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México pone fin al país de un solo hombre

Gane quien gane, la república será gobernada por una mujer. Y ya no será presidente López Obrador. Dos buenas noticias

México pone fin al país de un solo hombre

Ilustración de Alejandra Svriz.

Jorge Ibargüengoitia, el mejor cronista satírico de la realidad mexicana, escribió unos días antes de las elecciones de 1976: «El domingo son las elecciones, ¡qué emocionante!, ¿quién ganará?». La gracia estaba en que José López Portillo era candidato único. El Partido Comunista estaba ilegalizado, las izquierdas habían pactado con el PRI postular a su candidato a cambio de migajas de poder y la oposición conservadora del PAN había decidido no seguir avalando la farsa electoral mexicana y no presentó candidato a la presidencia por primera vez desde 1940. Así eran las elecciones en México. Una mascarada en la que siempre ganaba el candidato del partido oficial. La elección de hecho sucedía antes (y en ella no intervenía el voto popular), cuando el presidente designaba al candidato del PRI y a la postre a su sucesor. El presidente, además de cabeza del Ejecutivo, jefe de Estado y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, era el gran elector. De su sucesor, pero también del alcalde la Ciudad de México, de los gobernadores de los Estados, de los diputados y senadores. Por vía indirecta, lo era también de los jueces de la Suprema Corte de Justicia y de los líderes sindicales. El capitalismo de amigos y las empresas públicas, ineficientes y deficitarias, estaban también en sus manos. Una «monarquía sexenal», con una única cláusula que evitó la tiranía unipersonal: el precepto constitucional de la no relección.

Entre la ignominiosa elección de 1976 y la derrota del PRI en las elecciones del año 2000, México transitó de un sistema autoritario a una democracia liberal, con un sistema electoral aprueba de fraudes y con una disputa real entre partidos por cada cargo de elección popular. Esto no fue un regalo del poder priísta –aunque la reforma política de Jesús Reyes Heroles de 1977 contribuyó–, sino una conquista de la sociedad civil, basada en el empuje desde muchas trincheras contrapuestas. Cuando en la noche electoral del año 2000 el responsable ciudadano del sistema electoral autónomo anunció la victoria de la oposición, la primera derrota del PRI en 70 años de poder y gloria, la sorpresa fue que no hubo sorpresas. El perdedor reconoció su derrota, el presidente felicitó al ganador, los sindicatos oficiales no protestaron, el Ejército acató el veredicto de las urnas. Parecía que México dejaba atrás los fantasmas del pasado. Y a partir de ahí, de la alternancia, se empezó a construir un país de instituciones y no de simples correas de transmisión del poder presidencial.

«López Obrador es un populista de libro, pero de difícil clasificación ideológica»

El fin de la censura en los medios, sumado al novedoso sistema de acceso a la información, puso un freno a la corrupción sistémica de la era del PRI, aunque los casos denunciados parecieran infinitos. Eran casos, no el modelo entero. La autonomía de la defensa de los derechos humanos, el sistema estadístico, el Banco de México y la Corte contribuyeron a poner los sucesivos pisos del edificio democrático mexicano cuyos cimientos eran un sistema electoral justo e invulnerable. Este es el edificio que Andrés Manuel López Obrador, cincel en mano, ha tratado de demoler desde que llegó al poder en el 2018, por vía democrática, y gracias a las garantías que ese sistema le brindó.

López Obrador es un populista de libro, pero de difícil clasificación ideológica. Una mezcla de regresión autoritaria del PRI, ínfulas guevaristas, nacionalismo revolucionario, estatismo económico, pero con acatamiento del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, lo que le brinda estabilidad macroeconómica y cambiaria al país. Su Gobierno consistió en dos únicas acciones: una campaña permanente de agitación, mentira y crispación social en maratónicas ruedas de prensa diarias y la creación de una gigantesca base social mediante el abuso del dinero público en subsidios paternalistas mientras se despoja a la ciudadanía de unos servicios regulados y eficientes en todos los ámbitos: sanitario, educativo, cultural, infraestructuras, etcétera. Dinero en mano y sálvese quien pueda.

Darle todo el control de las acciones del Gobierno al Ejército es la pieza fundamental de la regresión autoritaria. Solo así fue posible las fracasadas y costosísimas obras de infraestructura de su sexenio: la transformación de una aislada e inoperante base aérea militar en un aislado e inoperante aeropuerto civil manejado por los militares; un absurdo tren turístico por la selva maya y una anacrónica refinería, aún no terminada. El Ejército tiene como lógica esencial obedecer la cadena de mando, y no prevé hacer análisis de costo-beneficio o impacto ecológico. Esto, sin hablar del elefante en la habitación: el crimen organizado. Un elefante opresivo y pestilente que solamente en un ejercicio de ceguera colectiva es imposible no ver. Sus colmillos nacarados gotean sangre, y enlutan los hogares mexicanos con la lógica despiadada de una guerra civil encubierta.

«Las credenciales académicas de Sheinbaum vuelven a ilusionar a la clase media desencantada con el presidente»

Todo ello es lo que se dirime en las elecciones de mañana en México, en donde las encuestas dan como clara favorita a la candidata oficial, Claudia Sheinbaum, una leal y obediente colaboradora de López Obrador. Enfrente tiene a Xóchitl Gálvez, una mujer valiente, hecha así misma, que nació en el seno de una pobrísima comunidad indígena y que ha logrado reunir en una coalición heterodoxa a partidos de ideologías diferentes con el único fin de rescatar la democracia.

Las credenciales académicas de Sheinbaum y su experiencia de vida vuelven a ilusionar a la clase media desencantada con el presidente e incapaz de votar pragmáticamente por nadie que postule un partido de derecha, aun en alianza. La fuerza del autoengaño, pese a que Xóchitl Gálvez reúne en su biografía muchos de los dogmas de fe de la clase media biempensante: indígena, licenciada en la universidad pública, que tuvo que vender de niña gelatinas para ayudar al gasto familiar y a la que nada de lo que ha conseguido le ha sido regalado.

Las elecciones se dan en un clima enrarecido. Por un lado, la violencia todo lo distorsiona. Por el otro, el Gobierno ha puesto la maquinaria del poder al servicio de la candidata oficial. ¿La violencia e intimidación del crimen organizado vulnera las posibilidades de la retadora, que ha anunciado su intención de combatirlo abiertamente, o la refuerza secretamente? ¿La equidistancia, cuando no complicidad, del actual Gobierno y de su candidata es una baza a su favor o en su contra?

El crimen en México es un sistema social que beneficia a millones de personas, que tiene un impacto a todos los niveles, incluida la estabilidad del peso, pero que perjudica a todos al mismo tiempo. ¿Hay una reserva moral del pueblo mexicano que, en la soledad de la urna, va a decir no a la complicidad con el crimen? ¿O el miedo y la conveniencia puntual mantendrá el statu quo? Gane quien gane, México será gobernado por una mujer. Y eso en un país machista es en sí mismo una buena noticia. Y pese a su sueño de seguir gobernando a través de su candidata, ya no será presidente López Obrador. Otra buena noticia. 

Como escribió Ibargüengoitia, pero ahora sin sobra de ironía, «el domingo son las elecciones, ¡qué emocionante!, ¿quién ganará?».

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