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Las elecciones presidenciales de EEUU y el futuro de Europa

La combinación de las elecciones en EEUU y una victoria de Le Pen pueden forzar un giro geopolítico radical en Europa

Las elecciones presidenciales de EEUU y el futuro de Europa

Los candidatos a la presidencia de los EEUU, Donald Trump y Joe Biden, durante el debate celebrado el pasado 27 de junio. | Will Lanzoni (Zuma Press)

Cada vez resultan más raros los eventos políticos con un saldo indiscutible, no abierto a interpretación. Una y otra vez, se suceden elecciones que todos ganan —incluso aquellos cuyos votos menguan hasta la insignificancia— y derrotas militares que se encubren con voces de misión cumplida y entrega del mando a alguien que no se puede retirar porque no tiene a dónde ir. Frente a semejante panorama de irritante ambigüedad y aversión a la rendición de cuentas, el primer debate entre el presidente Joe Biden y Donald Trump de cara a los comicios estadounidenses del próximo noviembre resultó una refrescante novedad. Observadores políticos, representantes de los partidos demócrata y republicano, periodistas y público en general coincidieron en lo evidente: el desempeño del actual inquilino de la Casa Blanca resultó catastrófico. Biden fue desarticulado, incoherente, confuso y, a veces, sencillamente incomprensible.

Después de un escalofrío generalizado entre los cuadros demócratas y una cascada de peticiones para que Joe Biden renuncie a su candidatura en favor de otro miembro del partido, el equipo de control de daños de la campaña presidencial ha encontrado confort en las encuestas que han revelado que el pobre desempeño del mandatario no ha cambiado gran cosa las intenciones de los votantes. Lo cierto es que cualquier otra cosa habría sido sorprendente en un ambiente de alta polarización donde los campos entre los partidos están nítidamente definidos y el número de votantes indecisos es pequeño.

Lo que los partidarios de que Biden persevere no dicen es la estabilidad del escenario electoral no beneficia en nada al presidente porque la elección se decidirá en siete estados —Pennsylvania, Wisconsin, Michigan, Carolina del Norte, Georgia, Nevada y Arizona— de los cuales Trump tiene ventaja en seis (cinco de ellos por un 3% o más). En otras palabras, sin un fenómeno extraño e impactante que cambie el rumbo de la elección, Trump podría iniciar su segundo mandato el próximo 6 de enero.

Trump y su ‘America first’

Así las cosas, vale la pena dar una mirada a lo que podría suponer una victoria de Donald Trump para Europa. En este sentido, resulta adecuado comenzar por los que pueden ser los problemas claves que marcarían su aproximación hacia el Viejo Continente. Primero, hay que señalar un ingrediente ideológico nuevo en la política exterior de EEUU: el nacionalismo. Después de la Segunda Guerra Mundial, Washington identificó sus intereses estratégicos con el mantenimiento de una red de alianzas que tenía en la OTAN su piedra angular. En consecuencia, EEUU operó como administrador de una coalición donde la primera regla era tratar de mantener la cohesión. El presidente Trump adjuró de esta visión en su primer mandato y apostó por mirar las relaciones con los aliados desde una perspectiva transaccional y de corto plazo, donde lo fundamental eran las ganancias inmediatas y el futuro de la relación resultaba irrelevante.

El segundo mandato del candidato republicano promete ser una reedición exacerbada de esta visión. Como evidencia, se puede recordar su declaración de que alentaría a Rusia a hacer lo que quisiera con los miembros «morosos» de la OTAN, aquellos con presupuestos de defensa insuficientes, realizada durante un mitin en Carolina del Sur el pasado febrero, justo al cumplirse dos años de la guerra de agresión lanzada por Moscú contra Kiev. El asunto es que Trump no está solo en esta visión. Sea por adhesión al líder, sea por convicción propia, los sectores del Partido Republicano integrados en su movimiento «MAGA» (Make America Great Again, Hacer América Grande de Nuevo) comparten la visión de que los aliados se han aprovechado de la buena voluntad norteamericana y ya es hora de que EEUU piense en sí mismo.

El segundo problema clave tiene que ver con que la nueva administración Trump podría debilitar gravemente el aparato técnico que ha diseñado e implementado la política exterior norteamericana durante décadas. Desde la perspectiva del candidato republicano y sus seguidores más acérrimos, el fracaso de muchas de las medidas impulsadas durante su primer periodo en la Casa Blanca no fue el resultado de su pobre concepción o su falta de sustento legal, sino el fruto de la deslealtad de funcionarios gubernamentales alineados con el Partido Demócrata y dispuestos a actuar en contra de las órdenes del presidente. De acuerdo con esta perspectiva, una parte de la comunidad de política de seguridad y defensa formaría parte de este «estado profundo» que supuestamente gobierna con independencia de la voluntad de los mandatarios electos.

Parcialmente en respuesta a esta visión, el programa para la futura administración Trump, elaborado por una coalición de organizaciones conservadoras, incluye medidas para incrementar sustancialmente el número de puestos gubernamentales de libre designación por el presidente, sacar de ellos a los funcionarios que los ocupan y reemplazarlos por creyentes en la agenda de nueva administración. Si este cambio se lleva a efecto de manera extensa, el resultado será doble. Por un lado, la agenda nacionalista de MAGA penetrará profundamente al interior del gobierno norteamericano. Por otra parte, el reemplazo de funcionarios profesionales con largos años de experiencia por recién llegados seleccionados en base a criterios ideológicos conducirá un rápido deterioro de la burocracia sofisticada y efectiva que ha tenido a su cargo la política exterior y de seguridad. 

El tercer problema de la futura administración republicana tiene que ver con el presidente mismo. La historia de EEUU no es extraña a figuras con ángulos oscuros y comportamientos cuestionables. Ahí está el desorden de la vida personal de John F. Kennedy o la pulsión hacia el abuso de poder de Richard Nixon. Sin embargo, las narraciones del primer periodo presidencial de Trump señalan rasgos que ponen en cuestión su carácter como jugador internacional: una notable confusión entre lo privado y lo público, un profundo desprecio por el conocimiento experto, una visión de las relaciones como un juego de suma cero donde solo se puede ganar si el otro pierde y una visible ignorancia de los valores que han orientado el comportamiento exterior de las democracias liberales.

Resulta muy difícil juzgar la personalidad de un gobernante, pero debería servir de llamada de atención la lista de colaboradores de su primera administración que han manifestado abierto rechazo a su manejo de los asuntos de gobierno. Entre ellos, se incluyen el vicepresidente Mike Pence, el jefe de gabinete y general del Cuerpo de Marines, John F. Kelly, el secretario de Defensa y también general de los Marines, James Mattis, y el asesor de seguridad nacional, John Bolton, todos con extensa experiencia y ninguna cercanía al Partido Demócrata.

Biden, la senil incertidumbre

Todo lo dicho no implica que una victoria de Biden, más improbable pero no descartable, esté ausente de graves problemas. Como ha atestiguado el reciente debate televisivo, el primero de ellos es el estado físico del presidente. A pesar de la cascada de disculpas presentada por su equipo de campaña para justificar el lamentable desempeño del mandatario, resulta evidente que la edad le está pasando factura. No hay duda de que ha sido capaz de gobernar el país hasta ahora, como demuestra la lista de leyes aprobadas con apoyo bipartidista, que es un tributo a sus habilidades negociadoras. Lo realmente problemático es imaginar las condiciones de Biden dentro de tres o cuatro años, al final de un hipotético segundo mandato.

Además, el presidente ha demostrado una notable falta de fineza a la hora gestionar los asuntos internacionales. El ejemplo más visible ha sido la desastrosa retirada de Afganistán, donde se perdió una posición clave en Asia Central sin necesidad —hubiese sido posible mantenerla con un contingente de unos pocos miles de soldados— y de la peor forma posible: una operación mal planeada, con escasa coordinación con los aliados europeos y completo abandono de las fuerzas armadas afganas. Pero este no ha sido el único fiasco exterior de Biden. Antes, estuvo la crisis con Francia a raíz del lanzamiento del AUKUS —la alianza militar-industrial entre EEUU, el Reino Unido y Australia— que arrebató a la industria gala un contrato multimillonario para la producción de submarinos para Camberra sin que Washington se dignase a dar un aviso previo a París.

Luego vino el caso Alex Saab, cuando el presidente devolvió a Venezuela al máximo blanqueador de dinero del régimen chavista a cambio de la liberación de 10 ciudadanos norteamericanos, la entrega de un fugitivo de la justicia también estadounidense y vagas promesas de democratización que Nicolas Maduro no tardó en abandonar. El pecado capital del presidente ha sido el mismo siempre: dar prioridad a supuestas ganancias en política doméstica (tropas de regreso, contratos para la industria naval y rehenes liberados) sin detenerse a mirar sus abrumadores costos sobre la posición internacional del país.

Esta cadena de crisis oculta un problema mayor, que es la incapacidad de la administración Biden para elaborar un concepto de política exterior capaz de responder ante un escenario internacional que está saltando en pedazos bajo la presión del ascenso de China, el revanchismo ruso y la multiplicación de jugadores independientes en el Sur Global. Frente a la falta de ideas, la alternativa ha sido apegarse a un status quo que solamente existe en el papel. El mejor ejemplo de esta tendencia ha sido el comportamiento frente a la agresión rusa contra Ucrania. Sin duda, el compromiso de Biden ha salvado a Kiev de la derrota, pero los titubeos a la hora proporcionar asistencia militar han prolongado el conflicto y ofrecido a Moscú la oportunidad de adaptarse a la presión occidental. Más agresividad podría haber colocado al Kremlin en una posición insostenible y acortado la guerra. Pero eso no era una opción para una administración con una aguda aversión al riesgo.

Si este es el panorama en el lado norteamericano de la ecuación, las cosas tampoco resultan muy alentadoras en lo que respecta a Europa. Ciertamente, algo se está moviendo en el Viejo Continente. El ejemplo más visible son los cambios en los presupuestos de defensa. Si el número de miembros de la OTAN que invertían el 2% de su PIB en defensa —la meta fijada por la organización en 2014— apenas llegaba a seis en 2021, está previsto que crezca hasta los 23 (de un total de 32 países) en 2024. Los cambios europeos también se extienden a las políticas sobre China. La tradicional ambigüedad para salvaguardar el acceso al inmenso mercado de la República Popular ha dado paso a un discurso más contundente, cuyo primer reflejo ha sido un incremento radical de los aranceles para prevenir la competencia desleal de los vehículos eléctricos chinos.

Le Pen y el futuro de Europa

Más gasto en defensa y más firmeza frente a China son dos viejos reclamos norteamericanos a Europa cuya satisfacción debería hacer más sencillo el diálogo. Sin embargo, este proceso de convergencia está teniendo lugar al tiempo que se produce un cambio en los equilibrios políticos internos, tanto en EEUU como en la UE. El ascenso del nacionalismo estadounidense está teniendo su reflejo en el Viejo Continente con el surgimiento de una derecha identitaria.

Esta tendencia se puso de manifiesto en las recientes elecciones al Parlamente Europeo, cuando este tipo de grupos alcanzó un resultado histórico de 131 escaños (a los que habría que sumar otros 11 húngaros de Fidesz–KDNP y 15 germanos de Alternativa por Alemania). Pero sobre todo, ha sido la victoria del partido Agrupación Nacional (RN, Rassemblement National) de Marine Le Pen en las elecciones parlamentarias francesas de este pasado fin de semana la que marca un giro decisivo en el panorama político europeo. Este éxito coloca a la derecha nacionalista francesa a las puertas de formar gobierno y abre la puerta a una victoria de Le Pen en las elecciones presidenciales de 2027. 

Un gobierno nacionalista en Francia llegaría con una agenda que incluiría más autonomía para los galos en la Unión Europea, una posición más flexible hacia Rusia y más apertura a una reducción del compromiso de EE.UU. con Europa. En ese sentido, la líder de la Agrupación Nacional recogería el tradicional deseo francés de recuperar influencia en el Viejo Continente reduciendo el peso de Washington y tendiendo puentes con Moscú. Se trataría de la vieja aspiración de autonomía estratégica expresada en algún momento por el gaullismo, pero hecha realidad en un entorno más peligroso, sin la red que proporcionó la garantía nuclear norteamericana durante la Guerra Fría.

De este modo, la agenda internacional de Le Pen podría encajar en la promovida por la administración Trump. No sería la única satisfecha con este arreglo. Viktor Orban en Hungría y Robert Fico de Eslovaquia se sentirían igualmente conformes con el repliegue norteamericano y el descongelamiento de las relaciones con Rusia. En otras palabras, el desenganche de Washington del Viejo Continente puede tener un sólido grupo de partidarios dentro de la UE. 

Semejante giro geopolítico tendría ganadores y perdedores netos. Entre los primeros estaría la Rusia de Vladimir Putin, que podría imponer una resolución de la guerra con Ucrania acorde con sus intereses y extender su sombra sobre Europa Occidental sin las restricciones impuestas por la presencia norteamericana. Sin duda, el perdedor inmediato sería Ucrania, que al quedar privada de la asistencia norteamericana y enfrentada a un sólido partido prorruso en el interior de la UE, tendría que ceder territorio a Moscú como paso previo a la entrega de su soberanía y su regreso a la condición de estado satélite. Algo parecido a lo que esperaría a Moldavia y Georgia, dejados a la intemperie de las instituciones europeas. El resultado final sería la emergencia de una esfera de influencia rusa en Europa Oriental, un triunfo histórico para Vladimir Putin. 

Desde luego, no todos los europeos mirarían con igual tranquilidad cambio en el escenario de seguridad. Ni los países escandinavos, ni Alemania y aún menos Polonia podrían permanecer indiferentes ante el repliegue norteamericano, el crecimiento del peso de una Francia nacionalista y el resurgimiento de una esfera de influencia rusa en Europa Oriental. Pero al mismo tiempo, resulta difícil imaginar cómo podrían mantener a Washington y París atados a sus compromisos. Como resultado, el Tratado del Atlántico Norte se convertiría en papel mojado, y la Unión Europea sufriría fuertes tensiones geopolíticas de consecuencias difíciles de prever. ¿Estaría Alemania dispuesta a hacer depender su seguridad de una Francia con simpatías hacia Rusia? ¿Podría Berlín revisar su postura nuclear y desarrollar su propio arsenal atómico? ¿Cómo buscarían garantizar su seguridad los países Escandinavos y Polonia? ¿Sobreviviría el proyecto de una seguridad europea común?  

El desenlace de la historia sería probablemente distinto bajo un segundo período de Biden. Incluso con una victoria de Le Pen en Francia, el compromiso de EEUU con la seguridad europea generaría tres efectos claves. Por un lado, mantendría el respaldo militar a Ucrania para continuar desgastando a las fuerzas armadas rusas. Por otra parte, apuntalaría la influencia estratégica alemana sobre Europa, manteniendo viva la relación especial Washington-Berlín. Finalmente, Washington contribuiría a contener el ímpetu nacionalista de París. El resultado sería la frustración de las aspiraciones estratégicas rusas, la reducción de las tensiones geopolíticas en el interior de la UE, y una oportunidad para la supervivencia del viejo eje euroatlántico que ha sido el pilar central de la seguridad occidental durante 80 años. Pocas veces unos miles de papeletas de votación en otro continente han tenido un peso geopolítico tan determinante sobre el futuro de la vieja Europa. 

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