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Animales falibles

Nunca nos enamoramos de rostros angelicales y perfectos: nos enamoramos de hoyuelos, de sonrisas rotas, de arrugas de expresión en una frente que se admira o se cabrea

Animales falibles

Es evidente que nuestro mundo persigue la perfección y que ese anhelo atenta directamente contra nuestra naturaleza. Da igual que se trate de coches que se conducen solos, de ordenadores que se autoprograman o de tecnologías que deciden cuándo se pita penalti y cuándo no: todo está orientado a evitar los errores. O, más que los errores, la capacidad de errar, que es, diría yo, la característica más propia del ser humano. Animal racional, sí, y animal falible, por lo mismo.

En consecuencia, yo me sublevo cada vez que alguien trata de mostrarme las ventajas de todas estas tecnologías, tan modernas, tan autónomas, tan perfectas. No me importa que un robot tenga menos posibilidades de provocar un accidente al volante tanto como que mi amigo Dimitri pueda seguir conduciendo ese 4 latas al que tanto aprecio tiene. Y lo mismo con los aviones: ¿cómo podría preferir que fuese un robot en lugar de mi amigo Bruno el que me llevase a Nápoles, por más que Bruno, que es un piloto excelente, pudiese cometer un fallo? No quiero decir con esto que me gusten los accidentes de coche o de avión; eso sería una estupidez. Lo que me gusta, y lo que en realidad nos gusta a todos, es ver a un hombre imperfecto, como Dimitri, como Bruno, acertar cuando podrían haber fallado. Ahí, en «que un hombre con una máquina azarosa alcance una estación distante», reside la poesía, como nos recuerda Chesterton en El hombre que fue jueves

En los deportes ocurre lo mismo: deberíamos estar dispuestos a que sea el árbitro, que se equivoca, o el linier, al que se le puede escapar un fuera de juego, los que tomasen las decisiones y resistirnos a que se los convierta en meros comunicadores del veredicto de una máquina como se ha hecho con el juez de silla en los partidos de tenis. Porque, si bien sus errores pueden costarnos una liga, sus aciertos pueden dárnosla también. Y, por cuanto tiene de humano lo primero y de poético lo segundo, creo que merece la pena arriesgarse.

Pero además de todo esto, creo que hay otro motivo —más importante, si cabe— para reivindicar la falibilidad humana: todos tenemos experiencia de errores que, sin dejar de serlo, nos resultan acertadísimos. Y ninguno de ellos, claro, los podría haber parido una máquina. Una máquina habría afinado —y con ello malogrado— la voz de Dylan o el piano de Daniel Johnston. Una máquina habría corregido esos fallos que uno encuentra casi sin esfuerzo en los discos de los Beatles. Una máquina, en fin, habría evitado esas pinceladas de Goya trazadas intuitiva y no matemáticamente del mismo modo que habría cambiado las comas mal puestas de los cuentos de Maupassant. Pero a todos nos gustan esos errores, esas equivocaciones que cometen otros seres tan imperfectos como nosotros. Por el mismo motivo, nunca nos enamoramos de rostros angelicales y perfectos: nos enamoramos de hoyuelos, de sonrisas rotas, de arrugas de expresión en una frente que se admira o se cabrea, y sólo después nos parecen angelicales y perfectos. Porque eso es en realidad lo humano, lo que se ajusta a nuestra naturaleza, y tendríamos que hacer lo que fuese por preservarlo. ¡Hasta reivindicar los fueras de juego!

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