Mataviejos
Si algo ha caracterizado a Holanda, los Países Bajos o llámese como se quiera, es su desprecio por los ancianos
Si algo ha caracterizado a Holanda, los Países Bajos o llámese como se quiera, es su desprecio por los ancianos
Todos tenemos un conocido que nos cae mal. Pero no me refiero a ese tipo al que saludamos educadamente si coincidimos con él aunque nunca se nos ocurriera llamarlo para tomar algo; hablo de ese al que no queremos ver ni en pintura; de ese al que no aguantaríamos ni aunque nos pagaran mucho, muchísimo dinero; de ese en el que no atisbamos nada bueno, nada admirable, nada, siquiera, decente. Pues bien: para mí, ese conocido es Holanda.
Podría estar mucho tiempo explicando por qué. De hecho, es una de las conversaciones más recurrentes con mi amigo Fresneda: como él es anglófilo y yo —asegura— francófilo, tiramos de enemigo común las pocas veces que nos cansamos de discutir. No obstante, solemos recurrir a episodios históricos y comentamos poco todo lo que los Países Bajos son y representan hogaño. Por eso, este breve texto, más del hoy que del ayer, lo escribo pensando en él y en todos los que, como nosotros, no los perciben como un país, sino como una cosmovisión antagónica a la nuestra.
Si hay algo propio de Holanda, los Países Bajos o llámese como se quiera, es su desprecio por los ancianos. En eso se oponen a las sociedades saludables, que siempre los han percibido como tipos venerables, sabios y dignos del más profundo respeto. Así era en la antigua Grecia, en donde los nombraban consejeros, y también en Roma. Pero Holanda, que ha negado por sistema la civilización cada vez que se le ha ofrecido, aprobó en 2001 la primera ley de eutanasia —algo restrictiva, sí— y desde entonces no ha parado de intentar quitárselos de en medio.
En este sentido, la situación de los ancianos durante la pandemia no fue un drama tan atroz para los holandeses, pues la eutanasia tiene una aceptación social del 87%. Aun cuando los hospitales no estaban saturados, se les ocurrió que era una crueldad llevarlos allí: creyeron que era mejor dejarlos perecer en sus casas y dedicar sus recursos a las personas más proclives a sobrevivir. Incluso pidieron a los médicos que discutieran con los pacientes su ingreso en la UCI para evitarles un «sufrimiento innecesario». Y todo esto trataron de venderlo como una ocurrencia buena, virtuosa, que los países del sur debíamos replicar: «En Italia, la capacidad de las UCI se gestiona de manera muy distinta. Ellos admiten a personas que nosotros no incluiríamos porque son demasiado viejas. Los ancianos tienen una posición muy diferente en la cultura italiana», dijo Frits Rosendaal —jefe de epidemiología clínica del Centro Médico de la Universidad de Leiden— según El Confidencial. Y Nele Van Den Noortgate, la jefa del departamento de geriatría —¡de geriatría!— en Gante, apareció pontificando en la televisión: «Llevarlos al hospital para morir allí es inhumano».
Los holandeses actuaron como acostumbran: tratando de aleccionar, de corregir y de educar a esos católicos del sur con los que se ven forzados a convivir en las instituciones uropeas. También sucedió con las ayudas, que aceptaron a regañadientes con la condición de controlarlas. Porque nos detestan casi tanto como a sus ancianos, pero mucho menos de lo que deberíamos detestarlos nosotros. Por bárbaros, por supremacistas y, ahora, por mataviejos.