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La gran lección de Isabel II

Isabel II deja un inmenso legado: representar la esperanza de que las naciones pueden encontrar una manera de vivir juntas, aunque sea entre las ruinas

La gran lección de Isabel II

Isabel II. | Zuma Press

«El primer ministro representa todo lo que nos divide; la reina representa todo lo que nos une». La frase, escrita hace tiempo por uno de sus biógrafos, define a la perfección el legado de Isabel II en sus 70 años de reinado: el esfuerzo constante y consistente a lo largo de toda una vida para simbolizar todo lo que los británicos tienen en común en tiempos de crisis y escándalos, de cambio y fragmentación. Un modelo a seguir y una lección práctica que trasciende las fronteras del Reino Unido.

No ha sido un camino fácil. Cuando fue coronada en 1953, a la edad de 27 años, el Reino Unido asistía, entre las dificultades económicas de la posguerra, al desmoronamiento del colosal imperio heredado de sus predecesores. En 1948 se habían independizado India y Pakistán y en 1956 tuvo lugar la Crisis de Suez, que enfrentó a los británicos con la cruda realidad de que ya no eran una gran potencia. Una década más tarde, se producían en rápida sucesión, las independencias de las colonias africanas y del Caribe. Su figura contribuyó entonces a través de la Commonwealth a mantener unidas a Gran Bretaña y sus antiguas colonias y a encarnar un nuevo comienzo para la nación ajustado a los valores de la nueva realidad internacional.

En la década de los setenta, en tiempos de huelgas salvajes y feroz inflación, durante el llamado Invierno del descontento, con una brutal campaña de atentados del IRA, dos elecciones generales en el mismo año de 1974 y una sociedad fracturada, la reina buscó las palabras para ser vista como neutral e imparcial: «La buena voluntad es mejor que el resentimiento, la tolerancia es mejor que la venganza, la compasión es mejor que la ira», afirmó. Frases aparentemente fáciles, bonitas, pero impuestas por su sentido del deber: la Corona debe ser siempre predecible y servir a la reconciliación nacional.

1992 fue el annus horribilis, testigo del divorcio de dos de sus hijos y del incendio del castillo de Windsor, y 1997, el año de muerte de Diana, la princesa de Gales, en un accidente de automóvil en París. La Reina tardó seis días en dirigirse al país y compartir el dolor con los ciudadanos. Fue el momento que causó el mayor daño a su reputación, cuando su autoridad estuvo más amenazada. Probablemente, por primera y única vez en su reinado, permitió que se borraran las fronteras entre su papel institucional y su condición de abuela y suegra. Isabel II se rehizo apartándose de la bronca política, «filtrando lo efímero de lo duradero», como diría más tarde. «La distancia puede prestar una dimensión extra al juicio, inspirándole moderación y compasión –incluso sabiduría- que a veces falta en las reacciones de aquellos cuya tarea en la vida es ofrecer opiniones al instante», añadió para justificar la tardanza de su reacción.

Fue en esa década también cuando la presión de la opinión pública acabó con el privilegio de la Corona de no pagar impuestos -la fortuna personal de la reina se estima actualmente, según Financial Times, en 370 millones de libras (431 millones de euros), menor que la de algunas estrellas del pop como Elton John- y la primera vez que la monarquía se sometió al voto popular con el referéndum celebrado en Australia en 1999. La opción republicana fue derrotada con claridad: 45% frente a 55%.

Es difícil exagerar la importancia de su reinado, el más largo de la historia sólo superado por Luis XIV, 70 años durante los que ha visto sucederse a 14 primeros ministros –entre ellos, personalidades de la talla de Winston Churchill, Harold Wilson, Margaret Thatcher o Tony Blair- sin que ninguno de ellos tuviera jamás la osadía como hizo Pedro Sánchez de jactarse públicamente de su amistad personal y complicidad generacional con el monarca; sin apartarse nunca de su neutralidad constitucional, como volvió a ponerse de manifiesto con ocasión de los referendos de independencia de Escocia en 2014  y del Brexit en 2016, y consciente de que su legitimidad descansa en el afecto y la lealtad del público. Incluso siendo la jefa de la Iglesia de Inglaterra ha sabido moverse con la ambigüedad necesaria para no ofender a nadie en un país multiétnico que nunca ha estado unido espiritualmente. 

La liturgia emocional de la monarquía Windsor está unida a los caídos de la I Guerra Mundial, al sacrificio personal de Jorge VI al acceder al trono tras la abdicación de su hermano mayor Eduardo VIII, a la decisión de los reyes de permanecer en el Palacio de Buckingham durante el Blitz y  su negativa a enviar a las jóvenes princesas a Canadá como le aconsejaba entonces el Gobierno. La segunda época isabelina de Inglaterra está próxima a acabar. Los escándalos familiares quedarán con el paso del tiempo en anécdotas como las meteduras de pata de su marido, el príncipe Felipe, y sean su hijo Carlos o su nieto Guillermo quienes reinen después de ella, la monarquía tendrá que reinventarse de nuevo para sobrevivir en un futuro complejo. Isabel II, más veces vista que oída, con su estudiada sonrisa nunca forzada ni condescendiente, deja con su estoico cumplimiento del deber durante tantos años un inmenso legado: representar la esperanza de que las naciones pueden encontrar una manera de vivir juntas, con dignidad, aunque sea entre las ruinas.

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