Los intentos de la CIA por controlar la mente humana
Durante la Guerra Fría, la agencia de inteligencia de EEUU trató de usar LSD para modular el comportamiento humano
Todo comenzó con un reto que se planteó la CIA: ¿Cómo consiguieron los coreanos y los rusos que muchos de los soldados estadounidenses que habían combatido en Corea regresaran a Estados Unidos convertidos en fervientes comunistas? No dudaban de que les habían lavado el cerebro, pero la pregunta residía en el cómo. Pero iban más allá: ¿Por qué no poner en marcha un plan para controlar la mente humana y conseguir que los prisioneros enemigos al quedar libre se dedicaran a asesinar sin contemplaciones a sus propios jefes?
En 1953 comenzó la salvajada más grande llevada a cabo en un país democrático en tiempo de paz, aunque habría que matizar que en aquellos momentos estaba en auge la pérfida Guerra Fría. Estados Unidos y la URSS, apoyados por sus respectivos aliados, mantenían una batalla silenciosa. Allen Dulles, director de la CIA, dio en febrero una fiesta en su casa y varios asistentes, especializados en investigar el control de la mente, terminaron de convencerle: con los medios adecuados se podía conseguir.
Al frente del proyecto de «la casa de los horrores», conocido como MK Ultra, estuvo Sidney Gotlieb, procedente de una familia judía, que en realidad se llamaba Joseph Scheider. Lo primero que ordenó probar fue los efectos del LSD. Utilizó a gente inocente de variada edad, sexo y color. Los invitaron a una fiesta gratis en San Francisco un día de calor agobiante y tras darles alcohol a destajo cerraron las ventanas y rociaron la sala con un supuesto ambientador que en realidad contenía la sustancia. Fue un fracaso porque la gente se lanzó como loca a abrir las ventanas.
La gente de Gotlieb decidió incidir en el tema de las drogas como forma de controlar las reacciones humanas y sumó una de las obsesiones de la época, los electrochoques. Se fueron a un país de Europa en el que había un nutrido grupo de prisioneros acusados de colaborar con los nazis, y utilizaron contra ellos sus dos armas. Fue un desastre: una parte no pudo soportar las dosis masivas de droga y a otros los tuvieron que rematar e hicieron desaparecer sus cuerpos.
Los continuos fracasos en los distintos experimentos no llevaron a los jefes de la CIA a replantearse la situación. Pasó lo contrario: ponían más dinero, buscaban más especialistas en la materia y ampliaban las investigaciones en otros países como Inglaterra y Canadá.
Convertir personas en robots
En una zona reservada de un hospital llevaron a cabo uno de sus más macabros experimentos. Su objetivo era convertir a una persona en un robot sin voluntad, listo para cumplir las órdenes que le dictaran. Utilizaron de nuevo 60 prisioneros a los que introdujeron un chip en la cabeza tras una operación nada refinada. Todavía dormidos, los metían en una sala con una escopeta al lado. Al despertarse, los transmitían señales a través del chip. No consiguieron ni una sola vez que reaccionaran a esos impulsos. Al final, no se les ocurrió otra cosa que matarlos a todos para que nadie conociera el experimento.
Las locuras que pudo llevar a cabo Gotlieb durante 20 años son inimaginables y aconsejo leer la abundante literatura sobre el tema. Una de las líneas de investigación más siniestra e impresentable fue la que tenía por objeto lavar el cerebro de las víctimas. Habían pasado los años y los protagonistas de los experimentos dejaron de ser prisioneros y pasaron a ser enfermos ingresados en hospitales, a los que podían hacer lo que quisieran sin que sus familiares se enteraran.
Aquí los científicos —por llamarlos de alguna manera— al servicio de la CIA, utilizaron la presión psicológica y la humillación para conseguir un estado de dependencia de los pacientes y cambiarles ideales y valores. Para ello los sometieron a incomodidades físicas y psíquicas, ayuno, dolor y privación sensorial.
Por suerte, los familiares de estas personas torturadas reaccionaron e hicieron públicas sus quejas hasta conseguir sacar a la luz algo de lo que llevaba tantos años pasando. En 1973, Gotlieb dimitió para intentar poner coto al escándalo. Eso sí, antes pasó por la trituradora todos los documentos de sus investigaciones. Para su desgracia se olvidó de 30 cajas, pruebas suficientes para que un nuevo director de la CIA aceptara colaborar con los tribunales.
Las consecuencias de 20 años de fechoría quedaron en nada. Richard Helmes, el anterior director de la CIA, fue procesado por perjurio y condenado a 2 años de cárcel. Pena que, por supuesto, nunca cumplió. Antes de retirarse, Gotlieb recibió la medalla de Inteligencia Distinguida.