¿Bolsonarismo sin Bolsonaro?
No está claro que la desaparición política de caudillos como el expresidente de Brasil o Donald Trump signifique forzosamente el final de sus movimientos
La crisis brasileña ha puesto de relieve la fiebre populista que se extiende por el mundo. ¿Bolsonarismo sin Bolsonaro, trumpismo sin Trump, chavismo sin Chávez? Todo atado y bien atado, parafraseando al general Franco dos meses antes de su muerte jaleado por la masa en el balcón del Palacio de Oriente. En realidad, no está claro que la desaparición política de caudillos como Jair Bolsonaro o Donald Trump signifique forzosamente el final de sus movimientos. Aunque nada es igual. En Francia, el lepenismo de Jean-Marie Le Pen no ha acabado pues su hija, Marine, le ha dado una pintura a la fachada y lo ha hecho más digerible y más presentable a los ojos de la ciudadanía. Hoy, con nueva etiqueta, Rassemblement National, es el primer partido de la oposición.
La enfermedad no cesa y se extiende. No parece haber freno. El populismo no es un fenómeno nuevo y a lo largo del pasado siglo ya existió. No es una ideología en sí. Quizá la novedad sea que existe en los dos lados, tanto en la ultraderecha como en la ultraizquierda. El auge y desarrollo de la democracia en Occidente, y su crisis, le ha permitido servirse de ese instrumento para contagiar a gran parte de la sociedad, cansada de gobernantes ineptos y corruptos. El mal, sostienen sus cabecillas, está en los partidos establecidos y el enemigo es el establishment, el sistema: en él se incluyen los órganos políticos, jurídicos y económicos, así como los medios de comunicación pero también intelectuales, académicos y clases altas. La soberanía está en el pueblo y él es soberano para hacer lo que le venga en gana si piensa que sus representados no les representan. La ley se cumple o se incumple a conveniencia suya.
Se aprovecha de la fragilidad y las facilidades que le concede la democracia, como, por ejemplo, el sufragio universal y las libertades. Si gana no hay problema. El problema es si pierde. Es entonces cuando el derrotado asegura que ha habido fraude. Como sostiene el profesor Manuel Arias Maldonado, «habrá populismo allí donde un líder o movimiento divida la sociedad en dos partes enfrentadas entre sí, de acuerdo con una jerarquía moral que separa al pueblo virtuoso y auténtico del establishment corrupto o del otro amenazante, primando la soberanía popular como criterio determinante para la toma de decisiones políticas» (Abecedario democrático, Turner 2021).
Trump lo advirtió en 2020 al avisar que el voto por correo representaba en sí fraude pues los demócratas manipularían los resultados finales, algo que jamás pudo probar. Nunca reconoció la derrota. Y Bolsonaro también lo indicó en vísperas de las elecciones brasileñas el pasado octubre. Adelantó que si ganaba el líder del izquierdista Partido de los Trabajadores, Luiz Inácio da Silva, como así fue aunque por apenas un punto de diferencia, supondría «un robo», achacable al sistema de votación electrónica, sistema, que, por otra parte, existe en Brasil desde hace tiempo.
El resto es historia y sobre todo vergüenza para el primer país del subcontinente latinoamericano. Habría que poner en las escuelas de todo el mundo las imágenes del pasado domingo en el asalto a los edificios de las tres principales instituciones federales: el Palacio presidencial de Planalto, el Congreso y el Tribunal Supremo. Esas tres sedes erigidas en la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia, la capital vanguardista construida por el arquitecto Óscar Niemeyer al inicio de los sesenta, fueron arrasadas por una turba de fanáticos bolsonaristas ante la negligencia y complacencia de la policía militar. Era algo que más o menos estaba previsto pues desde el día después de la segunda vuelta de las elecciones, el pasado 30 de octubre, grupos de extremistas de derecha, simpatizantes de Bolsonaro, habían montado acampadas frente a los cuarteles del Ejército en Brasilia y otras ciudades instando a un golpe de Estado como en los sesenta y a que el hasta entonces jefe del Estado continuara gobernando. No fueron disueltas esas concentraciones.
Resultan curiosos y lamentables algunos de los incidentes del domingo pasado. Los he revisto varias veces en YouTube. Confirman la peste que supone el populismo. Un individuo alcanza la tribuna de la Cámara Alta y vocifera «yo soy el presidente del Senado». Después de ello se desliza alegremente por una rampa de madera y se marcha. Un hombre le toma una foto a su pareja, sonriente y relajada, sentada en un escaño. Otros asaltantes entran rompiendo cristales y mobiliario, sonrientes y enfundados con la camiseta de la selección de fútbol, y declaran que esta es su casa, la casa del pueblo, la casa donde reside la soberanía nacional.
Esa es la gran trampa populista: identificar la práctica política con el asamblearismo plebiscitario. Sus creadores como Trump o Bolsonaro, y antes Chávez -pero hay muchos más ejemplos incluido nuestro país o las democracias iliberales de Hungría y Polonia- alientan a sus seguidores más fanáticos a asaltar las instituciones supuestamente corruptas pues ellos representan la soberanía popular que se les ha usurpado. Son irresponsables en el verbo incendiario aunque cuando se declaran las llamas reculan y hasta condenan los excesos violentos.
Las semejanzas del asalto a Capitol Hill en enero de 2021 y el de las tres sedes federales brasileñas son casi un calco. Quizá la única diferencia es que el Congreso estadounidense no estaba en receso y hubo muertos y el instigador, Trump, les había arengado poco antes frente a la Casa Blanca. En Brasil, el presidente Lula se encontraba en São Paulo. Y una diferencia más: el principal incitador de los sucesos, Bolsonaro, estaba de vacaciones en Orlando (Florida) donde había aterrizado antes de fin de año con su todavía avión oficial para evitar pasar la banda presidencial a su archienemigo Lula y eludir su asistencia a los actos del relevo. Trump tampoco estuvo en la toma de posesión de Joe Biden en enero de 2021.
Bolsonaro se vio forzado a condenar los hechos pero no de modo contundente, pues recordó que la izquierda había protagonizado manifestaciones de protesta en la destitución de Dilma Rouseff en 2016. El gobernador de Brasilia y el responsable de seguridad del Estado, bolsonaristas ambos, han sido apartados del cargo y el jefe militar encarcelado. Los tres están acusados de negligencia. Lula, que ha responsabilizado a Bolsonaro de ser el promotor intelectual del asalto, ha manifestado que la policía militar y parte del Ejército no hicieron nada para impedir la violencia. El nuevo mandatario, que llega al cargo por tercera vez, tiene un gravísimo problema especialmente con el cuerpo de policía militar, donde el bolsonarismo impera.
¿Y Bolsonaro? ¿Cuál es su futuro? El expresidente, que tiene una salud delicada por el apuñalamiento sufrido durante la campaña de 2018, ha dicho que quiere regresar. Es improbable que sea detenido, pero sí es más verosímil su inhabilitación una vez la justicia deje probado su implicación en los sucesos. Eso significaría el final de su carrera política, lo cual no significa la muerte del bolsonarismo. Lula es consciente de que el Congreso está en manos del partido del líder ultraderechista y que los comicios de octubre han fraccionado y polarizado más todavía el país. Tendrá que ir con enorme cautela y todas sus medidas económicas y sociales serán examinadas con lupa por la bancada conservadora.