Mollejas para la eternidad
Como tantas otras vísceras, se preparan a la parrilla, salteadas, fritas, en volovanes y hasta cocidas con ensaladas

Un plato de mollejas. | Restaurante Ca Joan (Barcelona)
Según doña María Moliner, «llamase casquería a la tienda donde se venden entrañas, pezuñas y demás partes de la res que no son la carne»; en segunda acepción, dicha palabra da nombre también al despojo mismo. Esta cocina de las partes innobles y de la supervivencia tiene origen remoto en tiempos de hambruna, cuando las clases menesterosas tenían que inventar recetas audaces para echarse a la boca alguna proteína cárnica.
Yo he escrito profusamente sobre los callos y el rabo de toro, que son la cumbre del recetario popular del despojo. Pero hay muchas más opciones en esta versión ancestral y salvaje de la cocina de las texturas. Partes altas o bajas, duras o blandas, cartilaginosas, esponjosas, gelatinosas, siempre ligadas a un establecimiento popular donde la etiqueta permite anudarse la servilleta al cuello y mojar pan.
De las tabernas canallas, el quinto cuarto –como le dicen en el Piamonte– saltó hace unos siglos a las mesas palaciegas, convirtiéndose a partir de entonces en manjar reservado a gourmets iniciados. El malogrado Luis XVI se dejó prender en su huida de la Revolución por culpa de unas manitas de cerdo y hay otra leyenda gala decimonónica que vincula un duelo a espada a la grosería de comer en público unos inocentes riñones al Jerez.
En esta Villa y Corte con gastronomía de aluvión, la devoción casquera era propia de figones de puntapié, de Lavapiés o Latina –con la honrosa excepción de los callos de Lhardy que fascinaban a la reina Isabel II–, y ha sobrevivido hasta nuestros días en tascas ilustradas, mesones regionales y algún asador carnívoro. Hubo un tiempo en que los comedores burgueses hacían bandera de casticismo ofreciendo algunos de estos platos suculentos, desde los callos de Jockey hasta las manitas de Príncipe de Viana, sin olvidar aquellas fabulosas mollejas empanadas que los añorados Oyarbide, en su última etapa, solían servir con un pipil de pimientos cristal. Madrid no era aún esta Babilonia cosmopolita regida por las cuentas de explotación y algunos chefs-empresarios independientes como Iñaki Camba (Arce) se distinguían de sus coetáneos más cursis proponiendo menús completos en torno a la casquería: manitas de cordero rellenas de setas sobre verduras en escabeche, villaroy de morros y carrillera de cerdo, ragout de criadillas. Por no hablar de Abram García (Viridiana), quien le dedicó al asunto todo un libro, De tripas corazón (2009), que es un canto de amor a este manjar popular en sus muchas vertientes.
De todos los despojos que pueblan las mesas públicas occidentales, mi favorito son sin duda las mollejas, ya sean de cuadrúpedo o de ave. En otros tiempos, era costumbre de los carniceros en la España rural, igual que se reservaba el solomillo o el lomo para el terrateniente local, guardar esta pieza rara para el cura. Tradición un tanto perniciosa, puesto que el erudito Curnonsky asociaba a las mollejas virtudes altamente afrodisíacas y acaso representaría esto un escollo para alcanzar la vida eterna. Pero no nos desviemos…
Las mollejas no tienen una estación definida, aunque yo las asocio –vaya usted a saber por qué– al otoño y la primavera, como si encarnaran la transición perfecta entre la ensaladilla y el puchero. Quizá también porque la más adictiva de todas las vísceras se me antoja un producto de entretiempo por su preparación sencilla, alejada de cualquier salsa, su facilidad para el picoteo o su hermanamiento vocacional con las verduras de temporada.
Para que nos entendamos, la molleja es, en realidad, el nombre con el que se designa, en la ternera y el cordero, al timo, una glándula situada en la entrada del pecho de los animales jóvenes. Es tierna y de sabor muy fino, rica en hierro y en purina –así que los grandes forofos deben tener cuidado con el ácido úrico– y, sin resultar precisamente dietética, dado su alto contenido en grasa, también tiene sus virtudes nutritivas, siendo uno de los pocos alimentos de origen cárnico que aporta vitamina C.
Como tantas otras vísceras, las mollejas se preparan a la parrilla, salteadas, empanadas, fritas, en volovanes y hasta cocidas con ensaladas. A la hora de comprarlas, debe el consumidor asegurarse de que estén bien frescas y procurar no conservarlas crudas más de un día o, aún mejor –como recomienda Martín Berasategui–, blanquearlas al llegar a casa. En la tienda, además del timo, los carniceros suelen vender también como molleja el páncreas, pero sin pretender denostarlo ni mucho menos, yo prefiero la clásica de garganta.
A la hora de prepararlas, hay que lavarlas y remojarlas concienzudamente. Después, debe uno retirar el envoltorio granuloso y grasiento, que carece de valor culinario, para quedarse con la parte carnosa de forma redondeada, textura compacta y color rosado. Pero, mejor que lanzarse a la aventura coquinaria, nosotros apostamos por ir a descubrir este manjar a algún buen restaurante de confianza, ya que éste no es plato para experimentos.
De las mollejas de vaca existen innumerables recetas en la alta cocina clásica francesa: à la Parisienne (con alcachofas), el ris de veau princesse (con puntas de espárragos) y hasta el Demidoff (con trufas, tocino y verduras salteadas, en honor de un ruso emigrado que fue uno de los grandes gastrónomos del Segundo Imperio). Durante mis años parisinos, tuve ocasión de disfrutar algunos de los más gloriosos ris de veau de la ciudad de la luz en templos triestrellados como L’Ambroisie de Bernard Pacaud, Le Pré Catelan de Frédéric Anton o Le Bristol (hoy Épicure), donde oficiaba Éric Fréchon. En el aristocrático Apicius, etapa Jean-Pierre Vigato, gustaban reivindicar los orígenes tabernarios de citado chef presentando una versión XL de esta pieza en un trolley –como los del roastbeef que abundan en los clubes londinenses– y trinchándola ceremoniosamente frente al complacido comensal. Tampoco era nada desdeñable la molleja dorada braseada lentamente a la sartén con beurre demi-sel por Raquel Carena en el pionero de la bistronomie Le Baratin. ¡Qué tiempos felices!
Quizá por este inevitable deje afrancesado, soy menos propicio a la forma de cocinar la molleja de res de los asadores argentinos, ya que el alimento tiende a tostarse y secarse en demasía si el parrillero se despista un segundo. No niego que, en Don Julio, en Fogón Asado o en Elena (Buenos Aires), sepan darle el punto perfecto a esta gloriosa víscera. Igual que en Lana, Piantao, Chispa Bistró o Los 33 en Madrid. Pero cuidado con los asadores de segunda fila… Mejor dirigirse a neo-tabernas solventes donde saben saltearlas con el debido mimo y arroparlas con aderezos atrevidos, como las madrileñas Chiripa, Haramboure o Treze.
En la tradición culinaria patria, en cualquier caso, siempre han primado las mollejas de cordero lechal o lechazo, que son un delicioso infanticidio y solemos preparar de forma mucho más sencilla: empanadas, guisadas, fritas al ajillo, a la bordelesa… En la capital, no hay que perderse las de Javi Esteve en La Tasquería, marcadas a la plancha para que queden bien crujientes y acompañadas con setas y puré de chirivía; pero tampoco son desdeñables las de El Fogón de Trifón o las de Javier Goya (Triciclo), con níscalos y yema de huevo. Y saliendo a explorar por ahí, acudan a Gresca (Barcelona), Bagá (Jaén), Comparte Bistró (Salamanca), Ricardo Temiño (Burgos)…
Durante un tiempo, se pusieron de moda en la piel de toro las mollejas de pato, más rojizas y de carnes prietas, que en aquel olvidado Buen Provecho de la calle Ibiza servían en ensalada landesa con foie, lechuga y criadillas de tierra. Todavía se pueden encontrar confitadas en conserva y cabe hacerlas en casa imitando la fórmula de las brasseries galas, acompañándolas de patatas paja fritas en la propia grasa del propio ánade. Se trata de un producto que admite también la preparación en carpaccio, en risotto, con pochas guisadas o guisantes rehogados. El único problema, como suele ocurrir también con las deliciosas crestas de gallo, es escoger bien a los invitados al ágape. ¡Después de tanto esfuerzo cocineril, no queremos que ningún paladar melindroso nos fastidie la fiesta!
En cuanto al acompañamiento vínico ideal, depende si las mollejas son de ternera, cordero o pato –dejemos las de pollo para baretos cerveceros–, elegiremos un gran blanco fermentado en barrica con cierta madurez o un tinto con algunos años y buena acidez. Eviten, en todo caso, los tintos sobre-maduros o con exceso de vainilla y tostados de la barrica, que restarán equilibrio al festín. Y no desechen acudir a Jerez o a Montilla-Moriles, en pos de algún amontillado con filo y carácter, que convertirá el bocado en una experiencia imborrable, ya sea en mesa con mantel de lino o a pie de barra.
