donde, como en la Yanna musulmana, se les ha prometido en publicidad y ficciones cinematográficas que encontraran un jardín paradisiaco de vírgenes, juventud y satisfacción. Huelga decir, como bien menciona Illouz, que nada más lejos de la realidad:
«La desregulación del mercado sexual crea una gran miseria sexual para mucha gente, enormes bolsas de miseria. El capital sexual es tan importante para los hombres, una fuente de poder, que, cuando no es satisfactorio, dado que está repartido de forma muy desigual, genera enormes resentimientos.»
Y he aquí donde toma el relevo la periodista Jenny Kleeman, principalmente su obra de referencia Sex Robot and Vegan Meat. Una vez que hemos dejado claro que la desregularización de las emociones y de la sexualidad implica altísimas dosis de inconformismo y frustración, ¿cómo podría una sociedad enfocada al consumo paliar sentimientos, por un lado tan lucrativos, y por otro con tan mala prensa? Pues dándole al sujeto, al consumidor, al que suelta la mosca en rebajas cuando la pareja lo ha abandonado o del trabajo lo han echado, lo que ansía. Si los ciudadanos del primer mundo no pueden acceder a la satisfacción sexual a través de otro ser de carne y hueso, la consecuencia lógica no es tratar de reformular esa construcción imperante, ese marco postromántico, la respuesta es, cómo ya dijo Marx hace tantísimos lustros; satisfacer las demandas del consumidor. Kleeman en su obra aborda el engranaje tecnológico al que nos enfrentaremos en cuestión de décadas, pero lo importante de su obra reside más bien en intentar dar respuesta a una pregunta como Ciudadano Kane; eterna, vieja y que no pasa de moda: ‘¿Qué nos hace humanos?’ De ahí que entreviste a los creadores de Harmony, la primera robot sexual con IA, y a la propia Harmony incluso, a activistas anti-embarazo, veganos frustrados con la ineficacia del veganismo, etc. Pero aquí el juego, más aún tras haber abordado las tesis de Illouz, se enfoca en el por qué de estas nuevas orquestas tecnológicas.
Si hablamos de un robot sexual, Harmony sería la versión más cercana y comercializable a la que tenemos acceso. Al pensar en ella, nos invade la mente la idea de un producto, de un objeto animado sin conciencia con el que satisfacer esas pulsiones que no son resueltas en el plano real, dicho de paso, sean cuales sean y por muy perversas que lleguen a resultar. Sería como el malo final del videojuego de la pornografía, donde antes la realidad y la ficción se veían, al menos brevemente, separadas por la condición onanista; de sosegada soledad, dominada por la imaginación en la recepción de imagen y sonido, y ahora esa línea sería, con las consecuentes actualizaciones de Harmony, cada vez más transparente hasta casi el punto de la inexistencia.
Kleeman no cree que se vaya a desarrollar mucho este mercado, «sólo una minoría va a comprar un robot sexual». No obstante, sí que vislumbra un hándicap claro en esta nueva revolución erótica:
«La capacidad de erosionar nuestra empatía, de hacer más difícil que conectemos de verdad con alguien. Cuando estás acostumbrado a una relación en la que tu compañera no tiene deseos ni vida propia, cuando solo está allí para agradarte, puedes encontrar más difícil después conectar con un humano.»
Pero Kleeman no es la única en especular en este terreno y, mientras ella afirma la precariedad en el consumo de esta nueva muñequita del placer, de estos futuros replicantes sumisos, otros, como Ian Pearson, afirman que para dentro de un par de décadas habrá más relaciones sexuales entre personas y máquinas que entre humanos. Neil McArthur, profesor universitario en Canada, coincide con Pearson en que para mitad de este siglo el desarrollo de los sistemas operativos sexuales se multiplicará por tres. Este súperdesarrollo alcanzará las cotas de la artificialidad real, es decir; navegaremos por mundos virtual-hedonistas plagados de orgías y experimentos sexuales de lo más kafkianos en donde, no sólo sentiremos a través de los ojos y los oídos, sino que, como ya auguraba Ready Player One -aunque con un enfoque condicionado por la etiqueta ‘para todos los públicos’, ya se sabe; la pela es la pela- podremos experimentar sensaciones táctiles y físicas, o bien a través de trajes o, como profetiza Pearson en una entrevista a ICON:
«A través de dispositivos microscópicos que se inserten en la piel humana, muy cerca de los vasos sanguíneos y de los nervios, lo que permitirá que una Inteligencia Artificial externa pueda recibir información sobre las respuestas sexuales de la persona, siendo capaz de grabar y reproducir sensaciones.»
Pero no debemos olvidar que, de producirse una violación tan flagrante de nuestra libertad de sentidos, eso sí, no olvidemos que consentida, nos veríamos a merced de una IA, siglas frente a las que merece la pena pararse un segundo en la palabra Inteligencia. Tanto Kleeman como Pearson parecen descuidar en sus tesis la cultura pop, con Terminator y Skynet, desdeñando, como hacía Jerry Smith en un capítulo de Rick y Morty, que al igual que nos gustan los perros porque son seres domésticos a los que podemos doblegar en base a nuestra superioridad intelectual, los robots son otra prolongación de esta agradable supremacía. Todos queremos que nuestra tostadora nos haga las tostadas al punto, pero auguro que nos incomodaría un interrogatorio mañanero acerca del uso que estamos dando de su esfuerzo, que nos pidiese vacaciones pagadas o incluso un mayor grado de limpieza. Los humanos usamos los seres inanimados, más que muertos, sin vida, para aplacar nuestro espíritu déspota, totalitario, y ese caprichoso impulso hacía la dominación. Si convertimos lo inanimado en consciente, ¿cuánto tardaran esos objetos en negarse a su destino preconcebido? Tal vez Harmony, tarde o temprano, se niegue a satisfacer las voluntades de su comprador y este termine violando a la máquina que, en contraparte, al poder determinar la agresión a su voluntad de elección, ¿seguiría siendo esta una máquina?
Parece que la pregunta de Kleeman respecto a la naturaleza de la humanidad sí es la que se entrona en este argumentario. Pero también ¿por qué nos empecinamos en el hiperdesarrollo de la tecnología casi por impulso?, como ella misma asegura: «Usamos la tecnología para resolver problemas que podríamos solucionar cambiando nuestras actitudes, comportamiento y leyes».
Con todo, y si nos fijamos de nuevo en Illouz, la desregularización nos ha empujado a la multiplicidad de elecciones. Esta masiva reproducción de opciones genera en nuestra psique la necesidad de decantarse por algo, de no quedarse en medio, de evitar tambalearnos aunque ello implique desgraciar la reflexión. Cambiar actitudes, leyes y comportamientos exige un trabajo mucho más sudoroso que escoger la vía mejor vendida y con mayor posibilidad de satisfacción rápida, más a más en un neoliberalismo en donde lo importante es adquirir algo, o bien negarlo. Y es que poder elegir no significa tener la obligación de hacerlo, desafortunadamente vivimos tiempos en los que no elegir es una herejía mayor que elegir mal.
Los robots sexuales son únicamente la punta del iceberg de esta revolución tecnológica. Ya sólo en Sex Robot and Vegan Meats se abordan también la clonación de alimentos, los vientres artificiales y las cápsulas de suicidios. Objetos, creaciones que pueden tardar mucho o poco, y estar mejor o peor toleradas, pero que indudablemente formarán parte de las vidas del futuro.