Durante los últimos 30 años, millones de niñas se han esfumado sin dejar rastro o han muerto bajo la sospecha de haber sido arrancadas del vientre antes de nacer, asesinadas, vendidas, abandonadas, o hechas desaparecer por sus propios padres.
Nadie sabe dónde están las niñas que faltan en la aldea de Mahima, excepto la propia Mahima. La última vez que vio a una de ellas, la suya, salía de su vientre. De las demás, nadie sabe. Faltan niñas en esta remota aldea del estado de Rajastán, y en el pueblo vecino, y en toda la India, pero nadie las busca. No las conocen. Durante los últimos 30 años, millones de niñas se han esfumado sin dejar rastro o han muerto antes de cumplir los seis bajo la sospecha de haber sido asesinadas, vendidas, abandonadas, o hechas desaparecer por sus propios padres. El precio de criarlas ha convertido su vida en algo inviable.
Asesinato selectivo
A finales de los años 80, unos informes sobre muertes de recién nacidas, con el cuello partido a las pocas horas de nacer, con leche envenenada o asfixiadas con sábanas empapadas, revelaron que se estaba llevando a cabo un asesinato selectivo de niñas en la India. En 1991, el censo nacional disparó las alarmas. Los datos oficiales mostraron que había 927 mujeres por cada 1.000 hombres, cuando la media mundial era de 952 por cada 1.000. Con el paso de los años, las brutales muertes parecieron desaparecer gracias a programas de vigilancia sobre las embarazadas hasta el parto, o cunas instaladas en los hospitales para que los padres dejaran a las bebés sin tener que dar explicaciones. «Si su bebé es una molestia, déjelo aquí», se leía en algunos centros.
Los casos de bebés asesinadas disminuyeron, pero la población de mujeres siguió cayendo: la llegada de las ecografías a la India había dado inicio a un nuevo sistema de selección de sexo. El censo de 1991 mostró que había 4,2 millones menos de niñas que de niños con edades comprendidas entre los 0 y 6 años. La situación empeoró en el censo de 2001, que elevó la diferencia a 6 millones. En el último, realizado en 2011, el desequilibrio alcanzó los 7,1 millones, según señala el Centro de Investigación Global para la Salud (CGHR) en un estudio publicado por The Lancet.
El Ministerio de Interior indio también publicó en junio el registro de nacimiento 2016-2018, el estudio más preciso de radio de sexo en el país hasta que se publique el censo de 2021, y los datos proyectados no son alentadores: nacen 897 niñas por cada 1.000 varones. La selección se ha propagado por casi todo el país. En julio de 2019, los registros de nacimiento en 132 aldeas del distrito de Uttarkashi, a unos 300 kilómetros al norte de Nueva Delhi, dejaron a la vista la efectividad de la matanza: de los 216 bebés nacidos en tres meses, todos eran varones.
Sangre de mi sangre
Lo que mató a la hija de Mahima fue una mezcla de mifepristona y misoprostol, dos medicamentos disponibles en el mercado. Uno es conocido como «la píldora del día después» y el otro es un tratamiento para las úlceras gástricas. «Era una mujer, y yo quería un varón», dice Mahima protegida por la privacidad que le da su choza de barro. Morena y enjuta de carnes, la mujer de 26 años tiene los dedos ensangrentados por los piojos de su hijo que se van quedando pegados entre las manos. No se arrepiente de lo sucedido. En un rincón de la casa de una única habitación, en la que no entra la luz, están sus dos hijas mayores, de 8 y 10 años. La escuchan hablar sin saber que el motivo por el que están vivas es porque nacieron primero.
Mahima está convencida de que el sexo de los bebés lo determina un patrón con el que fue configurado el aparato reproductivo de cada mujer, y en su caso comprobó que «los niños nacen después de tener dos niñas». Por eso abortó el que sería su cuarto hijo, convencida de que era una mujer. Aunque el uso del ultrasonido está permitido para examinar la evolución de los fetos, la Ley de Técnicas de Diagnóstico de Preconcepción y Prenatal de 1994 prohíbe revelar el sexo a las familias o solicitar ese servicio, con penas que van de los tres a los cinco años de cárcel.
Pero la ley propició un nuevo nicho clandestino: médicos o profesionales con capacitación para utilizar los ultrasonidos comenzaron a cobrar bajo la mesa sumas de hasta 300 dólares a cambio de hacer una señal, un gesto, o poner una marca diminuta al borde de la receta para revelar el sexo a los padres. Mahima tuvo que recorrer 10 kilómetros a pie y subir luego al remolque de un tractor para llegar hasta el hospital público de la ciudad.
«¿Por qué quieres hacer esto?», preguntó el doctor cuando entró a la consulta pidiendo un aborto. «Porque no queremos tener niñas», respondió la mujer, que jura que el médico no la examinó para corroborar si su bebé era una niña. A cambio de 600 rupias, o unos 8 dólares, le dio la receta con la que le entregaron las medicinas para abortar. Antes, el médico le propuso continuar con el embarazo y entregar la niña al hospital cuando naciera, pero el futuro de su hija era algo que no quería dejar en manos de nadie. Las noticias de albergues que prostituyen, venden, o esclavizan a las chicas era una idea que torturaba a Mahima más que la propia muerte. «¿Pero cómo iba a entregar a mi hija? Me negué, les dije que no podía abandonarla. Es sangre de mi sangre».
En el nombre del padre
Si hubiera que marcar las casas en las que al menos una niña desapareció, habría que señalar también la de Amisha, la esposa de un campesino con dos bueyes y media docena de cabras, distinguido en el pueblo por su relativa holgura económica. A ella se le ve tres veces al día fuera de casa, cuando lleva a pastar a las cabras, o cuando sale a recoger agua de la bomba manual instalada en medio del campo. Su cuello estirado se mueve con el impulso con el que ondean los 30 litros que lleva sobre su cabeza. Después de cargar los dos últimos cántaros para fregar los platos de la cena, se habrá ganado el derecho a hacer lo quiera, que con frecuencia no es más que desenredar el cabello de su hijo.
La melena larga y casi dorada de su hijo Ajay es una promesa que hizo a los dioses si su familia era bendecida con un varón, un delfín para el legado de esta familia que pueda alumbrar el camino de la muerte a su padre. En el hinduismo, el hijo varón, o el marido en el caso de la muerte de una mujer, son necesarios en el rito de cremación para alcanzar la redención.
La responsabilidad de Amisha con la descendencia de su familia es mucho mayor que la de Mahima. Al estar casada con el hijo único de una familia de granjeros, tener al menos un varón era la única manera de asegurar el linaje de su marido y la salvación de su alma. La esposa de este campesino tuvo dos varones, con tres niñas intercaladas. Solo las dos primeras nacieron. La última se quedó entre un trapo viejo que contuvo la sangre del aborto provocado por la misma mezcla de mifepristona y misoprostol que consiguió Mahima. «Sí, lo hice», contesta con una media sonrisa cuando le preguntan si se deshizo de ella.
Su marido cerró el trato con el doctor para que le diera los medicamentos a cambio de 14 dólares por cada mes de embarazo. Estaba embarazada de tres meses. Si una esposa no es capaz de proporcionar hijos varones «tiene que abandonar la casa», regresar con sus padres, y así el esposo podrá casarse de nuevo e intentar continuar la descendencia, explica Amisha para referirse a una norma no escrita a la que llama «la presión del matrimonio». Mientras que las hijas dejan el hogar para ir a vivir con sus maridos, los varones están destinados a quedarse en casa con su esposa e hijos, cuidar de sus padres y los bienes familiares. Tener solo niñas significaría la extinción de la familia.
El precio de las hijas
«Criar a una hija es regar el huerto del vecino», dicta un popular refrán indio que apunta directo al sistema de la dote, el pago que los padres hacen por el matrimonio de sus hijas. Irónicamente, las mujeres son las depositarias del honor familiar, y la dote es una muestra del estatus social que permite a los padres escoger entre los mejores pretendientes y hogares a los que pasarán a pertenecer sus hijas.
La dote es una de las principales razones por las que las niñas son vistas como una carga, como una futura deuda. «Yo reúno la mitad, y el resto lo pedimos prestado a nuestros familiares. Cuando otra mujer de la familia se case, tendré que dar dinero para pagar lo que me dieron», detalla Mahima para explicar un sistema prohibido y penado por ley desde 1961, pero que supone una práctica corriente. No hay un monto estipulado. En poblados pobres la puja puede empezar en los 1.500 dólares en forma de ganado, joyas, propiedades o tierra.
El pago incompleto de la dote y las presiones por más dinero por parte de la familia del novio, abren en ocasiones otra puerta a la muerte. El informe más reciente de la Oficina Nacional de Registros Criminales (NCRB), que recoge datos de 2018, reveló que 7.277 mujeres fueron asesinadas por asuntos relacionados con la dote, lo que representa el 94% de los 7.747 asesinatos de mujeres registrados ese año en la India. «Claro que hay que pagar la dote, si no qué hombre va a aceptar casarse con una hija», razona una anciana que ha quedado sola después de entregar a su única hija.
La culpa del agua
«La culpa es del agua», dice otra anciana de la aldea, que sabe que las niñas tienen más probabilidades de morir si la tierra no es fértil. Con la falta de lluvia, las familias quedan a merced de bombas hidráulicas que apenas cubren necesidades elementales, mientras esperan la llegada del monzón que una vez al año tiñe los campos de verde.
El resto del año, los hombres dejan el pueblo para buscar trabajo en la ciudad o como jornaleros en áreas con sistema de regadío. Aldeas como esta quedan habitadas solo por mujeres a las que se les tiene prohibido ir a trabajar por temor a que sean raptadas o que huyan en busca de un futuro mejor. «Si tuviéramos al menos un pozo de agua, las mujeres podrían trabajar en casa cultivando vegetales, y los padres no tendrían ningún problema en tener más hijas», argumenta Biju, el suegro de Mahima.
A Biju le falta una pierna que le amputaron por una gangrena. No trabaja, pero tiene cinco hijos varones que, como dicta la costumbre, cuidarán de él hasta su muerte. A diferencia de lo que sucede en esta aldea, las tierras fértiles permiten una vida lo suficientemente próspera como para tener hijas.
Muchos distritos han visto llegar esa prosperidad en la última década gracias a los sistemas de riego financiados por el Gobierno. Pero lo que parecía una solución, ha agravado el problema. Los hijos de tierras verdes comenzaron a exigir dotes más altas para aceptar propuestas matrimoniales que vinieran de las zonas áridas, haciéndolo cada vez más difícil para las mujeres, explica la autora de “Haciendo desaparecer a las Hijas”, Gita Aravamudan, que ha seguido durante años las pistas que llevan al feminicidio.
Quién controla el exterminio
En 1984, el investigador Sabu George se dio cuenta de que faltaban niñas. Llevaba varios años estudiando en el sur de la India los problemas de nutrición en la infancia y llegó a la conclusión de que las estaban matando con abortos masivos, o justo al nacer, o más tarde, privándolas de alimento. Desde entonces ha dedicado su vida a destapar este exterminio. Durante los primeros años siguió el embarazo de más de mil mujeres en el estado de Haryana, la región con el peor ratio de sexo de toda la India, donde descubrió un proceso de selección que se gestaba en cada vivienda.
“Históricamente la discriminación de las niñas en la India se debió a la negligencia intencional en el parto, o a que las niñas recibían menos leche, menos alimentos de buena calidad, menos cuidados, menos atención médica. Pero lo que hemos visto en los últimos 20 años es la eliminación en la etapa del feto”, explica. Regresamos con George a Haryana. Allí intenta conversar con las familias de uno de los distritos con mayor escasez de mujeres, donde niegan de manera rotunda la práctica.
George, pragmático, apunta a los médicos y a las ecografías como la causa del problema, lo que es aún más grave, a su juicio, que el hecho de que una niña no sea deseada. Si una madre da a luz sin saber el sexo, “la niña recibe al menos la oportunidad de nacer, y por su capacidad de supervivencia tendrá otra oportunidad”. Si la eliminas en la etapa fetal no hay oportunidad ni resistencia, subraya.
Esto descubrió a algunos médicos que “determinar el sexo de una niña y eliminarla era una mina de oro”. El secretario general de la Asociación de Radiología de la India, Rajeev Singh, aborda el tema sin tapujos y asegura que el país ha diseñado un sistema para culpar a la persona equivocada.
El problema, asegura, es que «todos, incluido el Gobierno, dicen que se están ocupando del asunto, pero en realidad no quieren y no llegan a su base». «La pregunta es: ¿quiénes son estos médicos detrás de la selección de niñas?», al tiempo que recuerda que al mismo tiempo que se prohibió revelar el sexo en los ultrasonidos, el Gobierno permitió a los ginecólogos practicar ecografías.
Así que «a un ginecólogo se le da el poder de hacer ultrasonido, y también tiene la capacidad legal de practicar abortos. Todo se vuelve muy fácil», lamenta. El Gobierno indio ha declinado la invitación para hablar de este asunto.
Un país sin mujeres
En sociedades como la india, la desproporción en el número de mujeres plantea un futuro incierto. Tiene consecuencias a largo plazo, «conduce a más violencia sistemática contra ellas” y, entre otros aspectos, a una mayor competencia para encontrar pareja, explica la socióloga e investigadora Katharina Poggendorf-Kakar. La autora de «Mujeres en la India», que dedica un capítulo a «las niñas perdidas», cita como ejemplo su tráfico hacia otras regiones para ser vendidas.
Según esta investigadora de origen alemán, radicada en la India, «las esposas compradas a veces se comparten con otros miembros masculinos de la familia del esposo”, lo que agrava la violencia hacia unas mujeres que están lejos de su hogar y dependen exclusivamente de su “familia política”. A ello se suma su explotación como esclavas sexuales. “Se les llama novias esclavas. Los zaminders (propietarios de tierras) generalmente las casan con uno de sus trabajadores, pero también son explotadas sexualmente por el propietario de la tierra». Así, insiste la socióloga, aunque la muerte de muchas mujeres comienza en el vientre materno, el riesgo de que las hagan “desaparecer” les persigue hasta su vejez. Es una “negligencia sistemática” contra ellas.
Tráfico de novias
Cuando se publicaron los datos del Censo Nacional de 2001, Hasina iba de camino a Haryana, un estado agrícola al norte de Nueva Delhi con el peor ratio de sexo de todo el país: 861 mujeres por cada 1.000 hombres. Su llegada y la de otras muchas niñas fue una consecuencia directa de estos números. Todas viajaron para suplir la falta de mujeres, para convertirse en esposas. Todas eran de estados pobres como Bihar, Assam o Bengala. Hasina se refiere a ellas como «las hermanas traficadas».
Ante la falta de mujeres, las familias comenzaron a pagar a quien pudiera traer alguna. La necesidad abrió un nuevo mercado: el tráfico de novias. Según el último informe de la Oficina Nacional de Registros Criminales, al menos 34.923 mujeres fueron secuestradas en 2018 para ser casadas a la fuerza, más de 95 al día. Hasina le costó a su marido 12.000 rupias, unos 170 dólares.
«Te compré. Te compré de la misma manera que habría comprado un búfalo», le grita su marido en cada pelea para recordarle que no es más que una «paro», una «molki», lo que se puede traducir libremente del dialecto regional haryanvi como «una mujer comprada». «Paro» fue la primera palabra que aprendió del haryanvi.
Su marido no había sido el primer comprador. Llegó a Nueva Delhi con 12 años de la mano de un «intermediario», un hombre que la convenció de que la llevaría a la capital de paseo y que sus padres le habían dado permiso. «Cuando me di cuenta ya estábamos en Delhi», recuerda la mujer de 32 años. La puerta está abierta y nadie la detiene, pero para ella ya no hay vuelta atrás. No se puede rescatar a una «paro», dice.
De hecho, su padre la encontró hace 15 años, pero como ya estaba casada, regresar a su hogar supondría un deshonor para la familia. «Es bueno comprar una novia si un hombre la necesita. Si no fuera así ¿qué habría sido de mí?”, explica otra mujer, la bangladesí Basanti, a la que compraron hace más de 20 años para cuidar a un anciano enfermo en Haryana. A ella la secuestró una amiga de la familia que acostumbraba a visitarles para ver la televisión. La vendió por 6.000 rupias, unos 84 dólares. Esto le salvó la vida, dice. En aquel momento había enviudado y tenía cinco meses de embarazo, un estado que podía haberla condenado a vivir en la miseria.
La superviviente
En el principal crematorio de Bareilly, en el estado norteño de Uttar Pradesh, eran las seis de la tarde cuando se escuchó un llanto que salía de la tierra. A esa hora ya se habían ido los trabajadores y Babu Ram, el vigilante, pidió a un vecino de la zona, Aakash Kumar, que cavara una tumba para que un matrimonio pudiera enterrar a su bebé, nacida muerta. «Estaba cavando cuando la pala tocó una vasija de barro y entonces comenzamos a oír el llanto», dice el improvisado enterrador, de 17 años, junto a la pequeña fosa todavía abierta.
El joven se asustó, pensó que eran los espíritus del crematorio que no lograban conseguir el descanso. El matrimonio miró el cadáver de su hija en brazos, pero no, el llanto venía de la tierra, de una vasija de barro tan pequeña que cabía en una bolsa de la compra. «Cuando sacó la pala y arrastró hacia afuera la bolsa con la vasija, el llanto volvió a empezar y el chico escapó corriendo», recuerda el guarda. «Era una bebé», explica el vigilante, que abrió la vasija y encontró a una niña que apenas superaba los 1.200 gramos.
Los crímenes contra niños pasan con cierta frecuencia, admite un jefe policial que no quiso revelar su nombre. «Apenas hace una semana encontramos un bebé muerto dentro de un inodoro». La Policía ha acudido varias veces al terraplén detrás de las pilas de cremación donde la bebé fue encontrada. El lugar es fácil de reconocer porque los trozos de la vasija continúan allí. «Mientras no sepamos quién es la madre, será difícil saber por qué alguien hizo esto», dice uno de los agentes. «Yo creo que fue enterrada viva porque es niña», dice Aakash, que no precisa de una investigación policial.
Tras dos semanas en el hospital, las enfermeras han comenzado a llamarla «bebé Sita», como la abnegada esposa del dios Rama, una de las principales figuras femeninas dentro del hinduismo. Un, dos, tres, cuatro, cinco, repite hasta en cuatro ocasiones el doctor Ravi Khanna para contar las veces que unta y frota el antibacterial con el que esteriliza sus manos antes de levantar el plástico que cubre la incubadora de Sita. «Es una luchadora. Estuvo bajo tierra entre dos días y medio y tres días», dice el pediatra. La bebé pudo sobrevivir a casi un metro de profundidad porque en la vasija quedó acumulado oxígeno y permaneció en un estado de semihibernación, «como un oso». El “milagro” fue que viviera sin agua.
El doctor descarta la selección de varones y asegura, mientras repasa una veintena de incubadoras, que allí “hay niños de ambos sexos”. «Aunque, espera», dice. «Bueno en este momento, sí, Sita es la única niña».