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¿Nunca más? Cómo mirar los horrores del pasado

La memoria puede ser un imperativo ético, pero el olvido es una terapia indispensable para seguir viviendo

¿Nunca más? Cómo mirar los horrores del pasado

Ilustración de Alejandra Svriz.

La expresión «nunca más» se ha utilizado con frecuencia como corolario y desiderátum al analizar los horrores del pasado. La emplearon los supervivientes del Gueto de Varsovia para abominar y exorcizar la barbarie nazi. Más próximo en el tiempo, Nunca más se titulaba el Informe que la Comisión Nacional sobre la desaparición de personas publicó en Argentina en 1984, tras la caída de la Junta Militar, que había dejado un reguero de muertes y desapariciones.

En concreto y en este último caso, dicha expresión, más allá del alegato político, abrazaba un imperativo moral: que nunca más se utilizara el secuestro, la tortura y el asesinato como instrumentos del poder. En la película dirigida por Santiago Mitre y basada parcialmente en la elaboración de ese informe, Argentina 1985, el emocionante discurso final que pronuncia un soberbio Ricardo Darín, caracterizado como el fiscal Julio César Strassera, se cierra con estas palabras: «Señores jueces, quiero renunciar expresamente a toda pretensión de originalidad (…), quiero utilizar una frase que no me pertenece, porque pertenece ya a todo el pueblo argentino: señores jueces, nunca más».

El planteamiento de «nunca más» lleva implícito un mandato, que toda paz auténtica debe basarse no en el olvido, sino en la memoria; no en la imposición unilateral sino en la justicia para todos y en especial para las víctimas. Ni el más ingenuo de los mortales puede esperar que se implementen tales directrices en el mundo real. Ni siquiera en el más reducido mundo de esta Europa civilizada e ilustrada, de la que tan orgullosos estábamos hasta que resurgió en nuestra propia casa la despiadada limpieza étnica (desintegración de Yugoslavia, años noventa del pasado siglo) y la guerra en su vertiente más atroz de asesinatos masivos de civiles inocentes (invasión de Ucrania).

En una de sus obras más estremecedoras, Ante el dolor de los demás, señalaba Susan Sontag: «¿Quién cree en la actualidad que se puede abolir la guerra? Nadie, ni siquiera los pacifistas. Solo aspiramos (en vano hasta ahora) a impedir el genocidio, a presentar ante la justicia a los que violan gravemente las leyes de la guerra (pues la guerra tiene sus leyes, y los combatientes deberían atenerse a ellas), y a ser capaces de impedir guerras específicas imponiendo alternativas negociadas al conflicto armado».

«Negociadas», dice la escritora estadounidense. A nadie se le oculta que las negociaciones suelen darse entre bandos desiguales –no digamos ya cuando hay agresores y damnificados, víctimas y verdugos- y la transacción resultante dista mucho de cualquier ideal de justicia. Nunca es posible volver al paisaje anterior a la batalla, como si nada hubiera sucedido. En otros términos, ni se puede invocar la memoria de modo irrenunciable ni resignarse a la sima del olvido. Más bien hay que conjugar virtuosamente una y otro.

«La memoria es muchas veces el combustible que alimenta las disputas»

Es curioso que precisamente fuera el hijo de la antes citada Susan Sontag, David Rieff, corresponsal de guerra, quien escribiese dos libros complementarios sobre este tema: Contra la memoria y Elogio del olvido. Quien se deje llevar solo por los títulos errará gravemente. Rieff no aboga groseramente por el olvido, que en muchos casos equivaldría a impunidad, sino que testimonia a partir de su experiencia la complejidad de los conflictos. La memoria es muchas veces el combustible que alimenta las disputas. Quienes presenciaron la guerra de los Balcanes coincidían en que «casi cualquier paz, no importa lo injusta que fuera, era infinitamente preferible a lo que parecía el incesante castigo de la muerte, el sufrimiento y la humillación». La memoria puede ser un imperativo ético pero el olvido es una terapia indispensable para seguir viviendo. A nivel individual y colectivo.

Ustedes y yo, todos nosotros, vivimos en un contexto socio-histórico -por lo menos, aquí y ahora- que no ha de enfrentarse a tales conflictos, que antes que éticos son simplemente existenciales: a vida o muerte. No estoy seguro por ello de si alcanzamos la empatía suficiente para calibrar la angustia de quienes en el pasado corrieron muy distinta suerte (y, por supuesto, de quienes la sufren en el presente, de Gaza a Sudán). Vidas ante el abismo: este es el certero título con el que se presenta la traducción española del fascinante retrato colectivo que hace Oliver Hilmes de la Alemania de 1943. Un puñado de vidas al borde del precipicio cuando ya se había producido la hecatombe de Stalingrado y la vida cotidiana era inseparable del horror más angustioso.

El planteamiento de Hilmes me parece especialmente significativo por cuanto muestra la inextricable relación que se da en una situación límite entre una aparente despreocupación social (que llega incluso a frivolidad) y la muerte brutal sembrada por doquier de las formas más crueles, desde ejecuciones sumarias a bombardeos indiscriminados. Esta mirada a un pasado relativamente próximo y muy reconocible, incluso familiar, si se atiende a múltiples aspectos culturales o costumbristas, produce en el lector actual una cierta perplejidad o incluso desasosiego, que su posición de testigo cómodo y distanciado no puede ahuyentar del todo. Es el desconcierto que provoca un pasado que nos sigue interpelando: nos miramos en ese espejo y, obviamente, no nos gusta lo que vemos. Pero… ¿estamos seguros de que nunca más?

Hay dos formas de acercarse a un pasado tenebroso: reflejando, como Hilmes, unas vidas abocadas al abismo o, directamente, poniendo el foco en ese abismo cuando ya ha engullido todo atisbo de vida y se ha convertido en una inmensa fosa común en la que yacen los cuerpos torturados de miles de hombres, mujeres y niños. Kiev está a 1.350 km de Berlín. En las afueras de Kiev se ubica un barranco que se conoce con el nombre de Babi Yar. ¿Qué sucedió allí? El celebrado autor de Las benévolas, Jonathan Littell, visita la zona en compañía del fotógrafo Antoine D’Agata. Sabe lo esencial. En términos fríos: Kiev fue ocupado por los nazis el 19 de septiembre de 1941. Una semana después, el alto mando tomó la decisión de liquidar a la población judía de la ciudad. Aún no se había decidido la «solución final». Era solo una iniciativa radical dentro de la lógica de una «guerra total».

«Ahora apenas se atisba nada del pasado atroz. La memoria de Babi Yar está oculta, como  los miles de cuerpos que fueron allí enterrados»

En Un lugar inconveniente, que es el inquietante título de su libro, escribe Littell: «Se eligió un sitio en las afueras de la ciudad, una zona baldía salpicada de fábricas, cementerios y unas pocas viviendas, y surcada por profundos barrancos (…) Los días 29 y 30 de septiembre, según su propio recuento obsesivo, las fuerzas alemanas fusilaron a 33.771 judíos de todas las edades. Durante la ocupación, en este barranco seguirán produciéndose matanzas, que poco a poco se irán convirtiendo en un procedimiento regular (…) El total de víctimas se estima en unos cien mil, 60.000 judíos y otras 40.000 personas». Fue la mayor matanza en masa hasta la fecha. Luego, en el transcurso de la guerra, sería superada en otros sitios.

Los historiadores usan el sintagma de «lugares de memoria» (acuñado por Pierre Nora). Uno siempre quiere imaginarse ese terrible lugar de memoria como una zona espectral, como cuando se accede a Auschwitz. Pero a menudo no queda nada. Ni huella. Dice Littell: «Me habían dicho: Babi Yar es aquí. Pero Babi Yar era un barranco, y aquí está todo plano. Qué curioso no lugar, hasta los barrancos han desaparecido. Es algo que empezó inmediatamente después de la matanza». Años más tarde hubo inundaciones. Ahora apenas se atisba nada del pasado atroz. La memoria de Babi Yar está oculta, como los miles de cuerpos que fueron allí enterrados.

No es porque hablemos de un pasado lejano. Los rusos han invadido ahora Ucrania. Esta guerra continúa aún. No lejos de Babi Yar, en Bucha acaba de ocurrir otra espantosa matanza. Dejo otra vez la palabra a Littell: «Era como Babi Yar: aparte de las ruinas, no había mucho que ver, casi ningún rastro ya de las innumerables matanzas. Los cuerpos habían sido enterrados, (…) la infraestructura reparada, las calles despejadas, los baches rellenados, las señales de tráfico reemplazadas. Un mes después, todo era ya subterráneo, estaba escondido, en vías de ser borrado. Replegado en una normalidad que, sin embargo, no podía serlo». Sin rastros siquiera de la atrocidad, la memoria se disuelve. ¿Con qué fuerza podemos proclamar entonces «nunca más»?

Una actitud cínica pero no desprovista de razones traduciría «nunca más» por «lo volveremos a hacer en cuanto podamos» (como dicen los del procés). La historia no registra ningún «nunca más» que no haya sido violado, tarde o temprano. Es verdad que quizá no siempre por los mismos protagonistas, pero sí por sus descendientes. Pero esa más que justificada actitud escéptica es compatible con una cierta esperanza. Al fin y al cabo, los victimarios nos marcan el camino que no debemos seguir: si ellos quieren borrar las huellas de sus crímenes, nosotros tenemos la obligación moral de señalarlos y recordarlos. No somos tan ingenuos como para mantener altas expectativas pero no es menos cierto que retratar de frente ese pasado atroz es la principal vía que nos queda para tratar de no repetirlo.

Referencias:

CONADEP (Informe de la Comisión Nacional sobre la desaparición de personas): Nunca más, Eudeba, 2016.

Hilmes, Oliver: Vidas ante el abismo. Alemania, 1943, traducción de Margarita Santos, Tusquets, 2024.

Littell, Jonathan y D’Agata, Antoine: Un lugar inconveniente, traducción de Robert Juan- Cantavella, Galaxia Gutenberg, 2024.

Mitre, Santiago, director: Argentina, 1985, filme argentino de 2022.

Rieff, David: Contra la memoria, traducción de Aurelio Major, Debate, 2012.

Rieff, David: Elogio del olvido. Las paradojas de la memoria histórica, traducción de Aurelio Major, Debate, 2017.

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