A mi amiga Pilar no le gusta que la lleven de vacaciones por sorpresa porque necesita hacerse ella misma la maleta. Eso le pasa porque sabe hacerse la maleta. Si a Pili la poseyera un mono con sobredosis, como me ocurre a mí cuando me enfrento a ese momento, ya le digo yo que el verdadero regalo no sería el viaje, sino que le resuelvan lo del equipaje.
La teoría de hacer una maleta la tengo clarísima, he leído sobre el tema muchísimos artículos científicos en Vogue. Según las expertas consultadas, he de tener en cuenta el transporte en el que viajaré, proyectarme en el destino, pensar en las actividades que haré y elegir ropa combinable entre sí para que salgan más conjuntos. Proyectarme en el destino no me cuesta nada, lo que pasa es que me proyecto siempre en bikini y con un bloody mary en la mano independientemente de si viajo a Punta Cana o a Segovia a comer cochinillo.
La culpa de que no dé una haciendo maletas la tienen las periodistas de viajes. Ellas son mi Disney. Las veo ahí todo el día recorriendo mundo en albornoz y pienso: pues si las que saben de viajes se pasan el día en albornoz, yo también. Y luego ya me dirás qué fuste tengo yo en albornoz de rizo pequeño en el apartamento de Santa Pola de la tía Paqui.
Mi método para hacer la maleta es tan infalible como hacer la compra con hambre, que luego llegas a casa y te preguntas si te han cobrado el carrito de otro porque no sabes en qué momento has comprado cosas que jamás te apetece comer. Pues con el equipaje me pasa lo mismo. La gente llena la maleta de porsiacasos, yo la lleno de «what the fucks!?», que es lo que digo sin parar al abrir mi maleta y no entender para qué narices metí un vestido cóctel con escote palabra de honor si voy a pasar un fin de semana rural en Covarrubias.
Además de qué meter en la maleta, hay un verdadero arte a la hora de organizarla, y en este punto los zapatos y las bolsas de aseo son el monstruo de final de la pantalla. Después de pasarte tres cuartos de hora de reloj doblando las camisetas como si fuesen durums porque te crees la heredera de Marie Kondo, cuando se te saltan las lágrimas de emoción porque sientes que al fin has madurado y te cabe todo en la maleta de mano; cuando ya estás a punto de cerrar la cremallera sin tener que sentarte encima, una energía te llama desde el otro lado de la habitación: son los siete pares de zapatos y las tres bolsas de aseo que te faltan por meter. ¿Dónde está tu Dios ahora?
Hacer maletas me parece una tortura, pero ¿y deshacerlas? Hay quien directamente pone todo a lavar, otros que hacen la colada en las vacaciones, y otros que dejamos la maleta abierta varias semanas a ver si con un poco de suerte se desintegra sola. Esto, además, es deporte de riesgo para los que tenemos gato, ya que a veces confunden tu maleta llena de ropa con su arenero.
Me dan mal rollo las maletas: hacerlas, deshacerlas y encontrármelas solas. ¿Alguien se queda tranquilo ante la visión de una maleta sin dueño? Es imposible. Una vez que una maleta abandonada entra en tu campo de visión el corazón se te acelera, y todo deja de ser importante para ti porque la prioridad, el centro de tu vida, es esa maleta. Solo quieres saber de quién es, por qué está sola y si vamos a morir todos. Empiezas a imaginar lo que hay dentro, y siempre supones cosas como una persona descuartizada, explosivos, fajos de billetes, kilos de droga, un beso, una flor, un te quiero una caricia y un adiós.
Antes pensaba qué pasaría si abandono mi maleta y viajo por una vez ligera de equipaje, así que una compañía aérea, que está en todo, se encargó de leerme el pensamiento y me proporcionó la experiencia de viajar con lo puesto «reteniéndome» unos diítas de nada la maleta. Y pasado ese trance, llegué a la conclusión de que estará mal hecha, pero es mi maleta y la quiero así.