COVID-19: los peligros de la falta (y exceso) de cautela
Podemos tomar de modo racional una decisión y que ésta acabe resultando equivocada. Es por ello por lo que la tradicional prudencia ha sido reemplazada por el principio de precaución (o cautela)
Uno de elementos que han guiado desde siempre la acción humana ha sido la prudencia, entendida como sensatez y buen juicio en la toma de decisiones. Hoy en día, tras casi año y medio de pandemia[contexto id=»460724″] y millones de muertes, nos preguntamos si esta crisis podría haber sido mejor gestionada. ¿Existen errores en su gestión pasada y presente cometidos por falta (o exceso) de cautela?
Hans Jonas, en su obra El principio de responsabilidad, recomienda obrar de forma que no se ponga en peligro la continuidad del hombre en la Tierra. Esto constituiría un mandato para toda decisión en condiciones de incertidumbre, pues como Jonas señalaba:
«La única paradójica seguridad que aquí existe es la de la inseguridad. […] Tal vez lo único que sabemos es que la mayoría de las cosas serán distintas».
Bajo este prisma, la mejor decisión hoy es la que permite seguir tomando decisiones mañana. La acción política actual es responsable de la posibilidad de una acción política futura.
Precaución como principio prudencial
La prudencia es una disposición racional con respecto a lo bueno y malo, que varía según el contexto y circunstancias. No obstante, podemos tomar de modo racional una decisión y que ésta acabe resultando equivocada. Es por ello por lo que la tradicional prudencia ha sido reemplazada por el principio de precaución (o cautela).
Este principio surgió en los 70 en respuesta a la degradación forestal y la contaminación marina. Desde entonces ha sido empleado con desigual éxito en diversas situaciones. Por ejemplo, la lluvia ácida en Europa y Norteamérica, la destrucción de la capa de ozono, o los fenómenos de calentamiento global y cambio climático.
El principio de cautela debe ser considerado para gestionar el riesgo en situaciones de incertidumbre. Es decir, cuando haya motivos de preocupación sobre una amenaza para la vida. Y debe ser tenido en cuenta aunque la evidencia científica disponible aún resulte insuficiente.
En estos casos el principio recomienda que los responsables anticipen el daño que provocarían esas amenazas. Tras ello deben estudiarse los beneficios y costes asociados a cada acción (o falta de acción), y tomarse las medidas proporcionales que prevengan o minimicen dichos riesgos.
Cautela en tiempos de pandemia
La situación generada por la COVID-19 cumple todas las condiciones que recomiendan la aplicación del principio de cautela. Ahora bien, ¿ha sido este principio adecuadamente aplicado hasta el momento? ¿Lo está siendo en el presente de cara al futuro?
Desde el principio, ciertas características del coronavirus lo convertían en una importante amenaza para la vida humana. Un periodo de incubación prolongado y sin síntomas, contagio desde los primeros días, y un alto número de infectados asintomáticos lo dotaban de la capacidad para provocar una pandemia global.
Sin embargo, no parece que todos estos factores hayan sido bien considerados. A eso apunta el reciente informe del Panel Independiente de expertos promovido por la OMS para evaluar la preparación y respuesta a la pandemia.
Dicho informe considera que en febrero de 2020 se perdió la oportunidad de haber contenido el estallido, aún cuando ya entonces era evidente la propagación de la infección a nivel mundial. El motivo es que la mayoría de los países no tomaron entonces las medidas apropiadas para detener la expansión del virus. De hecho, conforme indica el Panel Independiente:
«La declaración de emergencia internacional no fue seguida de una respuesta enérgica e inmediata en casi ningún país, aún a pesar de la creciente evidencia de que un patógeno altamente contagioso se estaba propagando por el mundo».
Europa y Estados Unidos no actuaron hasta marzo, cuando sus hospitales comenzaron a estar saturados. En ese momento la COVID-19 ya había sido declarada pandemia mundial. No obstante, era demasiado tarde, pues entonces ya estaba fuera de control.
¿Era la pandemia inevitable? No lo parece, pues aquellos pocos países que reconocieron la amenaza y actuaron con rapidez sí fueron capaces de contener la epidemia, al menos durante un tiempo. Por lo tanto, da la impresión de que en este caso el principio de cautela ha sido, por lo general, insuficiente e inadecuadamente aplicado.
Llegados a este punto, ¿qué podemos decir de cara al presente y futuro? ¿Qué recomienda en este momento el principio de precaución? Posiblemente, evitar caer en una precipitada confianza, y mantener una actitud prudente hasta que la evidencia empírica pruebe la efectividad real de las vacunas, tanto frente a las presentes variantes del SARS-CoV-2, como frente a aquellas otras que puedan surgir en el futuro.
Precaución con proacción
No obstante, en ocasiones el principio de cautela ha sido cuestionado por encontrarse demasiado centrado en la seguridad. Es la llamada paradoja del principio de precaución, que se plantea cuando el principio nos pone en peligro al intentar protegernos en demasía. En respuesta a los peligros de un exceso de cautela surge el principio de proacción.
El principio de proacción demanda que el miedo –o exceso de precaución– no frene la innovación. La idea es que el progreso debe ser protegido, siempre que tenga en cuenta y gestione sus efectos colaterales. Para ello es fundamental considerar todas sus consecuencias potenciales, tanto positivas como negativas.
Volviendo los ojos hacia la presente pandemia, podría pensarse que en ocasiones se ha caído en el extremo opuesto. ¿Es posible que no se hayan tomado decisiones beneficiosas por exceso de cautela (tal y como podría haber ocurrido con la paralización de las campañas de vacunación)? ¿Cómo se pueden compatibilizar en estos casos precaución y proacción?
El problema es que encontrar un punto de equilibrio entre los principios de precaución y proacción no es sencillo. Esto no es una novedad, pues la tensión entre cautela y proacción ya estaba presente en las versiones más amplias del principio de precaución, en su recomendación de evaluar los beneficios y costes asociados a cada acción y falta de acción.
A pesar de ello, una prudente gestión de la epidemia debería atender a estos dos principios. Por un lado, al principio de precaución, para tomar medidas antes de que las consecuencias de un potencial riesgo se materialicen. Por el otro, al principio de proacción, para no bloquear la investigación científica y la aplicación de sus resultados.
Obviamente, no será fácil alcanzar una solución de compromiso entre ambos. En todo caso, resulta imprescindible hacerlo si queremos evitar los importantes costes personales y materiales, sanitarios y económicos, a los que daría lugar una aún mayor extensión de la pandemia de COVID-19 en el tiempo.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.