México, en el laberinto de la violencia
La captura del hijo de ‘El Chapo’, antes de la visita a México de Biden, desata la violencia y abre un debate: ¿será el fin del apaciguamiento con el narcotráfico?
Pese a que la población sufre cotidianamente los estragos de la violencia, los límites a la libertad de expresión que impone la narco-política local y la fragilidad de comercio de proximidad por la venta de protección del mafioso de barrio, existe en México una idealización del crimen organizado, tanto en la alta cultura como en la cultura popular, que permea al conjunto de la sociedad.
Las novelas del género que saturan las mesas de novedades de las librerías suelen presentar tramas con un tenso equilibrio entre las infracciones a la ley de los criminales y las de los militares y policías que los combaten, de tal suerte que el límite entre el bien y el mal queda difuso, compartido en un terreno de nadie. De igual manera, las series de narcos han construido un prototipo de matón-galán, atávico pero tractivo, que seduce hermosas mujeres al tiempo que pilota avionetas por inaccesibles parajes de inaudita belleza y corrompe frágiles marionetas municipales, corruptas antonomasia.
Ambos leguajes, el literario y el audiovisual, coinciden en que la violencia entre los criminales, nunca contra la sociedad, tiene causas concretas y objetivas, como la ruptura del código de lealtad entre mafiosos, la traición al clan propio por ambición o el ataque a los familiares de los rivales, lo que la legitima a ojos del lector o espectador. Los narcocorridos, herederos del romancero español también en octosílabos rimados, enaltecen la picardía del criminal que burla la ley, una pasión compartida en México por todos los estamentos sociales. «Hecha la ley, hecha la transa». O «el que no transa no avanza».
El culto a Jesús Malverde, santo de los criminales, versión morena de Robin Hood, cuya capilla está tapizada de exvotos enviados por presos y ex convictos, y el culto de aire satánico a la Santa Muerte cierran el ciclo, de lo profano a lo divino, de una convivencia y de una aceptación de amplio espectro social del crimen en México.
En la definición clásica de Max Weber el Estado debe tener el monopolio legítimo de la violencia. Esta máxima no se cumple en México, y las consecuencias están a la vista de todos: cien mil muertos al año, miles de desaparecidos, desplazados y migrantes forzosos; casas y barrios abandonados, comercios en quiebra. México sufre la violencia, al año, de cien bandas terroristas ETA. Encajuelados, cuerpos disueltos en ácidos, madres en busca de sus hijos con palas y picos en las fosas clandestinas que se descubren periódicamente. México no vive en shock permanente porque se protege con el síndrome de la negación de la muerte que estudió Ernest Becker. Así, son frecuentes las frases: «No es tan peligroso como parece», «Solo se matan entre ellos» (sin saber que ellos son siempre nosotros), «Nada más no te metas en problemas», «Evita regresar sola», «Nada más no contestes provocaciones en la vía pública», y la peor: «Algo habrá hecho, vete tú a saber en qué estaría metido».
«En la era del PRI (1946-2000), el crimen organizado era una rama de la policía judicial»
En la era del PRI (1946-2000), el crimen organizado era una rama de la policía judicial. Tenía licencia para robar y traficar, e imponía su autoridad con una violencia extrema, pero selectiva. Y había un control vertical. Oculto, pero conocido por todos, que terminaba en la puerta de la Presidencia de la República. Con la llegada de la democracia, este arreglo tenebroso se rompió, el crimen se fragmentó y regionalizó y la violencia subió. Pero ojo: no como una consecuencia inevitable o no deseada de la democracia, sino como una forma de resistencia del modelo autoritario.
Por eso, la lógica del presidente Felipe Calderón (2006-2012) era la correcta. Libertad de expresión sin cortapisas para exhibir las complicidades del poder con lo ilícito y lucha sin cuartel contra el crimen organizado con toda la fuerza del Estado, pero dentro del marco de la ley. Lamentablemente, esta estrategia tuvo miles de errores tácticos, excesos injustificables, resistencias internas de los cuerpos de seguridad y una mala pedagogía que acabó en abierto rechazo social. Peña Nieto (2012-2018) mantuvo la política de combate al crimen sin estridencias retóricas, punto a su favor, pero sin convicción, punto en contra, y abrió la puerta a pactos regionales que López Obrador (2018-2024) ha convertido en una suerte de acuerdo nacional, obviamente nunca declarado, pero trasparente para cualquier observador de la vida nacional.
Los resultados son desastrosos: mayor violencia, más crímenes contra la prensa, deterioro del pequeño negocio, sujeto la extorsión de la mafia, y derrota moral del poder político ante el poder de las armas.
Al otro lado de la frontera, la muerte por sobredosis por heroína y otros opiáceos tiene dimensiones de epidemia. Y ambos productos son las estrellas del portafolios de negocios del Cartel de Sinaloa, dirigido por Ovidio Guzmán, hijo de El Chapo, y por el intocado Mayo Zambada. De ahí la enorme presión americana, tanto política como mediática, sobre López Obrador.
El tratado de libre comercio que incluye a Canadá y los 3.000 kilómetros de frontera con Estados Unidos son la clave de la economía mexicana. Turismo, inversión extranjera, remesas, estabilidad del peso y exportaciones dependen de una manera colosal de esa relación bilateral. Y marcan la diferencia entre México y el resto de los países latinoamericanos. Una cifra basta para entender esa afirmación: al año, México exporta más a Estados Unidos que el resto de América Latina (excluido Brasil) al mundo.
«Hace tres años el Ejército mexicano ya lo detuvo y, por órdenes del presidente López Obrador, fue liberado horas después»
Este es el contexto en el que entender la captura de Ovidio Guzmán este jueves, tres días antes de la visita de Joe Biden a México. Una condición. Un tributo forzado. Recordemos que hace tres años el Ejército mexicano ya lo detuvo y, por órdenes del presidente López Obrador, fue liberado horas después con la excusa de evitar una ola de violencia en respuesta. Una vergonzosa claudicación ante el poder del crimen que ahora se corrige, al menos en apariencia. La opinión pública mexicana se divide entre quienes ven esta nueva detención como el fin inevitable de la política del presidente López Obrador de no combatir al crimen y los que sostienen, como Guillermo Valdés, responsable de la estrategia de Calderón, que es una decisión obligada por la presión americana pero que no tendrá más consecuencias prácticas que la metamorfosis de El Ratón, apodo de Ovidio Guzmán, en chivo expiatorio. Es decir, que cuando Biden regrese su país, todo volverá la «normalidad».
La falta de contención de la Policía y del Ejército ante la ola inaudita de violencia que azota desde este jueves a Culiacán (capital de Sinaloa), con decenas de muertos, comercios saqueados, calles cortadas en manos de cientos de delincuentes que exhiben ufanos sus armas de alto poder, coches y camiones incendiados, ataques a la policía y el ejército, e incluso a un avión comercial en maniobras de despegue, augura lo peor. También hay quien argumenta con solvencia que se trató de una decisión de la Armada de México de la que no se informó al presidente hasta que no estuvo asegurada, y que la señal del Ejército al poder Ejecutivo es idéntica a la de Estados Unidos. No más pactos con el crimen.
En cualquier caso, la luz al final del túnel no vendrá de este Gobierno inmoral e incapaz, ni de la peligrosa iniciativa castrense, si se confirma la hipótesis de la captura sin orden presidencial, sino de la fuerza de la sociedad civil, que ha ganado ya importantes batallas contra la pulsión autoritaria de López Obrador. Falta lo más difícil: construir una cultura de la legalidad. Porque, como decía el gran jurista italiano Piero Calamandrei, «la ley es la última frontera de protección de los ciudadanos».