Joseph Biden, salvar la Casa Blanca
La primera potencia mundial es vanguardia de la polarización que sufren las sociedades occidentales
La portada del último número del semanario británico The Economist no puede ser más elocuente: un andador a modo de atril e incrustado el sello de la presidencia de Estados Unidos con el siguiente titular: «No hay forma de gobernar un país». El periodista del New York Times y tres veces ganador del premio Pulitzer Thomas Friedman, amigo personal suyo, escribió en un artículo poco después del debate la semana pasada en la CNN frente a Donald Trump: «Joe Biden, un buen hombre y un buen presidente, no tiene que presentarse a la reelección. Y Donald Trump, un hombre malintencionado y un presidente mezquino, no ha aprendido ni olvidado. Es la misma sarta de mentiras que siempre ha sido, obsesionado con sus agravios, nada cercano a lo que se necesita para que Estados Unidos lidere el siglo XXI». Más de 80 bulos se estima que manifestó el expresidente y candidato republicano en el famoso enfrentamiento de hace una semana donde el anciano Biden, más anciano que nunca a sus 81 años, dio síntomas de tener bastante mermadas sus facultades cognitivas.
Biden es un veterano de la política. Prácticamente, echó los dientes en ella en su Estado natal de Delaware, senador desde hace varias legislaturas, vicepresidente con Barack Obama y triunfador con récord histórico de votos (81,3 millones) en la carrera a la Casa Blanca en 2020 frente al entonces presidente Trump, que nunca reconoció su derrota y habló incluso de fraude.
¿Puede un individuo con intervalos frecuentes de notable desorientación, lapsus incómodos, tartamudeos y torpeza en la movilidad dirigir una gran empresa o en este caso gobernar la primera potencia mundial? Él dice que sí, pero hay otros que piensan lo contrario. Biden, cuyos detractores lo llaman Sleepy Joe (Joe el dormilón), reconoce que no es el político de antaño, que dominaba los temas y no se fatigaba, pero, subraya: «Para decir la verdad sigo estando preparado». A su rival, con varias causas judiciales pendientes, una de ellas en sentencia firme, lo tilda de mentiroso, compulsivo, de tener «la misma moral que un gato callejero». Los grandes medios de comunicación estadounidenses –New York Times, Washington Post, Wall Street Journal, Boston Globe– ya lo han sentenciado y le han recomendado que se eche a un lado, el único modo de evitar que el populismo trumpista regrese a la Casa Blanca.
Biden, un político demócrata, centrista, sensible en temas sociales, católico, practicante, es un individuo orgulloso y testarudo como para arrojar la toalla. Su esposa Jill todavía lo respalda en su empeño de ir a la reelección, al igual que su círculo más estrecho de colaboradores, incluida la vicepresidenta Kamala Harris, cuyo nombre emerge como sustituta en el supuesto de que abandone la carrera. Él debe de ser consciente que sus episodios de mente en blanco, de proferir en público frases de instrucciones que le prepara su equipo repetidas por él como un papagayo sin darse cuenta, son objeto de chanza. Argumenta que sus últimas torpezas, en particular las que cometió en el debate en la CNN, fueron debidas a las secuelas de un resfriado mal curado y al cansancio y falta de sueño por haber viajado dos veces a Europa en una semana.
Son justificaciones que, pese a ser plausibles, no validan la conducta de todo un presidente de EEUU. Su rival actúa con la seguridad del boxeador que sabe que el contendiente a poco que le golpee se va a caer como si fuera un saco de patatas. Eso fue evidente en uno de los momentos más dramáticos del debate de la CNN, cuando Biden se congratuló por haber derrotado al MedicalCare, el programa sanitario público estadounidense, cuando en realidad lo que quería afirmar es que habían vencido al coronavirus. Trump no tuvo que replicar. Sin mirarle a la cara y dirigiéndose al entrevistador, declaró despectivamente: «Ni él mismo sabe lo que está diciendo».
Los próximos días pueden ser decisivos para que se resuelva la incertidumbre sobre el futuro de Biden. El presidente tenía previsto ser entrevistado en la madrugada de hoy por una de las estrellas de la cadena ABC, el antiguo director de comunicaciones durante la presidencia de Bill Clinton, George Stephanopulos. Biden lleva tiempo sin conceder largas entrevistas. Un gazapo, un tartamudeo frente al periodista, podría acrecentar la certeza de no estar en condiciones para presentarse a la reelección el próximo 5 de noviembre. Es cierto que en la persona de Stephanopulos encontrará más un aliado que un enemigo por las simpatías demócratas del presentador. Además, este fin de semana tiene un mitin en Wisconsin y otro en Pensilvania. Y la próxima afrontará la prueba de fuego de la cumbre de la OTAN en Washington, con motivo del 75º aniversario de la creación de la alianza militar occidental, con la presencia de los mandatarios de los 30 países miembros y que concluirá con una conferencia de prensa suya. Todos los ojos estarán puestos en él.
Una encuesta del New York Times, tres días después del drama de la CNN, coloca a Trump seis puntos por delante de Biden. En los últimos días, antes del debate televisivo, el presidente parecía estar recortando la ventaja de su enemigo republicano. Tampoco está claro que las cosas cambien mucho si en lugar de Biden el candidato demócrata fuera Kamala Harris. Las encuestas sobre la que fuera senadora de California y antes fiscal general de ese Estado nunca le han sido muy favorables.
Harris, afroamericana, de padre jamaicano y madre india, fue considerada un gran acierto cuando Biden la escogió en su ticket en las elecciones de 2020, convirtiéndose en la primera mujer que llegaba a ese cargo. Se especuló que el anciano político le pasaría el mando a mitad del primer mandato debido a su avanzada edad. Él siempre negó que eso entrara en sus planes. Además, anunció que su intención era aspirar a la reelección en 2024. Biden es el presidente de EEUU con mayor edad. Si no se retira y gana en noviembre terminará con 86 años. Trump tampoco es joven (78 años), pero se conserva mucho mejor.
El reloj corre en contra del Partido Demócrata, cuya convención se celebrará a finales de agosto. Será entonces cuando tendrá definitivamente que deshojar la margarita de si Biden es el aspirante o la vicepresidenta Harris. Suenan otros nombres como el gobernador de California, Gavin Newsom, la de Michigan, Gretchen Whitmer o incluso Michelle Obama, que ha desmentido tener intención de aspirar a la carrera. Todo puede ser ya tarde mientras Trump se frota las manos. En 1968, en una tumultuosa convención, el partido del burrito tuvo que elegir deprisa y corriendo al entonces vicepresidente Hubert Humphrey como candidato, toda vez que meses antes el presidente Lyndon Johnson anunció que no iría a la reelección enfangado como estaba en la guerra de Vietnam. Richard Nixon, republicano, derrotó a Humphrey en unas elecciones muy reñidas, saldadas por medio millón de votos.
La situación entonces era dramática con las revueltas estudiantiles en el mundo, la crisis estadounidense en Asia y el fortalecimiento militar de la extinta Unión Soviética, que en agosto de ese año invadió con sus tanques Checoslovaquia. La presente no es mucho mejor. A la ocupación de Ucrania por parte de la Rusia de Putin, el recrudecimiento del nunca solucionado conflicto palestino-israelí, emerge ahora la aparición de la extrema derecha en Europa, la mediocridad de líderes en el Viejo Continente o el posible retorno de Trump a la Casa Blanca. El discurso trumpista es muy simple: frenar la inmigración, reducir los programas sociales en su país, desentenderse de alianzas militares como la OTAN, resolver el problema de Oriente Próximo defendiendo a Israel, hacer las paces con Putin y mantener una guerra comercial con China. Trump es primario en su discurso, pero resolutivo en la acción.
El Tribunal Supremo de EEUU le acaba de echar una mano dictaminando su inmunidad absoluta en materia de asuntos oficiales y, por tanto, declarándolo no responsable del asalto y ocupación del Congreso por parte de un grupo de sus seguidores el 6 de enero de 2021. Tiene todavía pendientes una serie de causas como la de la supuesta infracción a la ley al llevarse documentos secretos de la Casa Blanca a su residencia en Florida. Y finalmente una condena en firme por utilizar fondos de su campaña para tener una relación sexual con una actriz porno. Niega siempre todos los cargos y considera que se trata de una conspiración contra él. El magnate neoyorquino llegó en 2016 a la presidencia tras derrotar a Hillary Clinton. Entonces obtuvo más de 70 millones de votos. Cuatro años más tarde, pese a ser derrotado por Biden, logró más de 74 millones. Habría qué preguntarse qué encontraron en él tantísimos estadounidenses o por qué hoy muchos de ellos están dispuestos a seguir dándole apoyo. La primera potencia mundial es vanguardia de la polarización que sufren las sociedades occidentales. Trump se encarga de foguearla cada día.
Biden, al margen de sus síntomas crecientes de senilidad, no ha sido un mal presidente durante estos cuatro años pasados, según la opinión casi unánime de los analistas estadounidenses. Ha reconducido la economía. EEUU, que ha crecido por encima de los países europeos, ha controlado la inflación, que se había disparado en los dos primeros años de mandato y ha continuado creando empleo. En política exterior, la Administración demócrata se distinguió por alertar a Occidente de la inminente invasión de Ucrania, es la nación que más suministro económico y militar proporciona a Kiev, mantiene una política firme contra las ansias imperialistas de Putin, busca un alto el fuego en Gaza con un plan de paz y respalda la utilidad de la Alianza Atlántica. Su gran fracaso ha estado en Afganistán con la retirada de tropas.