THE OBJECTIVE
Enfoque global

Por qué Putin miente cuando justifica la invasión de Ucrania por la expansión de la OTAN al este

Las relaciones con Rusia se torcieron definitivamente con la revolución llamada Euromaidan llevada a cabo en 2013

Por qué Putin miente cuando justifica la invasión de Ucrania por la expansión de la OTAN al este

Ilustración de Alejandra Svriz.

En un anterior trabajo publicado en THE OBJECTIVE el 25 de julio pasado examinaba la extraña fijación de los autodenominados «realistas» de la geopolítica en dar credibilidad a una en particular de las infinitas excusas que Putin y sus adláteres han ido proponiendo desde el 24 de febrero de 2022 para sus tropelías, variándolas según conviniera a las circunstancias del momento (Zelenski es un judío nazi y hay que desnazificar Ucrania, los ucranianos –«nuestros hermanos»– son unos degenerados que abrazan la ideología LGTBI, llevan a cabo un genocidio de los ruso-parlantes, no siguen las enseñanzas del Gran Patriarca Cirilo, etc.), pero en particular me centraba en la presunta violación por la OTAN de una presunta promesa según la cual, tras la fragmentación de la URSS y disolución del Pacto de Varsovia, no avanzaría hacia el Este, y que este avance, llevado a cabo a pesar de la promesa, era una fuente de inseguridad existencial para Rusia.

Es verdad que, mientras las demás excusas parecen hechas para propaganda interna, la excusa de la promesa parece dirigida al consumo foráneo. Tal vez por ello las demás se rebaten por sí solas en su ridiculez, mientras que esta requiere cierto esfuerzo dialéctico para rebatirla, esfuerzo que las almas compasivas (con Putin) no están dispuestas a hacer.

Aun así, es difícil de comprender la persistencia de esa falacia, originada, como explicaba en ese trabajo, por una superficial declaración a la prensa del Ministro de Asuntos Exteriores alemán de la época, Hans-Dietrich Genscher, en el contexto de una campaña electoral y sin ningún valor más allá de lo que los políticos suelen expresar ante micrófonos, o sea cero. Sobre todo, si se compara con lo que debería lógicamente aparecer firmado en documentos fehacientes, de los que entre otros se estaba entonces sustanciando el llamado «Acuerdo 2+4» para la reunificación, donde nada de esto apareció. A mayor abundamiento, tanto Mijaíl Gorbachov como su ministro de Asuntos Exteriores Edvard Shevardnadze negaron a su debido tiempo que nadie les hubiera hecho tal promesa

Pero, como digo, los apologetas de Putin no descansan, y el argumento es mantenido vivo como la expresión de una verdad tan obvia que no necesita demostración más allá de mirar un mapa. Pero las cosas no son así, ni puede aceptarse que se use este argumento, ni ningún otro tan inveraz como este, en defensa de las reprensibles acciones a la luz del Derecho Internacional y de la más elemental moral, cometidas por ese dechado de inmoralidad llamado Vladímir Vladimirovich Putin.

Pretendo ahora abundar en el mismo rechazo del mito de la promesa, pero, en lugar de atacar la veracidad de sus orígenes, como ya antes hice creo que, de manera convincente, sacaré a la superficie actuaciones posteriores, principalmente de la Rusia de Putin, que a mi juicio demuestran la artificiosidad del mito y lo reciente e interesado de su creación.

Me he puesto, pues, a rebuscar en mi memoria para encontrar hechos y razones extraídos de lo que pude presenciar en numerosas sesiones del Comité Militar de la OTAN, tal vez unas 300, al que pertenecí de 1998 a 2001 como vicerepresentante de SACLANT en Europa (Deputy SACLANTREPEUR) y sobre todo de 2004 a 2007 como director del Estado Mayor Internacional de la OTAN (DIMS); pero también en las del Consejo Atlántico, sesiones a las que tenía obligación de acudir durante aquellos seis años, en sus múltiples niveles de jefes de Estado o de Gobierno, de ministros de AAEE, de ministros de Defensa o de Embajadores; a las del Euro-Atlantic Partnership Council (EAPC), del Partnership for Peace (PfP,) del NATO-Russia Council (NRC), de la NATO-Ukraine Commission (NUC); todos estos en sus varias modalidades civiles y militares, y algunas más que no vale la pena mencionar, de las que en las militares además de participar preparaba con mi Estado Mayor el orden del día y las minutas.

Añadiré que como DIMS me sentaba regularmente a la mesa del secretario general en sus sesiones matutinas con sus Assistant Secretaries General (ASG), el único militar en la mesa, por lo que puedo afirmar que tenía el oído puesto en todos los foros donde se podían discutir las relaciones de la OTAN con Rusia.

Todo ello, sin necesidad de individualizar declaraciones específicas a favor o en contra de la existencia de la supuesta promesa (que entonces nadie invocaba), creo me proporcionó una visión de conjunto y en profundidad sobre el clima político que imperaba entre la OTAN y la Federación Rusa desde Yeltsin hasta al menos bien entrado el segundo mandato presidencial de Putin. Pero no voy a recurrir simplemente al relato de mi experiencia y pedir que me crean solo porque esa es la impresión que recibí. He citado todo aquello solo para contextualizar los hechos concretos que voy a relatar. 

Dejemos, pues, atrás la caída del Muro de Berlín (9 noviembre 1989) en cuyos alrededores comenzó la leyenda de la promesa, y veamos si lo que ocurrió a continuación es consistente con la leyenda, o más bien una cínica manipulación de Putin con el objeto de mantener un droit de regard sobre los pedazos rotos del antiguo imperio. 

El Pacto de Varsovia fue formalmente disuelto el 1 de julio de 1991. La reacción de la OTAN no fue disolverse a su vez, como algunos pretendían (la OTAN no fue una reacción al Pacto de Varsovia, sino al contrario, el Pacto fue creado como respuesta a la negativa de la OTAN en su día de aceptar a la URSS en su seno), además de que su carácter estrictamente defensivo la hacía y hace compatible con cualquier situación geopolítica, aunque el comunismo no sea la causa o riesgo de seguridad. Lo que hizo, en cambio, la OTAN fue crear el North Atlantic Cooperation Council (NACC) el 20 de diciembre de 1991, como un modo de articular un foro de discusión periférico a la OTAN que pudiera ocuparse de los problemas de relaciones internacionales, seguridad, manejo de crisis, disposición de armamento nuclear, etc., que sin duda surgirían con la desaparición del Pacto de Varsovia.

Para sorpresa general en la reunión inaugural del NACC el embajador de la URSS anunció al final de ella que acababa de ser informado de que la Unión Soviética se había disuelto, por lo que a partir de entonces solo representaría a la Federación Rusa, lo que se formalizó unos días después. Pero Rusia no estaba dispuesta a ser un participante cualquiera en una organización, el NACC, compuesta por aliados de la OTAN y exmiembros del Pacto de Varsovia, de los que es de suponer que – acertadamente – sospechaba una disposición poco amistosa hacia el antiguo amo (el Pacto de Varsovia ha sido la única alianza militar de la historia que ha invadido a sus propios miembros, República Democrática Alemana (1953), Hungría (1956), Checoslovaquia (1968), por lo que no es difícil imaginar lo que Rusia haría con los ‘desertores’), por lo que insistió en que las repúblicas asiáticas resultantes de la disolución de la URSS (Kazajistán, Kirguistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán) pertenecientes a la recién fundada Commonwealth of Independent States (CIS) fueran también incluidas en el foro, forzando así un tanto el objetivo de la OTAN, que desde su fundación concernía exclusivamente a la defensa de Europa.

La OTAN, en su esfuerzo de congelar una ampliación que ningún aliado en realidad deseaba creó adicionalmente en 1994 el Partnership for Peace, otro instrumento periférico de objetivos no muy diferentes al NACC, pero con énfasis en lo bilateral, particularmente reforma militar y cooperación en crisis específicas, lo que inevitablemente daba a este foro un tono más militar por comparación con el NACC. Rusia se incorporó también, tal vez no con entusiasmo, pero ciertamente con buen ánimo. La insistencia, sin embargo, de Rusia en ser considerada diferente (o sea, superior) de los otros cascotes de las rupturas de la URSS y Pacto de Varsovia, acabó persuadiendo a la OTAN de hacer un foro específico para ellos.

Así, el 27 de mayo de 1997 se creó el Permanent Joint Council, un foro con similares niveles a los de la propia OTAN (civil a nivel ministerial o de embajador, militar a nivel CHOD o MILREP) que diera satisfacción a la elevada opinión que los rusos tenían de sí mismos. A partir de ese momento la participación de Rusia en el NACC y PfP se convirtió en meramente pasiva concentrando su interés solo en el PJC, y por un juego de equilibrios se organizó otro foro prácticamente idéntico para Ucrania, el NATO-Ukraine Commission, en el que Ucrania participó con admirable entusiasmo. Bielorrusia, sin embargo, el otro gran trozo europeo resultante de la fragmentación rusa nunca fue considerada para un tratamiento especial, pues nunca manifestó interés en ello. O más bien cabe decir que nunca lo hizo Lukashenko, el único autócrata que Bielorrusia ha conocido desde su independencia.

El mismo año 1997 el NACC se transformó en Euro-Atlantic Partnership Council, con la adición de los Estados europeos no aliados, pero miembros de la UE y la de las repúblicas resultantes de la primera escisión de Yugoslavia (a las que se añadirían los de la segunda, Serbia y Montenegro) hasta un total de 50 miembros que en conjunto abarcan la práctica totalidad de Europa más el Asia ex-URSS.

El PJC a su debido tiempo (2002) se transformaría en NRC para resolver ciertas quejas rusas a propósito de que el PJC era bilateral (OTAN-Rusia) mientras que sus deseos, satisfechos en el NRC, eran de estar en pie de igualdad con los aliados considerados individualmente (pretensiones igualitarias que ciertamente no practicaba en otros foros con sus antiguos dependientes).

Intervención en los Balcanes

Aunque las discrepancias eran frecuentes, en general se mantuvo un buen clima en las reuniones del PJC/NRC. La principal excepción fue cuando la OTAN decidió lanzar un bombardeo aéreo (24 de marzo a 11 de junio de 1999) para detener el genocidio a que Slobodan Milošević estaba sometiendo a los albaneses kosovares. La oposición rusa al bombardeo (pero no a la ocupación posterior de Kosovo) se materializó con el abandono temporal del NRC. Curiosamente, el Representante Militar de Rusia en el NRC, General Zavarzin, fue el que entró en el aeropuerto de Pristina al mando de las fuerzas rusas de ocupación, adelantándose a las aliadas. Posteriormente, se volvió a integrar en el NRC sin ninguna referencia a lo pasado.

Hasta aquí, como se ve, las nuevas relaciones de la OTAN con el complicado entorno formado por el afán de notoriedad de Rusia y sus relaciones con sus antiguos sometidos se fueron solventando sin problemas excesivamente grandes. La OTAN demostró flexibilidad acomodando los deseos de los admitidos en los varios foros concéntricos de diálogo, excepto el deseo más notorio e intenso de todos: el de ser admitidos en el ‘núcleo duro’, a lo que les empujaba el pánico al afán dominador de Rusia, no muy bien entendido por los aliados, que pensaban que ese afán era consecuencia de la ideología comunista, o sea cosa del pasado. Hoy sabemos que ellos estaban en lo cierto, y que la pulsión de dominar todo su derredor es rusa, no comunista. El comunismo era la herramienta, no el motivo.

La primera guerra de Chechenia (1994-1996) había reforzado los temores de la periferia de Rusia, y varias de esas naciones se asociaron con el objetivo de la refuerza mutuamente sus aspiraciones de integración (el Grupo de Visegrado, con Hungría, Polonia y Checoslovaquia, que después se dejaría a Eslovaquia en el camino), celebraron referéndums sobre la integración (hasta entonces España era la única nación que había sometido a referéndum la integración en la OTAN) y, en fin, utilizaron toda clase de presiones para ser admitidos frente a la resistencia de la mayoría de los aliados, con la importante excepción de los EEUU de Clinton, quien temía que si la OTAN no lo hacía lo haría la UE, con la consiguiente pérdida de influencia de EEUU en Europa (en geopolítica los asuntos van engarzados como cerezas en banasta; el candidato Trump debería releer las minutas de los debates de entonces en la Casa Blanca y el Capitolio). Finalmente, la presión de Visegrado con la ayuda americana se sobrepuso a la general renuencia aliada, y la República Checa, Hungría y Polonia fueron formalmente incorporados como aliados en 1999.

El 7 de mayo de 2000, Vladímir Putin tomó posesión como presidente de la Federación Rusa, y de momento pareció seguir por la senda, trazada por su predecesor, de cautelosa pero indudable cooperación con la OTAN. Según Lord Robertson, que sucedió a Javier Solana como secretario general de la OTAN, 1999-2003, en una entrevista publicada por el diario británico The Guardian el 4 de noviembre de 2021, a poco de su toma de posesión Putin tuvo una conversación con el secretario general del siguiente tenor: 

Putin: ¿Cuándo nos van a invitar a entrar en la OTAN?

Robertson: Nosotros no invitamos, son las naciones quienes lo solicitan.

Putin: Nosotros no nos ponemos a la cola con un montón de países sin importancia.

Esta conversación, siempre según The Guardian, encaja perfectamente con otra entrevista de la BBC que hizo a Putin el famoso David Frost, en la que el recién inaugurado presidente ruso dijo que no descartaría entrar en la OTAN «si y cuando las opiniones de Rusia se tengan en cuenta como las de un socio igualitario». Añadió que para él era difícil visualizar a la OTAN como un enemigo. «Rusia es parte de la cultura europea, y no puedo imaginar a mi propio país aislado de Europa y de lo que a menudo llamamos mundo civilizado».

Naturalmente, estas conversaciones, aunque documentadas, son ajenas a mi experiencia personal, pero casan con la impresión que en el Cuartel General de la OTAN se tenía tanto de la egolatría rusa como de su disposición a unirse a la OTAN, eso sí, en sus propios términos. Las dificultades, sin embargo, eran más profundas e insuperables que lo que el banal (pero revelador) comentario de Putin sobre las importancias relativas de Rusia y otros candidatos pudiera sugerir. Es extremadamente improbable, imposible, diría yo, que los aliados hubieran aceptado acoger a tan peligroso elemento, y nunca se lo plantearon seriamente. Las razones son múltiples: una condición inexcusable para entrar es la de no tener problemas fronterizos, y Rusia nunca abandonó sus ambiciones territoriales y reivindicaciones frente a sus vecinos; sus instituciones estaban (están) a considerable distancia de los estándares democráticos exigidos; la negativa experiencia de sus actitudes obstruccionistas en el EAPC y NRC; las acciones tomadas en la guerra de Kosovo, disruptivas de cualquier acuerdo, pero oportunistas para los resultados. En definitiva, hubiera sido como admitir a un lobo en el aprisco.

La siguiente hornada de adhesiones, en gran parte forzada por la admisión de las primeras, casi indistinguibles en términos geopolíticos, de las que estaban «a la cola», ocurrió en 2004. Bulgaria, Rumania, Eslovenia, Eslovaquia, Estonia, Letonia y Lituania fueron recibidas en forma de big bang, aunque esta vez pasando por un proceso de examen llamado Membership Action Plan, pues se estimó necesario estructurar un procedimiento que para las tres primeras se había encontrado un poco ‘alegre’, aunque en mi opinión era meramente una cuestión de formalismo, porque ni en el grado de preparación ni en el interés pude advertir diferencias notables entre las dos hornadas.

El 14 de abril de 2005 ocurrió algo magnífico: el NRC, a invitación de Rusia, celebró una de sus sesiones en el Kremlin, y para ello prepararon la misma sala donde el Pacto de Varsovia solía celebrar sus (menos democráticas) reuniones. Que el Comité Militar de la OTAN se reuniera en la misma sala de reuniones del Pacto de Varsovia algún tiempo después de la disolución de este último tenía, a mi juicio, un importante valor simbólico, y, sin embargo, hasta donde yo sé no fue reflejado en la prensa ni comentado fuera del Cuartel General de la OTAN.

La OTAN había establecido desde el 4 de octubre de 2001, como respuesta a los atentados del 11 de septiembre anterior, y, por lo tanto, bajo el Artículo 5 del Tratado de Washington, la operación naval Active Endeavour de interdicción de tráfico de armas y movimientos de terroristas en el Mediterráneo Oriental. En principio fue encomendada a la fuerza naval permanente de la OTAN, en el Mediterráneo, STANAVFORMED. En septiembre de 2006 Rusia fue invitada a participar, una decisión no sin controversia, en especial por la adscripción de la operación al Artículo 5, que no parecía muy compatible con participaciones no aliadas. Rusia aceptó y envió a la fragata Pytlivyy, de la clase Krivak. Del mes de duración que se acordó para el despliegue, la Pytlivyy empleó tres semanas para adaptación y adiestramiento, y una de participación efectiva. La invitación fue extendida también a Ucrania, que poco después envió la corbeta Ternopil de la clase Grisha, de inferior armamento y comunicaciones, y que solo necesitó una semana para integrarse, entregando las otras tres semanas de excelente colaboración. Ambas naciones repitieron varias veces la colaboración durante los años siguientes.

Las relaciones entre Rusia y la OTAN aún mantuvieron las apariencias durante algún tiempo, aunque sin visos de mejora, y se torcieron definitivamente con la revolución llamada Euromaidan llevada a cabo en 2013 en protesta por la decisión bajo presiones rusas del presidente ucraniano Yanukovych de no firmar un ya negociado acuerdo de asociación con la UE. Euromaidan culminó con la expulsión de Yanukovych, en febrero de 2014. Ello, como es sabido, provocó la inmediata reacción de Rusia que invadió y se apoderó de Crimea (ahorrándose de paso los 100 millones de euros de alquiler anual de la base de Sebastopol) y las provincias del Donbas Donetsk y Luhansk. El conflicto continuó y se intensificó finalmente con la invasión general de Ucrania ocho años más tarde. Y fue en esta tesitura donde la promesa hizo de nuevo su aparición estelar.

Júzguese, a la luz de los hechos y manifestaciones descritos entre 1991 y 2014, si la actitud rusa actual es consistente con un sentimiento de agravio por una promesa incumplida, y de inseguridad provocada por las acciones de la OTAN al invadir agresivamente su perímetro de seguridad, o más bien lo que revela es unos deseos de venganza por haber sido durante esos años ignorada y preterida en favor de «otras naciones sin importancia», en coincidencia naturalmente con otras consideraciones de más enjundia, como la pérdida de esa «esfera de influencia» tan cara al corazón ruso, que debería según ellos incluir todas esas naciones sin importancia, actitud en la que la fábula de la promesa no es sino una de las muchas piezas de propaganda o fingida justificación.

Si, como creo, la venganza ha tenido su papel en el uso de la falacia de la promesa, Putin debería haber prestado atención a la sabia máxima de Confucio: «Si emprendes el camino de la venganza, cava primero dos tumbas».

Hoy, con una OTAN de 32 miembros en lugar de los 16 con los que comenzó este relato, cabe preguntarse qué desastrosos designios han guiado las decisiones de nuestro belicoso vecino, y a qué abismo de oprobio le han conducido en comparación el venturoso futuro de cooperación que en ambos lados se contemplaba alrededor del cambio de siglo. No menos de 12 de esos 16 nuevos aliados han dado el salto por puro y simple miedo a Rusia y a lo que pudiera hacerles: algo de lo que solo un Tiberio o un Calígula podrían sentirse orgullosos. Podría decirse que más que un avance de la OTAN hacia el Este, lo que ha ocurrido es un avance hacia el Oeste del miedo a Rusia, miedo que ya alcanza a toda Europa. 

Fernando del Pozo es analista de Seguridad Internacional del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.

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