Franceses y británicos salen a la calle y echan un pulso a Macron y Sunak
El caso británico es bastante más preocupante que el francés. Es el cuadro clínico de un enfermo, el de un país sin rumbo, confundido por sus gobernantes y con incierto futuro
La protesta social se recrudece en Francia y el Reino Unido por distintas razones aunque en realidad convergen en el descontento por las políticas salariales y la reforma de las pensiones. El presidente francés, Emmanuel Macron, ya iniciado su segundo y último mandato, defiende prolongar la edad de jubilación de 62 a 64 años. François Mitterrand la redujo a los sesenta y más tarde Nicolas Sarkozy la elevó a los actuales 62. Es el gran objetivo de Macron para completar las grandes reformas desde que llegó al Elíseo hace seis años. En juego está su credibilidad. Sin embargo, sus compatriotas se han lanzado a la calle contra la propuesta de ley que acaba de entrar en el debate parlamentario. Entretanto, al otro lado del Canal de la Mancha, en el Reino Unido, Rishi Sunak, el joven y nuevo primer ministro conservador, de origen indio, no ha tenido un respiro desde que llegó al 10 de Downing Street hace ahora cien días, tras la fugaz y desastrosa etapa de Liz Truss. ¿Quién se acuerda ya de ella? El país está inmerso en una ola de huelgas desde el inicio de otoño, especialmente protestan los empleados del sector público. Más de medio millones de trabajadores se manifestaron el pasado día 1, en especial enseñantes y sanitarios, los gremios más golpeados, exigiendo aumentos salariales a causa de la inflación, que está todavía por encima del 10%. Sunak ha confesado entender las quejas de las enfermeras, con menguados sueldos desde hace tiempo y depreciados ahora más por los efectos de la carestía de la vida, pero no parece que vaya a recogerlas en los nuevos presupuestos que el ministro de Hacienda, Jeremy Hunt presentará en la Cámara de los Comunes el mes próximo.
El caso británico es bastante más preocupante que el francés. Es el cuadro clínico de un enfermo, el de un país sin rumbo, confundido por sus gobernantes y con incierto futuro. El Fondo Monetario Internacional señalaba esta semana que la economía británica será la única de los países del G-7 que se contraerá en 2023. En realidad, el Reino Unido está ya en recesión aunque el Banco de Inglaterra, que el pasado jueves volvió a subir los tipos de interés hasta un 4% para controlar la inflación, afirma que esta contracción será menos acusada de lo que inicialmente se preveía pero que se prolongará hasta 2024.
A la crisis económica se le añade una crisis política que el país arrastra desde la mitad de la pasada década tras el referéndum sobre la salida de la Unión Europea. El adiós a Europa, recibido en su momento con alborozo por los euroescépticos y en primer lugar por el ex primer ministro Boris Johnson, que llegó al poder ponderando las ventajas de abandonar el club comunitario, está siendo el gran escollo para que la economía remonte. La ha congelado. Meses atrás el semanario The Economist habló de la «italianización» de Gran Bretaña. Desde el abandono de David Cameron de Downing Street en 2016 ha habido un desfile de líderes y una cascada de dimisiones de ministros y altos funcionarios envueltos en escándalos. El propio Johnson mostró una conducta poco ética durante la pandemia violando las restricciones y participando en pequeñas fiestas con colaboradores suyos. Hoy medita regresar a la política al tiempo que engorda su bolsillo con conferencias a tarifas millonarias y dando los últimos retoques a sus memorias.
Parecería como si los tories hubiesen decidido la autodestrucción. Sunak, el nuevo premier, casado con la hija de un multimillonario indio, es un político bien formado, ex ministro de Hacienda, más sensato que Johnson y por supuesto que Truss, pero que con su política de responsabilidad fiscal y de rechazo a bajar impuestos poco puede hacer de aquí a finales de 2024, cuando en principio se celebrarán las elecciones. No tiene paz. A la contestación social del sector público hay que añadir la destitución del presidente del Partido Conservador, Nadhim Zahawi, de origen iraquí, forzado a dejar el cargo por un asunto de irregularidades con el fisco y a los problemas del viceprimer ministro y titular de Justicia, Dominic Raab, enfrentado a sus subordinados que le acusan de acoso laboral. +Y por si fuera poco a la exhibición de un Rolex de 10.000 euros que la ministra de Educación, Gillian Keegan, portó días atrás en una entrevista en la BBC para defender contención salarial al profesorado. La distancia electoral con los laboristas de Keir Starmer, un político con poco carisma, se agranda día a día. Las encuestas dan a los labour una ventaja de 25 puntos. Sunak sabe que está casi condenado de antemano y el pulso que le han echado los funcionarios públicos no le auguran precisamente nada bueno. Hay gremios como el de la enfermería que se quejan de ver depreciados sus salarios más de un 4% desde 2008. El Brexit, pero no sólo, está arruinando el país. Hay falta de mano de obra cualificada, la entrada de trabajadores comunitarios ya no es tan sencilla como antes, el comercio con la UE se ha reducido y los estragos de la pandemia se siguen notando. Ahora la esperanza de Sunik es: primero, que la protesta social remita por cansancio de los manifestantes y que finalmente Londres alcance un acuerdo aduanero con Bruselas, que acabe con los controles al tráfico de mercancías entre el Reino Unido e Irlanda del Norte. Y en definitiva, europeizar las Islas sin que por supuesto eso suponga regresar a ser socio comunitario, pero sí desarrollando un acuerdo comercial más dinámico con la UE.
Más de la mitad de los británicos considera incompetente al actual Gobierno tory y dos terceras partes de la población opina que debería celebrarse una nueva consulta sobre las relaciones con la Unión. La clase política es cautelosa al respecto. Los conservadores hicieron de la salida de Europa su bandera de batalla, y hasta los laboristas miden también sus palabras. Pero pocos británicos creen hoy que el Reino Unido está mejor dentro que fuera «del continente», como se decía en los comercios londinenses en los 50 y 60 del siglo pasado cuando se preguntaba por algún producto que no fuera británico. De lo único que se congratula la población es del poderío de los clubes de fútbol ingleses, en manos de magnates árabes y estadounidenses que han hecho a la Premier la primera Liga europea a base de contratos estratosféricos.
En Francia, por el contrario, sus ciudadanos no sufren una enfermedad existencial y nostálgica de un tiempo mejor. Pero sus conquistas sociales son sagradas. Son conscientes de las dificultades mundiales agudizadas con la guerra ucraniana, protestan por la mengua de su poder adquisitivo, se quejan por la peor calidad de los servicios públicos y en definitiva por los efectos de la inflación pese a que tiene uno de los niveles más bajos de la UE. Sin embargo, dicho esto, no están dispuestos a ceder ni una gota de sangre a la hora de conservar los beneficios de su vejez y renunciar a unas buenas pensiones. El sistema de pensiones no estaba en crisis. El Gobierno asegura que tal como está ahora será deficitario en los próximos 25 años e insostenible si no se modifica la edad de retiro. De ahí que Macron considere indispensable la reforma, una meta en la que está en juego su prestigio. El francés medio no es un gran amante del esfuerzo laboral. Según una encuesta de la Fondation Jean Jaurés, que citaba esta semana Financial Times, sólo un 21% de los encuestados considera el trabajo como algo muy importante en su vida aun reconociendo, evidentemente, el valor que supone como principal fuente de ingresos. Dan más importancia al ocio. Sin embargo, en 1990 el 60% priorizaba el trabajo como el hecho más importante para ellos.
¿Qué destino le aguarda al proyecto de Macron? En dos semanas ha habido masivas manifestaciones en París y otras ciudades con el respaldo de todas las fuerzas sindicales. Cerca de dos millones y medio de personas en total han salido a la calle en el conjunto de dos jornadas y se anuncian nuevas movilizaciones los días 7 y 13 de febrero. En esto están unidos la extrema derecha de Marine Le Pen y la izquierda de Jean-Luc Mélenchon. Renaissance, el partido reformista de Macron, no cuenta con la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional. El presidente fía a los votos de los Republicanos, la fuerza conservadora, el éxito del proyecto. De momento no está claro que lo logre. Goza, sin embargo, del recurso a una prerrogativa constitucional para sacar adelante la ley. Pero eso supone automáticamente la presentación de una moción de censura contra la primera ministra, Élisabeth Borne, una ex socialista que no ha dado hasta ahora grandes pruebas de liderazgo. La última salida del inquilino del Elíseo sería la disolución de la legislatura en junio -no puede hacerlo antes de que se cumpla el plazo de la celebración de las últimas elecciones- y poner todas las esperanzas en la obtención de una mayoría absoluta. Hoy por hoy nada le asegura estabilidad. Y que lo que él auguraba un segundo mandato más tranquilo sin las revueltas de 2018 de los chalecos amarillos centrado en triunfos políticos nacionales e internacionales, lo vaya a ser ahora.