¿Cómo será el segundo verano de la pandemia?
Aliados a la sensibilidad del virus, las condiciones atmosféricas que conlleva el verano y el ágil ritmo de vacunación nos hacen ser optimistas sobre lo que ocurrirá en un futuro muy próximo
El verano de 2021 será la segunda temporada estival marcada por la pandemia de COVID-19. Para plantearnos los posibles escenarios que se den este verano hay que analizar las tres facetas que el concepto One Health (Una Salud) considera que están relacionados: el virus, el medio ambiente y la población humana.
Empezamos por el primer término del trinomio, los virus. Los coronavirus tienen una envoltura que los vuelve más vulnerables a muchas situaciones físico-químicas. La intuición nos diría que esta capa les protege. Sin embargo, esa envoltura, donde se insertan las moléculas que reconocen los receptores celulares y que abren la puerta a la infección, es una capa débil, que se pierde fácilmente, y, con ella, esas moléculas. Es como si en vez de tatuadas en la piel, estuvieran en un abrigo que se desprende fácilmente bajo la acción de agentes físicos, como la temperatura, las radiaciones solares, la desecación, la acidez, etc.
Tras desprenderse el abrigo, el virus no es reconocido por los receptores celulares. En este sentido, se ha determinado que el virus SARS[contexto id=»460724″] (pariente muy próximo a SARS-CoV-2) pierde rápidamente su infectividad a temperaturas superiores a 30ºC y con humedad relativa elevada.
Dicho sea de paso, la envoltura, compuesta por lípidos, es lo que hace que los geles hidroalcohólicos, el jabón y los detergentes sean tan eficaces para inactivar al virus.
Más vida en el exterior, aerosoles inactivados más rápido
La segunda cuestión que hay que abordar es la referida al mecanismo de transmisión. En un principio se pensó que el SARS-CoV-2 podría transmitirse incluso por vía feco-oral (al encontrarse ácidos nucleicos en las heces mediante PCR).
Pero lo cierto es que a día de hoy parece que la vía más importante es la transmisión por aerosoles. Es decir, burbujas muy pequeñas que engloban a las partículas víricas y les permiten viajar distancias de 5 a 10 metros o más.
Pero estas burbujas no están acorazadas y aquí es donde el análisis del medio ambiente toma relevancia. ¿Qué nos han dicho durante el invierno? Nos han aconsejado por activa y por pasiva que ventiláramos bien para garantizar que las partículas víricas potencialmente eliminadas por personas infectadas eran correctamente trasladadas al exterior. Una vez ahí, el sol, la humedad, las radiaciones y demás agentes enumerados en el párrafo previo, pueden ejercer su efecto letal e inactivar al virus.
El verano, un enemigo para el virus
En verano lo tenemos mucho más fácil porque realizamos mucha más vida en el exterior. Por tanto, los virus eliminados por una persona en el exterior se dispersan con mayor facilidad, perdiendo su elevada concentración, y se inactivan más rápidamente.
Esto no es solo teoría, pues las observaciones de lo que ocurre en verano con otras infecciones respiratorias (y con el propio SARS-CoV-2 el pasado periodo estival) lo respaldan.
Veamos el ejemplo de la gripe de 1918. Esta se extendió desde la primavera de 1918 hasta la de 1919. En el Reino Unido (donde el verano es más breve y más tardío que en España) la mínima incidencia se registró durante los meses de agosto y septiembre de 1918.
Aunque en enero de 1919 hubo otro periodo de relativa tranquilidad, el pico que lo siguió empezó a disminuir al irse haciendo los días más largos, con mayor luminosidad y radiaciones, mayor calor y, en condiciones diferentes de humedad relativa, hasta que la incidencia retornó a valores de otros años.
En el caso de SARS-CoV-2 también se puede apreciar una dinámica similar, aunque la amplitud de los picos sea distinta por las medidas de control de que disponemos hoy, muy diferentes de las de hace 100 años.
Así, la mínima incidencia en España se registró de mayo a julio. No haríamos honor al gran esfuerzo que realizamos la primavera del 2020, confinándonos a cal y canto de forma masiva en España, si no concediéramos valor a este sacrificio en la baja incidencia registrada durante este periodo.
Pero seguro que también jugaron un papel importante en el descenso de la incidencia las condiciones climatológicas, el mayor índice de radiación, la desecación, etc.
Vacunación y responsabilidad humana
El tercer factor del trinomio es la población humana, un factor posiblemente más impredecible que los otros dos. Aquí los dos aspectos a considerar son la tasa de vacunación y nuestra propia actitud colectiva.
Los datos que se registran sobre el efecto de las vacunas nos hacen confiar plenamente en su eficacia. Y si sigue la tendencia actual, podemos ser optimistas respecto a que durante el verano la situación esté bastante controlada.
Cuando a 14 de junio está vacunada (con al menos una dosis) el 45’3% de la población y cada día se vacuna al 1,08 %, se estima que el 70 % (considerado como inmunidad de grupo, en el que teóricamente se restringe la transmisión) se alcanzará el 19 de agosto.
Obviamente esta fecha puede variar por muchos motivos: puede modificarse al alza o a la baja el número de dosis que España reciba y puede disminuir el número de personas que están «deseando» ser vacunadas.
Reticentes a la vacunación
Afortunadamente, hasta la fecha, el porcentaje de las personas contrarias a la inmunización oscila entre el 5,4 y el 6,5 % –[según el CIS]— y solo el 3,7 a 3,8 % de los entrevistados indican que no querrán vacunarse cuando llegue su turno.
Aunque este valor es bastante estable desde febrero, está muy al albur de circunstancias que pueden restar eficacia a la intención de vacunación, especialmente debido a explicaciones deficientes por parte de los responsables políticos.
Finalmente, las mascarillas han demostrado ser un elemento importante para prevenir la infección. Tras una explosión de afectividad el fin de semana que decayó el estado de alarma, parece que, salvo excepciones, la población en general se está comportando con responsabilidad.
Por favor, sigamos así durante unas semanas más, que aliados a la sensibilidad del virus, las condiciones atmosféricas que conlleva el verano y el ágil ritmo de vacunación nos hacen ser optimistas sobre lo que ocurrirá en un futuro muy próximo. No nos amparemos en una falsa sensación de vencedores de una guerra que se ha llevado muchas vidas por delante y el sufrimiento de otros muchos.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.