20 años de Guantánamo
Esta cárcel para «terroristas», por la que han pasado 779 prisioneros –todos musulmanes– es, además de una aberración, un colosal embrollo político y jurídico
Un día como hoy, el 11 de enero de 2002, comenzaron a llegar los primeros prisioneros al penal de Guantánamo, los llamados «combatientes enemigos ilegales» en la jerga de la Guerra contra el Terror declarada por el expresidente George W. Bush tras los atentados del 11-S. Han pasado desde entonces 20 años y cuatro administraciones presidenciales diferentes, y aunque la efeméride apenas importe hoy a la opinión pública, esa prisión, que sigue abierta y aun alberga a 39 reclusos, se ha convertido en el símbolo ominoso de la corrosión moral que puede sufrir una democracia.
Tras la profunda conmoción de los atentados contra las Torres Gemelas, el Gobierno de Bush tomó toda una serie de medidas extraordinariamente polémicas en nombre de la seguridad nacional que minaron el prestigio y la autoridad moral de Estados Unidos en el mundo. El 17 de septiembre de 2001, el presidente norteamericano autorizó a la CIA a instalar centros de detención fuera de Estados Unidos, la famosa red de cárceles secretas que años después se revelaría que existían en Polonia, Rumanía, Lituania, Marruecos y otros países, por las que pasaron, hasta su eliminación en 2006, al menos un centenar de presos. En noviembre de ese año, se permitió al Pentágono mantener a ciudadanos no estadounidenses bajo custodia indefinida sin cargos, y a finales de diciembre el exsecretario de Defensa, Donald Rumsfeld, anunció la elección de la base naval de Guantánamo en Cuba como el principal centro de detención de «terroristas».
«Combatientes enemigos ilegales»
A esta elección se llegó tras calificar al creciente número de prisioneros que se iban haciendo en Afganistán como «combatientes enemigos ilegales» y no prisioneros de guerra, sustrayéndolos así a las Convenciones de Ginebra de 1949, que prohíben expresamente someter a éstos a tortura, violencia o tratamiento degradante, y después de descartar varias opciones sobre donde encerrarlos como el territorio continental de EE.UU., sus bases militares en Europa, algunas islas del Pacífico, Pakistán o incluso buques de guerra. Guantánamo se ofrecía como la solución idónea: grande, segura, a tan solo unas horas de vuelo de Washington y, lo más importante, en suelo extranjero y por tanto fuera del alcance de cualquier tribunal norteamericano.
Torturas
El plan se culminó con la aprobación por Rumsfeld en diciembre de 2002 de una lista de 15 técnicas de interrogatorio reforzadas (EIT, en sus siglas en inglés), que podían ser aplicadas a los presos de Guantánamo y que incluían, entre otras, mantener a los reclusos de pie durante días, someterlos a temperaturas extremas y música a todo volumen, humillaciones sexuales, privación de sueño, ahogamientos simulados (el famoso waterboarding), confinarlos durante 22 horas al día, profanar textos religiosos como el Corán, alimentarlos por la fuerza y aterrorizarlos con perros, un animal impuro para el islam.
Esas técnicas también se emplearon en la base de Bagram, en Afganistán, y en la cárcel de Abu Ghraib en Irak como reveló en la primavera de 2004 el periodista de investigación Seymour Hersh en la revista The New Yorker. El escándalo político y moral de aquellas espantosas imágenes –revividas ahora en una secuencia de la película de Paul Schrader, El contador de cartas, actualmente en la cartelera española- no detuvo a la Administración Bush. La guerra contra el terror exigía «un nuevo paradigma» y en Guantánamo se encerraría a «lo peor de lo peor», como insistían algunos funcionarios estadounidenses.
779 prisioneros, todos musulmanes
Por el penal llegaron a pasar 779 prisioneros, todos musulmanes, de más de 40 países diferentes, la mayoría afganos y paquistaníes capturados por fuerzas aliadas de EE.UU. que los entregaban a cambio de fuertes recompensas. De ese total, 17 eran menores cuando fueron apresados y entre 2003 y 2011 nueve murieron encerrados: siete se suicidaron, uno falleció de cáncer y otro por un paro cardiaco. Pero pronto se hizo patente, resolución tras resolución del Tribunal Supremo de EE.UU., que la ausencia de pruebas, las confesiones bajo tortura y la absoluta indefensión legal de los detenidos invalidaban todas las condenas de las llamadas Comisiones Militares, una reedición de los tribunales creados durante y después de la II Guerra Mundial para juzgar a los saboteadores alemanes.
Como resultado, al dejar la Casa Blanca en 2008, Bush había transferido a 550 presos a otros países. Al poco de tomar posesión, Obama prometió cerrar Guantánamo a la que calificó de «mancha en el honor nacional de Estados Unidos», prohibió las técnicas de tortura y liberó a otros 197, pero no pudo cumplir su palabra de clausurar el penal ante la negativa del Congreso, de mayoría republicana, a destinar fondos para que fuesen trasladados y encerrados en cárceles de máxima seguridad en territorio continental norteamericano. Trump fanfarroneó durante la campaña electoral afirmando que lo llenaría de «hombres malos» y ya presidente solo transfirió a uno a Arabia Saudí.
Ahora, Biden acaba de aprobar el traslado de tres a países aliados. Se trata del prisionero de más edad, el paquistaní Saifullah Paracha, de 73 años, que lleva 16 encerrado; de otro paquistaní de 54 y un yemení de 40, que cumplen dos décadas de reclusión. Ninguno de los tres ha sido acusado de ningún delito por la justicia de EE UU. Actualmente quedan 39 presos, entre ellos, el considerado cerebro de los atentados del 11-S, Jalid Saij Mohamed, y otros cuatro supuestos coordinadores de los ataques.
Guantánamo es, además de una aberración, un colosal embrollo político y jurídico. Las leyes de guerra dictan que los Estados beligerantes pueden mantener prisioneros durante la duración del conflicto para que evitar que vuelvan al campo de batalla, pero obligan a repatriarlos cuando cesan las hostilidades. EE UU se retiró el pasado agosto de Afganistán, pero su guerra contra Al Qaeda, un conflicto no convencional contra un enemigo que no es un Estado, no se ha dado por terminada y la Autorización para el Uso de la Fuerza Militar, aprobada por el Congreso en 2001, para conducir operaciones antiterroristas, incluyendo las detenciones en Guantánamo, sigue en vigor. Esta confusión, ha escrito Jonathan Masters, director adjunto del Council on Foreign Relations, sitúa «a sus presos en el limbo de la detención indefinida, donde pueden ser mantenidos sin cargos hasta su muerte».
Veinte años después, el siniestro penal de la isla de Cuba ofrece una terrible paradoja: los talibanes han vuelto al poder y Estados Unidos siente, ahora que se recuerda el primer aniversario del asalto al Capitolio, que su democracia es frágil, amenazada por sus demonios interiores.