Provenza bien vale una bullabesa
A veces, no hace falta más que un cambio de aires, un atisbo de mar azul y una sopa de pescados suculenta para ser feliz por un rato
Ninguna región de Francia invita a soñar tanto como la Provenza. Desde sus coloridos puertos pesqueros hasta sus colinas llenas de lavanda y vid, pasando por sus pintorescos pueblecitos, esta tierra ha inspirado a artistas como Van Gogh o Picasso y escritores como Scott Fitzgerald o Marcel Pagnol.
Los límites de la región están definidos por la propia naturaleza: al oeste, el río Ródano; al sur, el Mediterráneo; al este, los Alpes y al norte, el final de los campos de olivos. La patria que cantó Mistral y cuyas bondades nos transmitió hace décadas el añorado Juan Gómez Soubrier tiene, además del más bello paisaje del país galo y un clima inmejorable, una personalidad propia que se manifiesta en su cultura y sus tradiciones (desde los toros de Arlès hasta los gitanos de la Camarga), su peculiar dialecto provenzal y, por encima de todo, su gastronomía.
Desde finales del siglo XIX, atraídos por todos estos aspectos, los europeos más ricos fijaron sus residencias veraniegas en la Costa Azul, mientras que el pincel de Cézanne o el de Renoir inmortalizaban los mágicos paisajes de la Provenza interior: del Var al Vaucluse. Precisamente esta provincia norteña ha vivido, en las últimas décadas, un boom turístico sin precedentes, que ha situado pueblos como Les Baux-de-Provence, Saint-Rémy o Bonnieux entre los destinos más cotizados para los viajeros informados.
La beautiful people ya había descubierto estas montañas rocosas durante la posguerra gracias al legendario Oustau de Baumanière. Pero fue quizá el éxito del simpático libro autobiográfico Un año en Provenza, del británico Peter Mayle –y de la película vagamente inspirada en este, Un buen año (2006), de Ridley Scott– el que reimpulsó el interés turístico de la zona con su retrato fidedigno de los pueblos del Luberon, sus mercados, fiestas populares, extravagantes pobladores y, desde luego, sus vinos y comidas.
Un turismo sosegado
Si quieren acercarse a descubrir el penúltimo paraíso cultural y culinario de la Francia menos vanguardista, es recomendable evitar los meses estivales, abarrotados de patosos, privilegiando la primavera o el otoño. Pero si el destino les ha llevado a planificar sus vacaciones de verano en esta región, sepan ante todo que sus encantos distan mucho del modelo de playa, chiringuito, yate y discoteca pija de su lujosa vecina la Costa Azul.
Aquí, el Palacio de los papas de Aviñón, el Museo de Van Gogh en Saint-Rémy o la casa de Cézanne en Aix-en-Provence favorecen un turismo más sosegado, además de ser una excusa inmejorable para caer rendidos ante la exuberante y aromática dieta provenzal, así como los buenos tintos de garnacha o monastrell que se elaboran en Côtes de Provence, Bandol o el sur del Valle del Ródano.
Desde España, la mejor opción es viajar en avión hasta el aeropuerto de Marsella y alquilar un coche con el que recorrer la zona. Para los alérgicos a volar –y a todas las incomodidades que eso conlleva–, Renfe propone igualmente un trayecto directo en Ave de apenas 8 horas desde Madrid (4 horas y media desde Barcelona) hasta la Gare de Saint-Charles. Y, una vez allí, lo primero es ir a ver el color azul intenso del mar tomando una bullabesa. Luego, dependiendo de los días que hayan logrado sustraerse a otros planes más cansinos, pueden lanzarse a explorar o dedicarse al dolce far niente.
La ociosidad extrema no solo es altamente gratificante sino que, tras dos años de cataclismos, resulta francamente necesaria. Pero convengamos que va usted acompañado de una persona inquieta, con ganas de no perderse ni la mínima experiencia por las Calanques del litoral o los pueblos del interior. Pues ármese de paciencia y evite salir fuera a la hora de la siesta, cuando solo se pasean a sus anchas los lagartos, el aire se torna denso y el calor sofocante parece amplificar el canto de las cigarras.
Evite localidades cercanas tan populares como Gordes o Bonnieux que son, en temporada alta, territorio acotado para domingueros gritones en camiseta de tirantes y chanclas
¿Damos una vuelta para ver el ambiente del festival de Aviñón? ¡Ni se le ocurra! Aquello está lleno de mimos patéticos y malabaristas desaliñados pidiendo unas monedas en las atiborradas callejuelas. Además, ya no se puede reservar en el entrañable restaurante del chef Christian Étienne para probar su tradicional menú monográfico en torno al tomate desde que el chef decidió jubilarse.
Evite igualmente localidades cercanas tan populares como Gordes o Bonnieux que son, en temporada alta, territorio acotado para domingueros gritones en camiseta de tirantes y chanclas. Mejor acuda a île-sur-la-Sorgue para deambular sin afán consumista por su rastrillo de trastos viejos y antigüedades, donde el placer radica más en observar/conversar que en el acto de comprar. O bien recorra el casco antiguo de Lourmarin, con sus tres campanarios, sus cuatro fuentes y sus callejas medievales llenas de coquetos comercios, para entender por qué Albert Camus se fue a morir allí.
Puede incluso acercarse al macizo de los Alpilles para fascinarse con la rocosa ciudadela de Les Baux-de-Provence, acreditada oficialmente como «uno de los pueblos más bellos de Francia». En lo alto de la montaña, las ruinas del castillo y las casas adyacentes recuerdan su pasado feudal bajo el dominio de una dinastía nobiliaria que aseguraba descender del rey Baltasar y que cayó fulminada por orden de Luis XIII, un monarca que no se andaba con medias tintas en su lucha feroz contra el protestantismo.
A la sombra de los desnudos acantilados de bauxita (mineral que da nombre al lugar), en ese Val d’Enfer donde cuentan que Dante halló la inspiración para el infierno de su Divina Comedia, se yergue el Oustau de Baumanière: un manoir edificado en 1634 y convertido en espléndida hotel-restaurante en 1946, que alcanzó su gloria inicial bajo la dirección del llorado Raymond Thuilier y que ha perpetuado ésta en las últimas décadas gracias a la dedicación de su nieto, Jean-André Charial y, más recientemente, el empuje del chef Glen Viel, que logró recuperar recientemente las tres estrellas con su gastronomía sostenible.
La Provenza más clásica ya no tiene nada que envidiar a la Costa Azul en cuestión de alta cocina de autor
Tras lustros de racanería de la guía roja en esta región, el meritorio tercer florón obtenido por Viel en 2020 vino a completar los galardones que ya ostentaban sus vecinos de Le Petit Nice (Marsella) y Christophe Baquiet (Le Castellet) y abrió la puerta para entrar en la élite a los flamantes AM (Marsella) o La Villa Madie (Cassis). Así que la Provenza más clásica ya no tiene nada que envidiar a la Costa Azul en cuestión de alta cocina de autor. Pero no habíamos venido aquí a eso, sino a imbuirnos de mediterraneidad y comernos una bullabesa.
Si van a quedarse unos días lejos de la costa, a la espera de nuestra deseada sopa marinera, no dejen de visitar de nuestra parte dos casas hacia las que profeso un sincero afecto, como son La Fenière y La Chassagnette. El primero es, más que un hotel con encanto, un espacio donde atesorar vivencias, situado a la afueras de Lourmarin, en el que Nadia Samut ha tomado el relevo de sus padres, conservando la estrella Michelin que la maison ostentaba desde hace décadas y añadiendo a su medallero personal esa estrella verde con que los inspectores de la empresa de neumáticos premian el compromiso con el medio ambiente.
En el jardín de La Fenière he pasado instantes memorables aprendiendo de Reine y Guy –hoy retirados– su amor por esta tierra y sus valores de autenticidad, hospitalidad y tolerancia: cosas que van más allá de una tarjeta postal idílica y un sublime couscous de mero y tomates secos. Y Nadia sigue esa misma senda, con su idea tenaz de una cocina soleada y sensible, abierta a todos, que ensalza los productos de proximidad y los alimentos sin gluten.
Por su parte, La Chassagnette es uno de los sitios más especiales que hemos conocido. Un restaurante que asemeja un merendero, construido en mitad de un huerto bio en Le Sambuc, en pleno corazón de la Camarga. Se trata del capricho agrícola de la filántropa Maya Hoffmann, mecenas a su vez del festival fotográfico más importante de esta parte de Europa, que se organiza cada verano en la fascinante ciudad romana de Arles. Desde 2006, el mérito de los fogones –que antaño recayó en el revoltoso Jean-Luc Rabanel– debe atribuirse a Armand Arnal: un chef con gran talento que se inició junto a Ducasse y ha conferido a este rincón perdido los galones de la mejor cocina vegetal y estacional sin un atisbo de pretensión y con sendas estrella Michelin y estrella verde para certificarlo.
Una vez realizado el preceptivo paseo por el Vaucluse, nada le impide volver al litoral y dedicar todos sus esfuerzos a nuestra querida bullabesa. ¡Una receta tan descomunal no merece menos atención! Este adictivo e inimitable guiso marinero hunde sus raíces en la Grecia del periodo homérico, donde se denominaba kakavia, y debe su actual nombre en la lengua de Molière al apelativo provenzal bouiabaisso, que significa hervir y reducir.
Los gourmets más ortodoxos afirman que es imposible tomar una buena versión del mismo fuera de Marsella. Y los más extremistas reducen la demarcación geográfica óptima al Viejo Puerto y la cornisa del Presidente Kennedy. Yo soy aún más exagerado: pienso que en el Viejo Puerto hay mucha superchería y solo me fío de las bullabesas que sirven en ese tramo de la cornisa que va de la Playa de los Catalanes a la Ensenada de Maldormé.
Dónde comer la mejor bullabesa de la Provenza
Anoten, a ese respecto, direcciones de absoluta confianza como Chez Fonfon (bullabesa, 67 €), Péron (bullabesa, 69 €), Michel-Brasserie des Catelans (bullabesa, 75 €), L’Épuisette (1 estrella Michelin; menú Marius a 115 €, sin vino), y, por supuesto, Le Petit Nice (Relais et Châteaux con 3 estrellas Michelin), donde Gérald Passedat ha elevado a la categoría de arte esta receta humilde con una personal interpretación en tres vuelcos, titulada Ma Bouille Abaisse (310 €), que tuve la fortuna de probar hace lustros y aún recuerdo con lágrimas en los ojos.
Según la Charte de la Bouillabaissse Marseillaise, asociación fundada por una docena de restaurantes de esta ciudad para preservar su pureza siguiendo las reglas más estrictas, el secreto de este plato está en su materia prima, formada por sabrosos pescados de proximidad: San Pedro, rubio, cabracho (o gallineta), congrio, rodaballo, pez escorpión… que han de estar fresquísimos. Por eso, por mucho de algunos cocineros de otras latitudes se empeñen en elaborar sopas vagamente parecidas, aderezadas frívolamente con ajo, tomate, hinojo, apio, Pastis y vermut blanco Nouilly-Prat seco, lo cierto es que emular el gusto original no resulta nada sencillo debido a la dificultad para obtener el género. Y, desde luego –añadiría yo–, servir una bullabesa aquí o allá por menos de 50 € o 60 € no es ni factible ni honesto, sino una tomadura de pelo, ya que le estarán dando gato por liebre.
Es digna de reseñar la tradicional rivalidad de los marselleses con la vecina ciudad de Toulon, donde tienen el atrevimiento de echarle patata
Es digna de reseñar la tradicional rivalidad de los marselleses con la vecina ciudad de Toulon, donde tienen el atrevimiento de echarle patata y han instaurado, además, la simpática costumbre de servir los pescados reglamentarios empleando como remedo de bandeja un enorme corcho de alcornoque. Yo me confieso más afín a la antiquísima ciudad focense; o sea, que no soy fan del tubérculo, aunque tampoco lo demonizo. Y, si ando medio cerca de Marsella, no perdono jamás el rito del menú único en dos vuelcos, con su croutons de pan tostado, untados de alioli o salsa rouille y sus pescados en su punto exacto de cocción, servidos poco después con más caldo caliente, todo ello generosamente regado por un aromático blanco de la denominación Palette con algunos años de botella o un rosado de Bandol con todo el carácter de la española uva monastrell (que aquí llaman mourvèdre).
En mi más reciente visita, camino precisamente de Bandol, no tuve más remedio que parar en el minúsculo puerto pesquero del Vallon des Auffes para rememorar sensaciones en Chez Fonfon: un establecimiento escondido en un recodo casi inaccesible de la Corniche. Desde 1952, este pequeño local regentado por tres generaciones de la misma familia sirve diariamente una bullabesa muy canóniga que, para ser lunes, me reconcilió literalmente con la vida. A veces, no hace falta más que un cambio de aires, un atisbo de mar azul y una sopa de pescados suculenta para ser feliz por un rato…