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Gastronomía

Vinos insulares: el viaje empieza al abrir la botella

Durante siglos, los vinos de Canarias, como los de Madeira y Azores, fueron parte esencial de las travesías atlánticas

Vinos insulares: el viaje empieza al abrir la botella

Viñedo y acantilado de Tibataje en El Golfo. | Wikimedia Commons

En un mundo cada vez más cartografiado, donde las rutas aéreas dibujan constelaciones de luz sobre el océano y Google Earth permite recorrer acantilados sin mover un dedo, las islas conservan todavía una promesa de misterio. Son territorios donde la escala humana prevalece, donde el mar actúa como límite, espejo y memoria. Enológica y emocionalmente, un vino isleño nace con esa imprecisa condición de frontera: es siempre un viaje. Uno abre la botella y entra en otra latitud, en otro ritmo, incluso en otro tiempo.

En su ensayo sobre la singularidad de los vinos insulares, el escritor y viajero Andrew Jefford lo formulaba con lirismo: «El vino de las islas es un mensaje en una botella: elaborado en aislamiento, moldeado por el viento y el mar, lleva consigo el sabor de un lugar remoto». Y tenía razón: el vino insular lleva adherida la poesía de lo aislado, de lo improbable, de lo que resiste.

Ya lo advirtió Cunqueiro, tan amigo del vino como de las geografías soñadas: «Toda isla es un mundo y todo mundo comienza en una copa si uno sabe mirar». El romanticismo isleño, sin embargo, no es solo una construcción poética. Tiene una base real: la viticultura en un trozo de tierra rodeado de agua implica microclimas caprichosos, tradiciones preservadas y una identidad que rara vez se replica en tierra firme. Puede haber terruños minerales, calcáreos, arenosos o volcánicos; puede haber altitudes extremas o viñas a pie de playa; puede haber nieblas atlánticas o calores casi saharianos. Pero siempre existe un hilo conductor: la sensación de orfandad feliz que define a los archipiélagos, esa «cultura de la supervivencia» que acaba impregnando la copa.

Conviene, eso sí, desmontar el tópico contemporáneo: no todos los vinos isleños son volcánicos, por mucho que el marketing global haya convertido el adjetivo en reclamo exótico. Sicilia lo demuestra cada día: isla mediterránea, sí, pero con una diversidad de terruños —calizas, arcillas, arenas marinas y basaltos del Etna— que invalidan cualquier simplificación. Lo mismo ocurre con Baleares y sus suelos calcáreos; con Madeira, donde los viejos bancales se apoyan en arcillas rojas; o con las Azores, fragmentos de lava rodeados de Atlántico pero matizados por capas de ceniza, arena y piedra pómez. Las islas, como las personas, no son un monolito.

Y aún así, pese a tanta variedad natural, comparten algo indiscutible: una belleza diferencial, ese toque de rareza que el bebedor iniciado reconoce incluso sin llegar a situar su origen en un mapa. Tal vez sea el viento salado, la latitud extrema, la cercanía del mar o la fidelidad a las castas locales. Tal vez sea, simplemente, que los vinos isleños no se parecen a nada y saben a lo que son: testigos de un mundo en peligro de extinción que persiste.

Si uno piensa en vinos de este tipo, Canarias aparece enseguida como un archipiélago mayor: por su historia, por su diversidad, por su fama histórica en Europa y en América y por su vibrante renacer. Pero antes de llegar a la actualidad —que es apasionante— conviene retroceder.

Durante siglos, los vinos de Canarias, como los de Madeira y, en menor medida, Azores, fueron parte esencial de las travesías atlánticas. Desde el siglo XVI, las naos que partían hacia las Indias cargaban en sus bodegas malvasías canarias, vidueños y aquel célebre «canary sack» que Shakespeare menciona en Enrique IV y en Las alegres comadres de Windsor. Aquel «sack» canario, envejecido en las bodegas de Garachico, Realejo o La Laguna, recorría las rutas hacia Flandes, Inglaterra o las colonias norteamericanas. En el reino isabelino, por cierto, el vino de Canarias se bebía como si contuviera el sol embotellado de una tierra lejana. 

Madeira, por su parte, descubrió casi por accidente el fenómeno del vino calentado en bodega, un proceso que hoy llamamos estufagem o canteiro y que surgió cuando los barcos regresaban del Índico con los toneles más sabrosos que nunca, «mareados» por meses de calor tropical. Nació así, casi por accidente, el estilo calentado que hoy reconocemos en la Madeira actual, destacando por encima de todos los de la casta sercial: tensos, sápidos, largos, casi secos y de una elegancia simpar. ¿Sería así el Madeira con el que George Washington brindó en su toma de posesión? Quién sabe. 

Las Azores, situadas en mitad del océano, fueron escala obligatoria de balleneros y mercaderes. Su arinto y su verdelho se convirtieron en vinos de culto para portugueses e ingleses. Melville, que pasó por estas latitudes, escribió en Moby Dick que las islas del Atlántico eran «puertos suspendidos en mitad de la inmensidad». Esa imagen vale también para sus blancos yodados.

La época colonial modeló estos archipiélagos: las viñas crecieron donde podían, en bancales imposibles, en laderas de lava, junto a los almendros y los guisantes. Y aunque el declive del comercio marítimo y la competencia peninsular apagaron parte de su brillo, las islas conservaron siempre algo intacto: su autenticidad varietal. En Canarias, la filoxera nunca entró. Las cepas, muchas plantadas hace más de un siglo, crecieron siempre sobre pie franco. El fin de las largas travesías oceánicas apagó parte de ese brillo antiguo, pero la isla guardó un tesoro: una diversidad genética única en Europa.

Ese patrimonio varietal, unido a la altitud, la orografía extrema y la energía de una nueva generación de elaboradores, explica lo que hoy está ocurriendo en Canarias. Como señala Luis Gutiérrez en sus últimos informes para The Wine Advocate, el archipiélago vive una efervescencia vinícola sin precedentes, siendo quizá el movimiento vinícola más interesante del sur de Europa en la última década.

Los datos hablan solos: una explosión de pequeñas bodegas (Envínate, Ignios, Suertes del Marqués, Los Loros, Puro Rofe, Bimbache…) que vinieron a sumarse a las que ya estaban rompiendo moldes (Monge, Viñátigo, El Grifo), recuperación de variedades antiguas, vinificaciones más precisas, vinos blancos de tensión atlántica y tintos de una fragilidad expresiva que recuerda, en ocasiones, a regiones de altura del Viejo Mundo. Listán blanco, listán negro, vijariego, baboso, gual, marmajuelo, negramoll, más decenas de variedades minoritarias, componen un mosaico que no existe en ningún otro lugar. Un catálogo que parece fantasía mitológica.

Las viñas pueden crecer a 50 metros sobre el mar o superar los 1.500 metros en las faldas del Teide. La influencia del viento alisio modula la maduración. El resultado es una multiplicidad de estilos: blancos tensos, salinos, de filo atlántico; tintos fragantes, delicados, casi transparentes; dulces eternos que remiten al tiempo de nuestros tatarabuelos.

Tenerife, con su cordillera volcánica transversal, su Teide y su mosaico de altitudes, se ha convertido en la avanzadilla de este renacimiento, sea cual sea la denominación: Abona, Tacoronte-Acentejo, Valle de Güímar, Valle de La Orotava, Ycoden-Daute-Isora o la DOP Islas Canarias

Fuera de Tenerife, La Palma —heroica y fragante— aporta su pureza mineral; Lanzarote, con sus hoyos lunares de La Geria, continúa siendo una postal de resistencia frente al viento; Gran Canaria sorprende con zonas como Monte Lentiscal y Agüimes; Gomera se reivindica con su forastera blanca. Lo que une a estos proyectos no es un estilo, sino una actitud: respeto por el paisaje, recuperación de viñas viejas, intervenciones mínimas y, sobre todo, una especie de pulsión creativa que podríamos llamar, sin exagerar, «obsesión por lo propio». Los elaboradores isleños no buscan imitar Burdeos ni Borgoña; buscan saberse y contarse.

Con este contexto de fondo, el encuentro organizado hace unos días por Vocento Gastronomía y el Cabildo de Tenerife, bajo el título de Island Wine Summit, se convirtió en algo más que una simple jornada técnica. Fue, en cierto modo, un puente entre la historia atlántica y la revolución presente, una celebración colectiva de la diversidad insular, que sus impulsores describieron como un esfuerzo por «reunir miradas expertas y vinos singulares en un formato íntimo y dialogado». 

Durante una jornada apasionante, bodegueros, sumilleres, periodistas y otros profesionales del sector asistieron a varias conferencias y catas impartidas por el Máster of Wine Fernando Mora, el sumiller canario Rodrigo González, el catador de Wine Advocate para España y Portugal Luis Gutiérrez, el experto en componentes aromáticos François Chartier o el sumiller e importador barcelonés Bernat Voraviu.

Bajo el título Volcanes y mar. El origen profundo de los vinos de Tenerife, el congreso se adentró en cómo este aspecto, junto con la insularidad, marcan el carácter de los vinos. A continuación, el sumiller tinerfeño Rodrigo González impartió una ponencia titulada Tenerife, vinos de altura, incluyendo referencias de Envínate, Taganán o La Solana, testigos del buen momento que atraviesa la isla. El punto álgido de la mañana llegó con la Gran cata internacional de vinos insulares a cargo de Luis Gutiérrez, un paseo ecléctico por islas de España, Italia y Portugal, destacando el último vino servido que fue casi un viaje en el tiempo, ¡con un vino de 1860! Un Madeira, Torre Bella Terrantez, de Quinta do Conde de Torre Bella, del año 1860. 

Por la tarde, el canadiense asentado en Barcelona, François Chartier, creador de la ciencia aromática de las armonías moleculares, nos desveló en una intervención titulada Insularity Aromatic Pairings, el «ADN aromático y gastronómico» de la isla; un mapa sensorial que conecta sus vinos, su territorio y su cultura culinaria. Por último, Bernat Voraviu, fundador de Ithaca Wines y Soulwines, propuso un periplo por aguas del Mare Nostrum a través de vinos de tierras lejanas como Creta, Santorini, Sicilia, Cerdeña, Samos… Cada copa parecía el capítulo de un libro de Geografía de otros tiempos. Una invitación a hacer el petate y echarse a navegar.

En el cierre del evento, la Consejera Delegada de Turismo de Tenerife, Dimple Melwani, señaló que «hablar de nuestros vinos es hablar de historia, de identidad y de futuro. Es hablar del esfuerzo de generaciones que con paciencia y sabiduría han sabido transformar la fuerza de nuestra tierra volcánica en una expresión única de sabor, aroma y cultura».

En la cena de despedida, surgieron ideas para una próxima cita más ambiciosa: un evento que reúna a productores de Canarias, Madeira, Azores, Sicilia, Córcega, Baleares, Malta, Santorini y Creta, y que permita trazar una auténtica cartografía insular del vino. Un proyecto aún por definir al 100%, que podría convertirse en una de las grandes citas mediterráneas y atlánticas de los próximos años.

A los postres, se dio un tema de debate (amable) entre los comensales: ¿Qué hace distinto a un vino isleño? La pregunta parece sencilla, pero no lo es. Entre las respuestas que surgieron, me quedo con estas:

  1. La escala humana. Las explotaciones suelen ser pequeñas, fragmentadas, familiares. No hay grandes llanuras mecanizadas, sino viñas en terrazas, laderas abruptas y parcelas que requieren manos, no máquinas.
  2. La diversidad geológica. De los suelos calcáreos de Menorca a las arenas marinas de Formentera, de los basaltos canarios a las arcillas sicilianas: no existe un único modelo insular.
  3. El viento y el mar. La salinidad es una marca de identidad. Pero no siempre es sabor: a veces es textura, a veces es tensión, a veces es simplemente un recuerdo.
  4. La conservación varietal. Las islas suelen actuar como santuarios vegetales donde se preservan uvas antiguas desaparecidas en el continente.
  5. La resiliencia. Donde hay isla hay adaptación: al clima, al relieve, a la escasez de agua, al aislamiento logístico.

Saramago, que entendía bien el espíritu de los archipiélagos, escribió que «las islas son cuerpos que el mar ha dejado libres para que soñemos con ellas». Quizá eso explique por qué un vino isleño sabe distinto incluso antes de catarlo: porque llega impregnado de libertad y supervivencia.

Pero lo más estimulante es que la idea de «vino insular» se está expandiendo más allá del viejo mundo. Pensemos en Nueva Zelanda, cuyas islas Norte y Sur ofrecen algunos de los paisajes vitícolas más puros del planeta; en Tasmania, casi un laboratorio natural para blancos y pinot noirs de clima frío; en Inglaterra, que ya no sorprende a nadie con sus espumosos de clase mundial; o incluso en Long Island, en la Costa Este estadounidense, donde las viñas le disputan el territorio a los hotelitos cuquis de los Hamptons, a pocos pasos del Atlántico.

La cartografía del vino del siglo XXI no sólo va de latitudes y altitudes. Va, también, de insularidades. De comprender territorios rodeados de mar donde el clima se modera, las variedades se transforman y la identidad se preserva casi por defecto.

Volvemos al principio. A esa sensación de viaje íntimo que proporciona un vino isleño. Uno descorcha, sirve, huele, prueba… y de pronto se ha teletransportado a otro lugar. El vino isleño no promete exotismo: promete verdad. Y si hoy despierta tanto interés es porque las islas siguen siendo, pese a la globalización, un refugio emocional: lugares donde el tiempo tiene otra cadencia, donde la memoria vegetal es más antigua, donde la identidad se cultiva, no se fabrica. Por eso, cuando dentro de unos meses se ponga en marcha ese futuro encuentro internacional de vinos insulares más ambicioso y coral, quizá podamos finalizar la jornada brindando por algo más que una moda. Por un modo de entender el mundo: pequeño, resistente y luminoso como un faro. Y así, con una copa en la mano, el viaje empezará otra vez.

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