The Objective
Gastronomía

La ascensión del Malbec argentino

Una generación de bodegueros empezó a plantar malbec en tierras de altitud elevada, buscando elegancia y frescura

La ascensión del Malbec argentino

Imagen de archivo de un cultivo de uvas Malbec en Argentina. | Wikimedia Commons

«El vino es cultura, alimento y trabajo», proclama un cartel en la entrada del aeropuerto de Mendoza. Un lema que resume a la perfección la identidad de esta provincia cuyana que produce el 75% del vino argentino. Aquí, donde la cordillera de los Andes marca el horizonte con sus nieves perpetuas, el vino no es solo un negocio: es paisaje, arraigo y destino compartido.

Argentina es el quinto mayor productor de vino del mundo, detrás de Italia, Francia, España y Estados Unidos. La producción vitivinícola se concentra principalmente en Mendoza, que aporta más del 60% del volumen total producido. El tinto de la variedad malbec domina ampliamente, con 1.575 etiquetas, más de 47.064 hectáreas cultivadas –el 23,5% del total de vid del país– y 123.814 toneladas cosechadas el año pasado. El consumo per cápita ha disminuido drásticamente a lo largo de los años, pasando de más de 80 litros anuales en el pasado a los 21,6 litros registrados en 2024. Repaso todos esos datos del Observatorio del Vino Argentino en el avión mientras sobrevuelo la cordillera de los Andes para aterrizar en el aeropuerto internacional de El Plumerillo. 

Lo que no explican las estadísticas de la web oficial del vino argento es la evolución imparable de su tinto más icónico, que ha cambiado drásticamente de estilo en los últimos lustros para adaptarse al calentamiento global y a las nuevas tendencias del mercado. Así como los malbecs de los años 90 presentaban un perfil potente y sobremaduro, dominado por el grado alcohólico y los tostados de la barrica, pensado para el mercado estadounidense y moldeado por la influencia del enólogo bordelés Michel Rolland, aquellos tintos confitados que pusieron a Argentina en el mapa global pronto provocaron fatiga. Y así fue como una nueva generación de bodegueros empezó a plantar malbec y otras castas en tierras de altitud elevada, buscando elegancia y frescura en la cercanía con la cordillera. 

Matías Michelini recuerda bien la época del cambio: «No soportaba beber los vinos que las bodegas nos obligaban a hacer, así que en 2009 colgué mi título de enólogo y decidí volverme viñador, con un proyecto familiar que incluía huerto, frutales y animales. Queríamos vinos distintos, que reflejaran la montaña… Mis hermanos, que venían de otro sector, se apuntaron. Empezamos a trabajar de forma diferente, nos decían los hemanos películas, la prensa internacional se enteró y, cuando venía a Mendoza, además de visitar Catena y Zuccardi, preguntaban por nosotros. De repente, sin saber por qué, estábamos sentados en la mesa con todos los grandes nombres. Ya no hacemos tantas locuras, pero seguimos siendo distintos, buscando ligereza y elegancia».

Esa inconformidad de los Michelini y sus coetáneos abrió el camino a un cambio de paradigma. De los malbec de arcilla y fruta madura de la meseta se pasó a los nuevos vinos del Valle de Uco, con más filo, acidez y mineralidad. Se inició de esta forma la segunda ascensión del malbec argentino: no ya en cifras de exportación, sino en altura y en sutileza.

Hasta hace quince años, en las cotas más altas de Uco –en Gualtallary, Los Chacayes, San Pablo o La Carrera– no había casi nada. Hoy, entre los 1.400 y 1.600 metros de altitud, se cultivan viñas que rozan el límite de lo posible. El paisaje es casi un desierto pegado a los Andes, con 300 días de sol, apenas 280 milímetros de lluvia anual y un viento zonda que seca el ambiente y tensa la vid.

La clave está en el agua. Sin el riego por goteo, el milagro del Uco sería impensable. Desde los tiempos de los incas, el territorio depende de un sistema de canales y acequias que se nutren del deshielo. Los derechos de agua son sagrados, custodiados por un departamento especial e incluso por una «policía del riego». Como recuerda un viticultor local: «Aquí el agua es vida. Sin ella no se planta nada. Un derecho de riego vale más que la tierra misma».

Los abanicos aluviales del valle –mezcla de arenas, arcillas, cantos rodados, granito y carbonato cálcico– ofrecen más de cuarenta tipos de suelo distintos. Cada parcela, cada exposición solar, marca un matiz. Por eso Alejandro Vigil, director técnico de Catena, insiste en que lo que ha cambiado en estas dos décadas no es el suelo, sino la interpretación que de él hacen los nuevos viticultores. «El vino argentino siempre habló de amplitud térmica y de agua pura del deshielo. Lo que descubrimos con las calicatas fue la riqueza aluvial del subsuelo, que conserva humedad y da una energía eléctrica a nuestros vino».

Ya en los 90, Nicolás Catena Zapata abrió la senda al apostar por viñas de altura. Hoy, su hija Laura Catena dirige la bodega con mirada global y etiquetas como el chardonnay White Stones o Adrianna Vineyard River Malbec son referencias icónicas que han obtenido 100 puntos de la prestigiosa guía internacional Wine Advocate, igual que el Gran Enemigo Gualtallery –proyecto personal de Vigil–, el Zuccardi Piedra Infinita Gravascal o el Per Se La Craie…

A la sombra de estos nuevos caballos ganadores, coexisten proyectos de bodegas fascinantes como las veteranas Weinert, Achaval Ferrer, Viña Cobos, Alto las Hormigas o Cheval de los Andes y las más recientes SuperUco, Durigutti Family, Escala Humana, Passionate Wines o Riccitelli.

«Quien crea que Argentina es solo malbec se equivoca. Tenemos diversidad de suelos y altitudes y también variedades que llevan décadas aclimatadas a nuestro terruño», reivindica Matías Riccitelli, un visionario capaz de elaborar tintos de gran pureza varietal y sorprendentes blancos con velo inspirados en el Jura.

Por su parte, los hermanos Michelini –Gerardo, Matías y Juan Pablo–, desde SuperUco, han sido igualmente pioneros en biodinámica, energía solar y mínima intervención. «Nuestros malbec son los más atípicos de Argentina, no solo por ser de Gualtallary. Queremos ligereza y elegancia, no potencia desmedida», explica Gerardo.

Todos coinciden en renunciar a la sobremaduración y a la barrica bordelesa excesiva y prefieren fermentaciones con racimo entero, tinajas de cemento sin epoxi y crianzas que respetan la fruta. El malbec sigue siendo el emblema, pero ya no está solo. El semillón –con más de 3.000 hectáreas de viñas viejas de pie franco– promete un renacimiento semejante al de la chenin en Sudáfrica. El cabernet franc se perfila como la «estrella tapada». El consumo de blancos en Argentina creció un 45% en el último año. Y variedades como la criolla, la bonarda o la torrontés reclaman atención.

El propio Pablo Durigutti defiende esta evolución: «El futuro del vino argentino es más frescura y alcoholes más bajos gracias a la clasificación de suelos y la búsqueda de altitud. Nuestra bodega, a 1.100 metros, es 100% orgánica y ahí está el camino». Se trata siempre de vinos muy poco intervenidos porque, como señala Pablo, «aquí es fácil hacer viticultura orgánica ya que la humedad es muy baja (40%), casi no llueve, no hay amenazas microbiológicas…»

La experimentación alcanza incluso al paisaje agrícola: agroforestería con frutales entre las cepas, corredores biológicos, cobertura vegetal para combatir la erosión, olivos rescatados de la tala. Todo contribuye a un vino más equilibrado, con menos alcohol y más frescura.

Durante años, los grandes malbec de la meseta procedían de terrenos arcillosos y daban fruta madura y especiada. Ahora, los de altura entregan frescura y tensión. No se trata solo de técnica, sino de filosofía: se ha pasado de la influencia de Michel Rolland a la de Raúl Pérez, que dejó huella a su paso por Mendoza con su visión de vinos atlánticos, frescos y poco extractivos.

La búsqueda de un malbec diferente, más equilibrado y frutal, menos alcohólico, tánico y astringente, la hacen algunos mirando a la acidez que proporciona la alta montaña, otros con policultura y aprendiendo a gestionar el estrés hídrico del riego, otros controlando las temperaturas del suelo de cada parcela en función de la escala Wingler, otros con coberturas vegetales, agro-forestería (40 árboles frutales por hectárea. de vid) y sistemas complementarios de raíces… Todos hablan de un «cambio de chip»: adiós a los remontados excesivos, a los sangrados, a las crianzas interminables en barrica francesa. Hola a los vinos con racimo entero, a la fruta fresca, a la expresión directa del terruño.

Incluso la arquitectura acompaña. Desde bodegas boutique integradas en el ecosistema como Durigutti, hasta proyectos espectaculares que rivalizan con Napa, como Anaia o Huentala Wines. Piedra Infinita, de Zuccardi, es el máximo icono: un edificio brutalista que parece nacer de la misma piedra caliza de Altamira, premiado varias veces como el mejor destino eno-turístico del mundo por el ranking planetario 50 Best Vineyards.

El auge enológico ha traído consigo un boom turístico. La Guía Michelin desembarcó en Argentina en 2024 y reconoció a varios restaurantes mendocinos vinculados a bodegas, destacando Zonda Cocina de Paisaje, de la bodega Susana Balbo; Casa Vigil El Enemigo, el proyecto gastronómico de Alejandro Vigil, y, por encima de todos, el Riccitelli Bistró en Luján de Cuyo. «¿Se puede dar un paso más para conciliar cocina, enología y sustentabilidad? Aquí han demostrado que sí», indican los inspectores de la guía roja. «Riccitelli Wines ha construido el restaurante que completa la experiencia en unos contenedores, transformados y adaptados, que han plantado entre viejos viñedos. La propuesta del chef Juan Ventureyra explora a través de sus menús las raíces mendocinas acudiendo al producto de proximidad, en gran medida de su propia huerta». Todo ello convierte al Valle de Uco en un destino enoturístico de referencia mundial, donde arquitectura, vino y alta cocina se entrelazan para atraer tanto al aficionado como al sibarita internacional.

La palabra ascensión resume bien la historia. Por un lado, la escalada internacional del vino argentino: exportaciones en alza, 100 puntos Parker y presencia en las mejores cartas del mundo. Por otro, la conquista literal de la montaña: los viñedos de Gualtallary, San Pablo o La Carrera, que alcanzan altitudes heroicas, donde cada cepa lucha contra el frío nocturno, la radiación solar y el suelo pedregoso.

«La piedra angular de esta revolución es el Valle de Uco», resume Martín Di Stefano, responsable de I+D de Zuccardi recientemente designado por el gurú Tim Atkin como Viticultor del Año en Argentina. «Aquí todo procede de la montaña: el agua, los suelos, la diversidad. Es un lugar único en el mundo para hacer vinos verdaderos de altura».

«Mendoza es una meseta desértica», prosigue Di Stefano. «El Valle de Uco con 29.000 hectáreas de viña produce el 11% del vino mendocino: es montaña y diversidad de micro-climas con diferentes temperaturas y sedimentación de los suelos. En el departamento de Tupungato, viticultura heroica con sequedad, bajas temperaturas e inclinaciones de hasta un 4%. La altitud influye, pero menos que la cercanía de la montaña, que modera la amplitud térmica y retrasa la fecha de las cosechas».

La Mendoza del siglo XXI ya no se conforma con ser «la tierra del malbec». Quiere mostrar al mundo que es también semillón, cabernet franc, criolla, blends innovadores y blancos de terruño. Quiere ser no solo volumen, sino longevidad y diversidad. Y la nueva hornada de viñadores que ha provocado este cambio se envalentonado hasta el punto de que algunos bodegueros como los Michelini o Vigil están haciendo vino en España: Bierzo, Gredos, Galicia, Rioja, Navarra…

El patriarca José Zuccardi lo sintetiza: «Argentina es el Viejo Mundo del Nuevo Mundo. El problema que tuvimos fue que nos enfocamos más en volumen que en calidad, llegamos a tener 300.000 hectáreas de viñedo. A partir de los 80, sufrimos una crisis de excedentes y se arrancó un tercio de la viña… El periodo en que se equiparó el peso al dólar fue el inicio de la renovación. Al principio, con tintos sobre extraídos y con demasiada madera. Pero mi hijo Sebastián pronto vio que él quería priorizar la elegancia. En 2010 ya íbamos completamente contra corriente. Fue muy innovador reivindicando el terruño y un método diferente de elaboración. Ahora me emociona ver la finura y la longevidad de los vinos de esta generación y también el hecho de que Argentina, que siempre fue un país de tintos, esté produciendo blancos excelentes».

Y añade el visionario Sebastián: «Hace 15 años, los aficionados no nos visitaban, porque no nos consideraban como una potencia. Ahora eso ha cambiado, aunque en comparación con los Burdeos o cabernets de Napa Valley, todavía nos falta tiempo para que la gente entienda que nuestros tintos de gama alta son unos vinos icónicos, con capacidad de envejecer… Pero juega a nuestro favor la diversidad y que la gente no quiere estar bebiendo todo el rato lo mismo».

En este cruce de tradición y modernidad, la ascensión del malbec argentino se revela como una epopeya contemporánea. Una historia escrita en las piedras aluviales, en las acequias incas, en las manos de viticultores que aprendieron a interpretar la montaña. Todavía les queda camino por recorrer en el mercado internacional a estos flamantes malbecs de nuevo cuño. Pero los primeros pasos ya están dados y existe una curiosidad general por descubrir el nuevo estilo de Mendoza, como se puede comprobar con la creciente organización de salones monográficos. El próximo, en la Forbes House de Madrid, el lunes 6 de octubre, con más de 30 bodegas presentes, a cuál más interesante. El boom del nuevo vino argentino parece ya imparable. Y mientras tanto, los Andes seguirán presidiendo la escena, con ese volcán Tupungato de 6.500 metros que vigila los viñedos como un guardián eterno, recordando a cada botella que la verdadera grandeza siempre apunta hacia lo alto.

Publicidad