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Isa Pi, la niña a la que no dejaron ser Pantoja

«Sobrevuela en su recuerdo el dolor de saberse distinta, de no ser del todo Pantoja, tampoco Rivera»

Isa Pi, la niña a la que no dejaron ser Pantoja

Ilustración de Alejandra Svriz

«Ya tenía mi varoncito y quería una hembra. Viendo que las posibilidades se agotan, los años pasan, yo acabo de cumplir 40 años y mi hijo está crecido, me digo, ¿tengo que volverme a enamorar, casar, etcétera, para tener una hija?». En esos pensamientos se perdía Isabel Pantoja en los noventa, antes de descubrir el blanqueo de capitales como forma de entretenimiento más estimulante, aunque, todo hay que decirlo, más peligroso. Pero la atracción del lado oscuro del poder ya estaba ahí, por mucho que Julián Muñoz no hubiera entrado en su vida. La tonadillera se paseó por los orfanatos del Perú saltándose todos los protocolos habituales gracias al largo brazo del presidente Fujimori y al del que fuera su jefe de Inteligencia, Vladimiro Montesinos, hasta que puso sus ojos en una pequeña morena, sin apenas pelo, a la que señaló mientras pronunciaba la frase mágica: «Esa se viene conmigo».

Recuerdo, hace años, una sección de la revista Pronto que llevaba por título ‘¿Qué hubiera sido de mi vida si…’ en la que repasaban biografías marcadas por un hecho determinante, a veces para bien, otra para mal. La anécdota de la artista que elige a su hija como quien escoge un bolso en un escaparate bien podría formar parte de esa colección de artículos. Salvo que aquellos eran ficción, fantasías escritas por redactores necesitados de rellenar una página, y esta es una realidad que marcaba el destino de una criatura inocente. ¿Qué hubiera sido de la vida de Andrea Celeste Tintaya Luque si no se hubiera convertido en Isabel Pantoja?

Por mucho que imaginemos, de nuevo la realidad se impone ante la ficción porque, para empezar, la niña ni siquiera ha podido ser Isabel Pantoja: la conocemos como Isabelita, Chabelita, Isa P o Isa Pi, como si el apellido fuera maldición, viviendo atrapada en una familia que al parecer no supo cómo quererla, con una madre con la que ha roto relaciones y a la que acusa de no saber gestionar el proceso: «Mi madre me adoptó y es como quien abandona un perro».

A Isabel Pantoja, la tonadillera, le hubiera gustado que Isabel Pantoja, la adoptada, se hubiera convertido en profesora de inglés y viviera ajena al mundo del corazón. Nada más lejos de la realidad. La mandó estudiar a un colegio extranjero y la mantuvo en una burbuja tan asfixiante que al cumplir la mayoría de edad reventó por los cuatro costados: el resultado, dos maridos, un hijo y entregada a las exclusivas y a las colaboraciones en distintos programas de televisión. Ahora, ni se ven, ni se hablan, ni se buscan.

El relato que hace Isa Pi de su infancia y su adolescencia parece una versión VIP de La cenicienta, con la abuela, el tito y, en ocasiones, el hermano ocupando el papel de la madrastra y las hermanastras del cuento. Especial mención merece Agustín, un personaje del que no somos capaces de encontrar testigo de su buen corazón o le dedique bonitas palabras, más bien lo contrario. Cuenta Isa que su madre tenía un perro, Pupi, y que a ella, cuando apenas tenía diez años, le gustaba llevarlo a la cama para dormir a su lado. Pero Agustín se enfadó por jugar con el animal y estuvo nueve meses sin dirigirle la palabra a su sobrina. Nueve meses compartiendo techo, desayuno, comida y cena con la boca cerrada, como si no existiera. O inmadurez o maldad, elijan ustedes.

Y la madre, muchas veces ausente por los conciertos y compromisos, tanto que se le olvidó contarle a la niña que era adoptada, algo que descubrió por casualidad por un comentario de una compañera de clase. Imaginen el ‘shock’ de la criatura. Tampoco la sentó para explicarle de dónde vienen los niños, que eso de la cigüeña le venía bien para tenerla atada y ajena a la realidad.

Pero entonces llegó el amor y lo arrasó todo, provocando momentos realmente humillantes: cuando su hermano la descubrió con un chico y agarró una manguera para someterla a una suerte de purificación, y cuando la llevó a un ginecólogo para que certificara que seguía siendo virgen. Y como el médico se negó, fue la propia Pantoja quien acudió a otro especialista para descubrir que la niña ya era mujer.

A Isa le hubiera gustado que la trataran como a su hermano Kiko, que la quisieran como a él, que le perdonan todo. Pero a ella, no, nunca le han pasado una. Sobrevuela en su recuerdo el dolor de saberse distinta, de no ser del todo Pantoja, tampoco Rivera. «No me quiero quedar con lo malo», insistía en De viernes Isa Pi al confirmar que ha roto con su madre: «Pero ahora tengo la libertad de ser quien quiero ser. Y quererme más». A veces, hay que saber soltar lastre.

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