El 'copyright' de las recetas
«El tema no es baladí y suscita tibios debates en congresos culinarios y artículos denunciando tal o cual usurpación»

Imagen de la mítica tortilla vaga de Sacha.
Hace unos días estuve de Gerona y me llevé una grata sorpresa. En el restaurante Normal de los hermanos Roca, proponían como entrante una tortilla Sacha de carpaccio de gamba roja, jugo de su cabeza y piparras. ¡Bravo por los propietarios de El Celler! Además de grandes cocineros y mejores personas, son empresarios honestos que saben reconocer la autoría de los platos ajenos. Algo poco habitual en este desmemoriado siglo XXI donde el relato suele imponerse demasiadas veces a la simple verdad, ya sea en la escena hostelera o en otros aspectos más trascendentes de la vida.
El tema no es baladí y ya ha suscitado anteriormente tibios debates en congresos culinarios y artículos denunciando –a veces con demasiada prudencia– tal o cual usurpación. Antes de entrar en materia, conviene señalar para el lector neófito que la tortilla Sacha que homenajean los Roca en el enunciado de su menú es una variante de la celebérrima tortilla vaga creada por Sacha Hormaechea en el bistrot madrileño que lleva su nombre y copiada hasta el infinito en los últimos lustros, casi siempre sin citar la fuente de inspiración.
Ya lo proclamaba Antonio Hernández-Rodicio en un artículo publicado en noviembre de 2022 en la web de Telecinco: «Una de las creaciones más copiadas o recreadas es la tortilla vaga de Sacha. Se ha preparado con mil variantes y puntos de cocción, con ingredientes, tamaños y formas singulares, pero siempre cuajada por una sola cara». Y se interrogaba al respecto el periodista gaditano: «¿Es posible proteger las recetas con derechos de autor? El debate jurídico se cruza con la vindicación del hecho cultural que representa la gastronomía… El caso es que la propiedad intelectual de los platos no es algo que haya reocupado históricamente a los chefs. Pero de un tiempo a esta parte el debate se ha abierto, especialmente a partir del desarrollo de una potente cocina de vanguardia en España, de la globalización de la gastronomía, así como de la incorporación de la tecnología y la investigación».
Cualquier habitual de Sacha sabe que su tortilla vaga es una tortilla cuajada por un solo lado, sin darle la vuelta, que admite cientos de variedades en función de la despensa estacional o el capricho de cada cocinero. «Me parece fantástico que la receta se haya popularizado hasta este punto», señala el célebre tabernero con una mezcla de orgullo y socarronería. Y es que cuando Albert Adrià, José Andrés, Dani García o los hermanos Roca incluyen tu receta en las cartas de sus establecimientos más informales significa que has pasado definitivamente a la posteridad. «No creo mucho en el copyright de las recetas, pero sí que agradezco cuando alguien cita la autoría del plato», añade.
Dándole vueltas al tema, me viene a la memoria el discurso pronunciado en 2023 por Andoni Luis Aduriz durante la entrega del Premio Rodrigo Uría Meruéndano de Derecho del Artes, que en aquella novena edición recayó en Pablo Muruaga por su trabajo Tournez-moi le dos: la protección jurídica de las obras gastronómicas. En su alocución, el chef-propietario de Mugaritz abogó por la protección legal de los platos de autor al considerar que se nutren de «trabajo creativo y una expresión personal y subjetiva».
«Tras la gargouillou de Michel Bras, el ravioli aperto de Gualtiero Marchesi, la espuma de humo de Ferran Adrià, el arroz con plancton de Angel León, las salazones de Quique Dacosta, la ensalada al revés de Dabiz Muñoz o las cocochas en bambú de Elena Arzak hay análisis, estudio, mensajes subyacentes impregnados por su personalidad, imaginación, creencias, valores e intenciones. Si avenimos que la tan humana característica de pronunciarse a través de diferentes manifestaciones expresivas repletas de subjetividad es una herramienta que puede cambiar o educar a una sociedad, determinaremos que hay que protegerlas», sostenía Aduriz.
Y el premiado Pablo Muruaga, ¿qué propone al respecto? Pues durante la ceremonia de entrega del galardón, este investigador universitario de Derecho Civil incitó a reflexionar sobre la inexistente protección jurídica de las creaciones gastronómicas y buscar en nuestro ordenamiento jurídico actual cuales son los utensilios más adecuados para proteger dichas obras: desde los derechos de autor hasta las patentes, diseños, modelos de utilidad, marcas o secretos empresariales.
Haciendo flash-back hasta enero de 2018, recuerdo aquella 16ª edición de Madrid Fusión en la que José Carlos Capel moderó un taller que llevaba por título El copyright de los platos en el cual críticos, profesionales y letrados debatieron sobre este espinoso asunto. «Se copia con descaro e impunidad absoluta, sin citar jamás el origen de una receta o un plato, aquí, en Singapur, en París y en Pekín. Nadie se libra. Es un tema acre, ácido y complicado: una historia para no dormir», denunciaba el presidente de la citada cumbre internacional.
Entre los ponentes, estaba Santiago Robert Guillén, autor de la tesis Alta cocina y derecho de autor (2017). «Lejos de un mero savoir-faire, una verdadera actividad intelectual se da en la creación de una obra culinaria, en los mismos términos que en la creación de una obra musical o de una obra plástica», sostiene este Doctor en Derecho por la Universidad Autónoma de Barcelona, cuyo trabajo concluye que no existe ningún obstáculo inherente en la Ley de Propiedad Intelectual española, como tampoco en las leyes de los países de nuestro entorno, que impida que las obras culinarias accedan y se beneficien de su protección.
«Nadie está a salvo. En Berna se explota lo que se hace en Málaga con los salmonetes. En San Petersburgo se copia a la cocina canaria y en Singapur te ponen la langosta de Subijana», recalcaba Capel, para lamentarse de que «ni siquiera suele haber denuncias de los cocineros afectados» e «incluso las víctimas parecen restarle importancia».
Para Jordi Butrón, presente en aquel taller pionero, la primera medida para evitar esta tendencia es la cita. «Yo soy maestro y cito siempre en mis clases. El pecado no es reproducir, es no citar ni reconocer la fuente original. Nadie crea a partir de nada, pero si modificas citando la fuente es un homenaje», argumentaba el fundador de la escuela de cocina barcelonesa Espai Sucre para lamentarse luego de que «los críticos son en su mayoría cómplices al no denunciarlo».
¿La solución sería patentar los platos más icónicos de ciertos chefs de fama mundial? Santiago Robert Guillén no lo veía demasiado claro por aquel entonces, puesto que una patente sirve generalmente para reconocer técnicas o productos concretos, igual que un copyright resulta complicado de aplicar en alta cocina, al no existir una reproductibilidad exacta de la obra. Ahora bien, los derechos de autor serían un campo por explorar jurídicamente, de forma a «reconocer al menos la condición de autor», según apuntaba el abogado.
Un año antes, el propio José Carlos Capel había publicado un artículo en El País bajo el título de Creatividad, copias y derechos de autor en la alta cocina, en el que denunciaba la «falta de seriedad de quienes fusilan técnicas, composiciones estéticas o armonías en la sombra». Y citaba algunas reflexiones muy acertadas de Butrón: «¿Se puede hablar de derechos de autor en la alta cocina? De derechos éticos sí, en lo relativo a los aspectos legales no entro, son cuestiones distintas. Quien logra algo merece reconocimiento. ¿Por qué no se cita a los creadores? Hay falta de honradez y ausencia de conocimientos. Lo veo en mis alumnos a diario. Muchos carecen de la cultura necesaria para saber de dónde provienen determinadas creaciones».
Como bien dice este repostero con alma de filósofo, hoy «las recetas circulan por las redes a la velocidad del rayo» y no es fácil saber quién imaginó una presentación o una combinación de ingredientes determinada. Por eso me resulta admirable aquella norma que, según el abogado Julio González Soria, imperaba en la colonia griega de Sibaris –actual costa calabresa–, en el año 510 antes de Cristo: cuando alguien creaba un plato nuevo, tenía derecho a explotarlo en exclusiva durante un año. ¡Qué tipos más sensatos estos helénicos!
«Crear es no copiar», le explicó en 1987 Jacques Maximim a Ferran Adrià. Y, desde aquel encuentro con el mítico chef provenzal, en elBulli dejaron de hacer imitaciones más o menos conseguidas de recetas de Trama o de Guérard para hallar su propia inspiración en un proceso creativo sistemático y multidisciplinar, buscando romper con las convenciones culinarias. Así logró Adrià pasar a la historia como el chef más influyente de las últimas décadas. Lo malo es que muchos de sus seguidores, en vez de inspirarse en sus métodos de reflexión disruptiva, prefirieron tomar el atajo de fotocopiar sus recetas, cambiando –casi siempre para peor– tal o cual ingrediente. Busquen ustedes en internet técnicas como la sferificación o bien recetas como el caviar vegetal o la menestra en texturas… ¡Y pásmense al descubrir que los cocineros de aquí y acullá no tienen la menor vergüenza a la hora de apropiarse de las ideas ajenas!
Otra cosa, más peliaguda de juzgar es la regla no escrita por la cual, cuando un profesional se integra en la brigada de un restaurante, sus hallazgos pasan a formar parte del acervo culinario de la casa. Ese curioso ejercicio de apropiación puede hacerse con elegancia y naturalidad o de forma algo más displicente y sibilina.
A modo de ejemplo, citaremos el caso notorio de la tortilla deconstruida de elBulli, una creación de 1996 que consistía en preparar por separado una cebolla picada y confitada, un sabayón de huevo casi líquido y una espuma de patata caliente, para servirlo todo luego en capas en una copa de Martini. «Se comía con cuchara de abajo a arriba, a fin de que la tortilla se acabe de integrar en la boca con la mezcla de los tres sabores y las tres texturas», según explicaba Albert Molins. Pues bien, aquel plato copiado en medio mundo hasta la saciedad no fue obra de Adrià, sino de Marc Singla, un miembro del equipo de cocina del restaurante Talaia, en el Puerto Olímpico de la Ciudad Condal, que hacía las veces de taller creativo de elBulli. La historia no se contó así de inicio, pero cuando llegó el momento de publicar los recetarios de aquella época prodigiosa, la autoría fue debidamente atribuida.
En el otro extremo se halla uno de los platos más representativos del restaurante Martín Berasategui en Lasarte-Oria: el milhojas caramelizado de anguila ahumada, foie gras, cebolleta y manzana verde, que el chef multi-estrellado incluye todavía hoy, cual clásico irrenunciable, en el menú degustación de su buque insignia.
¿Han oído hablar ustedes de Alex Montiel? Si la respuesta es negativa, acudan a su librero de confianza para encargarle No soy uno de los vuestros: contra la gran mentira de los genios en la cocina (2024), donde el periodista Marc Casanovas recuerda aquella vanguardia coquinaria surgida en la Barcelona preolímpica a través del retrato sin filtro de este cocinero que, con apenas 18 años, tomó las riendas del restaurante L’Aram, donde uno de sus platos estrella era precisamente el milhojas de marras. Creada por Montiel en 1993, la receta se fue con él cuando cerró las puertas de L’Aram para irse a trabajar como jefe de cocina a Lasarte. Desde 1995, Berasategui viene sirviendo dicho plato en su menú, a pesar de que Alex abandonó la casa hace lustros para abrir La Cuchara de San Telmo en Donostia: un restaurante de guisos populares en la ciudad del pintxo. Hoy este cocinero de vocación punk vive en Boston con su familia, retirado del circuito. Mientras, durante este tiempo y gracias a Martin, esta combinación imposible y genial de dos ingredientes ultra-grasos con elementos ácidos y dulces que le aportan un inusitado equilibrio se ha hecho universal. ¡A mí me la han servido en Alemania y en la Costa Azul! Pero de Montiel no se acuerda casi nadie, ni pienso que a él, espíritu libre, le importe demasiado.
Quien sí se acordaba de los autores de los cuales tomaba prestadas recetas para su restaurante madrileño La Gastroteca era la singular pareja formada por Arturo Pardos y Stéphane Guerin: dos personajes imprescindibles de la escena culinaria capitalina finisecular que, en 1986, fueron los primeros del
mundo en pagar Derechos de Autor Culinarios (DAC) a ocho grandes chefs franceses tri-estrellados de los que, supuestamente, habrían copiado sus creaciones.
Paul Bocuse, Michel Guerard, Pierre Troigros, Alain Senderen y otros quedaron asombrados cuando empezaron a recibir cada mes un giro postal correspondiente al 1,25% de los ingresos de los platos de su autoría servidos en La Gastroteca. Alguno lo devolvió, otros sonrieron y decidieron no ingresarlos en sus cuentas…
«El 8 de junio de 1985, inauguramos, en la plaza de Chueca de Madrid, La Gastroteca de Stéphane y Arturo. Por esas fechas, se publicó en Francia que unos ilustres chefs protestaban por lo que ellos consideraban un abuso intolerable: sus colegas japoneses les copiaban los platos más afamados, con la desfachatez de no citarlos como autores de los mismos. Los chefs galos se preguntaban, irritados, si no era ya hora de que los plagiarios les abonasen los correspondientes derechos de autor por los platos tan impunemente copiados», rememora Pardos.
«Para enmarcar en sus justos lindes la creación culinaria, sentamos al alimón José María Rodríguez Oliver, letrado del Consejo de Estado y catedrático de Derecho Administrativo, y yo las bases del Derecho Gastrónico», prosigue el inimitable Arturo. «En primer lugar, reconocimos que copiábamos platos de estos cocineros. 2º) Confesamos la vileza de nuestro comportamiento. 3º) Les pedimos perdón. 4º) Decidimos abonarles los Derechos de Autor Culinarios, DAC (Le Copyright des Fourneaux, El Copyright de los Fogones). 5º) Fijamos el monto de los royalties en el 1’25% del precio (en nuestra carta) del plato supuestamente copiado, multiplicado por el número de platos vendidos a lo largo del mes. 6º) Les enviamos mensualmente la cantidad resultante…».
¡Benditos Arturo y Stéphane! Nosotros debatiendo desde hace décadas sobre el copyright de las recetas y ellos ya lo habían resuelto en los 80 de forma unilateral, justa y meritoria, contando con la aquiescencia benévola de tantísimos maestros galos. Ojalá alguien lea esto, lo encuentre inspirador y, cualquier día, mi coleguilla Sacha reciba un Bizum por las innumerables tortillas vagas que circulan por las mesas públicas del planeta tierra.