La auténtica geopolítica de Putin (más allá de Ucrania)
En un mundo en el que el equilibrio de poderes se está redistribuyendo, Rusia parece tener su rumbo muy claro
En la última reunión del grupo (o «club») Valdai, celebrada hace pocos días, en este mes de noviembre de 2024, Putin desarrolló algunas reflexiones que, para quienes nos dedicamos a estos temas, son usuales (enseguida lo demuestro), pero ratifican eso que es tan usual, al más alto nivel, y de un modo explícito.
Por una parte, apunta Putin, el mundo está siendo reconfigurado. No solamente por la conocida resiliencia rusa o por el auge chino, o por la gradual pero imparable evanescencia socioeconómica del bloque occidental, liderado, como siempre ha sucedido en el último siglo, por EEUU. Todo eso está ahí. Pero su mera cita es pura descripción, y no contiene análisis alguno. Por consiguiente, en términos académicos no podemos quedarnos ahí: sería demasiado básico.
El análisis —o la interpretación de lo que sucede, si se prefiere— viene siempre después (cuando lo haya). Que es ahora, en esta reflexión. Lo primero que señala Putin es que los cambios a los que estamos asistiendo, debido a la interconexión de los factores descritos en el párrafo anterior, es de un calado equivalente al de Westfalia o Yalta. Personalmente, creo que los cambios a los que estamos asistiendo son incluso mayores. Pero, de momento, dejemos hablar un poco más a Putin. Él plantea que el orden de Yalta ya iba más allá del establecido en Westfalia. No aporta razones, pero es fácil entender eso. Porque el orden de Yalta se basaba en una peculiar superposición de ejes de conflicto: más allá de la mera «razón de Estado» (sin que ésta desaparezca por completo) surgió un eje ideológico (es decir, la cobertura moral o cultural de una base económica) que abarcaba la competencia entre dos modelos contrapuestos (capitalismo y comunismo —me vale «socialismo real», por supuesto, e incluso elevo la apuesta: eso fue lo que dio de sí el «socialismo realmente posible»).
Eso ha terminado, seguro. De nuevo, se puede discutir dónde estamos. Pero ya no «dónde no estamos». Entonces, cojo el testigo, aparco a Putin, y desarrollo: Fukuyama, en su libro El final de la historia y el último hombre (1992) adujo que ese final se correspondía con el triunfo incontestable de la dupla formada por el capitalismo de libre mercado (interesante es adjetivarlo, por oposición, por ejemplo, al capitalismo de Estado chino) y por la democracia liberal o representativa, basada en el Estado de derecho (también es interesante adjetivar la democracia, para evitar la tentación, recurrente en la historia, de abrazar fórmulas democráticas puras, tantas veces totalitarias). Los países que no hubieran alcanzado esa meta en 1992 lo irían haciendo, con el paso del tiempo, siempre según este paradigma de Fukuyama, probablemente falso.
Huntington respondió a través de su libro El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial (1997), de subtítulo significativo, a veces eclipsado por el título principal. En esta versión de las cosas, la historia (es decir, el drama, los conflictos) prosigue, azarosa, su camino. Huntington plantea, con buen criterio, que las teleologías siempre han fracasado (Hegel y Marx ya habían protagonizado sendas «fukuyamiadas» en el siglo XIX, sin mayor eco práctico). Lo que estaría ocurriendo en el contexto del final de la Guerra Fría no es, pues, que triunfe un modelo, sino que se sustituye el eje izquierda-derecha (comunismo —o «socialismo real» o «realmente posible»— versus capitalismo) por otro, distinto, que había estado, literalmente, opacado, desde Yalta: el socialismo Ba’az (con tics socialistas) o la secularización apoyada desde las instituciones políticas y educativas de Occidente (con tics capitalistas —da igual si gobierna la socialdemocracia, claro), como ejemplos. Ese otro conflicto, que surge de entre las ruinas del eje izquierda-derecha, es el conflicto civilizacional (o cultural). Algo que Huntington conecta con la tesis de la «revancha de Dios» popularizada por Gilles Kepel, en su libro homónimo, publicado en 1991, es decir, poco antes que el de Huntington.
De hecho, la trayectoria personal de Huntington es una muestra «encarnada» de ese cambio. No deja de ser un acérrimo defensor de la civilización occidental, liderada por su propio país, de modo que eso pasa por encima del eje izquierda-derecha. No en vano, él fue, ideológicamente hablando, un neocon. Sí, pero un neocon que apoyaba al partido demócrata. ¿Sorprendente? No tan lejos de la transversalidad de la que hizo gala, por ejemplo, el mismo Paul Wolfowitz, a partir del mismo momento histórico. ¿Se han vuelto esquizofrénicos o bipolares? Justo al revés: han abandonado la lógica del bipolarismo y han abrazado la del choque de civilizaciones, actuando en consecuencia (aunque el académico —Huntington— lo explicite y el político —Wolfowitz— siga la estela).
El lector dirá. Bien. Se puede entender, aunque no sea un argumento plano, ni tópico (de eso se trata). Pero… ¿Qué tiene que ver con Putin? Todo. Él ya se mueve en ese paradigma, de base huntingtoniana, aunque tamizado por Duguin. Regresemos a las palabras del propio Putin, en la última reunión del club Valdai. Su auténtica propuesta pasa por «mutual respect for cultures and civilisations» (respeto mutuo hacia las culturas y civilizaciones). Y eso lo opone a «The pursuit of exclusivity, liberal and globalist messianism and ideological, military, and political monopoly» (la búsqueda de la exclusividad, el mesianismo liberal y globalista, y el monopolio ideológico, militar y político). Claro como el agua cristalina.
La guerra de Ucrania es un epifenómeno, con más de un millón de muertos entre ambos bandos, la mayoría de ellos ucranianos, ya sean prorrusos de las milicias de Donetsk y Lugansk o fuerzas regulares de Kiev (civiles, pocos, afortunadamente, en comparación con cualquier otra guerra del último siglo). Sí, eso es cierto, pero le da igual a todo el mundo (incluyendo a la Casa Blanca y a las capitales europeas). Mejor dicho, solo parece importarle a la ONU. Pero, a cambio, a todo el mundo le da igual la ONU. Ese es el círculo vicioso en el que estamos inmersos actualmente.
Como epifenómeno, esa guerra es un despliegue del choque de civilizaciones anticipado por Huntington que, por cierto, también anticipó un conflicto en una Ucrania que era —y es—, empleando los conceptos de Huntington, un Estado «escindido», entre un Este ortodoxo (y cabe añadir que adepto a la iglesia de Moscú, ahora prohibida por Zelenski) y un Oeste que abraza otras formas de cristianismo o, lo que es lo mismo, de creciente agnosticismo y ateísmo. Huntington sabía lo que pasaba, y lo que pasaría, hace un cuarto de siglo (no los detalles militares, claro, pero sí el hecho en sí), mientras que nosotros nos estamos enterando ahora. Y, viéndolo, todavía no entendemos nada. Muy bien, suele pasar. Pero por eso hay que leer a los clásicos…
Que la OTAN —y no digamos la UE— es una organización política (en el caso de la OTAN, lo digo para contrapesar lo puramente militar) es algo evidente. Sin embargo, no lo es tanto (sí para mí, y no me gusta) que también son organizaciones ideológicas. Es más, fukuyamianas. El primer inconveniente es que queden desconectadas de la realidad; el segundo, que deriva del primero, es que Turquía no está en la OTAN para que nadie le diga qué y cómo debe enseñar en sus escuelas; y lo mismo ocurre con Hungría, que es parte (de momento) de ambas Organizaciones.
En las últimas páginas de su libro, Huntington recomienda echar a Turquía y a Grecia de la OTAN. El primero, por musulmán y el segundo, por ortodoxo. Es la lógica del choque de civilizaciones. Si bien no es evidente que haya que llegar a estos extremos. El problema, para la civilización occidental, es que esos dos países no se quedarían solos, sino que ambos buscarían cobijo en otros lares. No es ninguna especulación: Turquía ya tiene una habitación preparada en el hotel BRICS. Y, si no entendemos nada (algo hay de eso), también se irá a la OCS. Y ahí… se acabó todo. Es decir, el discurso fukuyamiano (triunfalista) de la ampliación constante de la OTAN, porque (supuestamente) los demás países comparten los valores excristianos —el prefijo es importante— de Occidente, se iría al traste. Aunque solo sea porque la expansión se convertiría en regresión. El impacto mediático de eso sería abrumador. De modo que esa marcha atrás sería peor que el (pequeño) desequilibrio de fuerzas causado por tales cambios. Lo mismo sucede con Hungría, y, cada vez más, con Eslovaquia. Y, si apretamos mucho, pasará con Croacia. Son católicos, y, por ende, occidentales. Son católicos en serio y, por ende, están incómodo con ese Occidente excristiano. Si alguien desea una explicación más profunda de esto, puede leerse el libro de Emmanuel Todd, La decadencia de Occidente (1923). En particular, su argumento del paso del luteranismo «zombi», al luteranismo «cero», debidamente trasladado al catolicismo (o al judaísmo). ¿Y qué pasará o pasaría con la muy ortodoxa Serbia, el día de mañana, si ingresa en la UE y en la OTAN? Que Dios nos pille confesados…
En todo caso, antes de olvidarnos de Huntington, quiero recordar que, en el libro citado, también aduce que la pretensión de la civilización occidental de trasladar sus valores a las demás civilizaciones, pacíficamente o no (la tentativa de democratizar à la occidentel Irak y Afganistán es tan reciente, aunque fallida, que no se puede obviar, ni aun esforzándonos) es algo «inmoral» y «peligroso». Y eso que Huntington es un patriota estadounidense (o quizá por eso…).
Hasta aquí Putin: discurso antihegemónico (gusta a la gente, es mediáticamente atractivo, y lo tiene él) para ir hacia un nuevo orden mundial en el que cada civilización o cultura tenga autonomía y «brújula» (qué ironías, ¿no?) y en el que EEUU, el G-7 y la UE no dicten al resto cómo tienen que ser y lo que deben hacer. Tampoco con las engatusadoras palabras (que lo son, sin duda) de la Agenda 2030. Puede que este discurso no guste mucho en Bruselas (lo contrario sería sorprendente) pero hacer un mínimo esfuerzo de empatía es fundamental para dialogar, como marcaba Habermas en su libro La teoría de la acción comunicativa (1981).
Dicho todo lo cual, antes he dejado apuntado que mi análisis va más allá. Putin asume y adapta las tesis de Duguin. No entro en si también hay otros pensadores que le influyen, que seguro que sí, y si Duguin es el que más, o el segundo que más, influye en Putin. Simplemente, constato que es uno de ellos, a partir de los argumentos del político y del intelectual.
Lo que se puede constatar es que Duguin da un paso que no dio Huntington. Porque, si en la obra de Huntington se atisba una miríada de civilizaciones diferentes, no conectadas entre sí, en la obra de Duguin se atisba la creación de un conglomerado de civilizaciones capaces de compartir alianzas. Sí, sí. Pero que nadie lance las campanas al vuelo. Duguin no es el teórico de la alianza de (todas) las civilizaciones, como antídoto de la tesis huntingtoniana. Lo es, más bien, de la alianza de las civilizaciones (no occidentales) para pararle los pies a la que pretende ser hegemónica: Occidente. Y, además, lo es —también— de una alianza (parcial) liderada por Rusia.
Eso también está en la mirilla rusa. Es su póliza de seguros. Resumiendo: si Occidente no acepta que el mundo ortodoxo no se va a dejar doblegar por los valores excristianos del G-7 et alter, Rusia favorecerá un «polílogo de culturas» (el concepto es de Duguin) en el resto del mundo, con inclusión del islam, del mundo confuciano, del hinduista, más guiños a Hispanoamérica y África, pero siempre al margen de ese G-7.
Es interesante comprobar cómo Duguin acerca el mundo ortodoxo al islam chiita, pues eso lo hace desde el primer momento, y, más adelante, al sunismo —no sin ciertas reservas iniciales—. Los avances de Wagner en África tienen mucho que ver con esa simbiosis entre cristianismo ortodoxo e islam. La catarsis de las elites chechenas, lideradas por los Kadirov (y Alaudinov), también. Lo que los une, siempre según Duguin, es la defensa de la tradición. Todo ello frente a un Occidente dominado por el luteranismo y sus derivados. Porque Duguin no es anticatólico; sí es antiluterano; el problema, a sus ojos, es la contaminación luterana que estaría sufriendo, a su entender, el catolicismo. No me cuesta ver la larga sombra de Berdyaev tras todo ello, en libros como El destino del hombre (1955). Aunque estos días he estado releyendo otro clásico (más clásico, si cabe), de Erich Fromm: Miedo a la libertad (1946). Y lo cierto es que el capítulo que dedica al luteranismo y al calvinismo lo podría suscribir Duguin, y hasta el mismo Putin. Es posible que el primero de ellos lo conozca. Quien lo lea podrá hallar en él una solapada defensa de los valores medievales cristianos (aunque Fromm es judío) y una menos solapada crítica del ethos luterano, como fundamento de ese Occidente que ya está andando cuesta abajo. La tesis de Fromm es, ahí, la de Duguin. No puede ser más interesante.
En resumen, Duguin, así como Putin a su estela, están por potenciar lo que dan en llamar «eurasianismo», que es un término que se entiende mal, pues no es, en verdad, un término solo ni principalmente geográfico. Así que prefiero hablar de su equivalente conceptual: la «cuarta teoría política» (4TP). Se puede rastrear todo ello en obras de Duguin como La cuarta teoría política (2012) o Proyecto Eurasia (2016). La llaman así porque viene a superar (en sentido dialéctico, pero también en una acepción más coloquial) a tres teorías políticas anteriores, fracasadas y, de hecho, cuestionadas por Duguin y por Putin: liberalismo, comunismo y fascismo. Las tres son, a entender de ambos, totalitarias. En el caso de las dos últimas, eso tiene sentido per se. Así que no creo que requiera ulteriores aclaraciones. No así en el primero. El liberalismo es visto como totalitario, más bien, por su tendencia a querer imponer sus valores al resto del mundo.
Algún lector dirá, a estas alturas… ¿Y Rusia no? Pues no o, al menos, disimulan muy bien. La idea del «polílogo de culturas», como su nombre indica, es que no es un monólogo del cristianismo ortodoxo. Lo que subyace es que los componentes de cada civilización sean como cada una de ellas quiera, en su seno. Al principio he comentado que todo esto es ya bastante usual. Como reflejo, como suele decirse, «para saber más», se puede consultar un artículo que escribí en septiembre de 2023, en Global Strategy, titulado «El eurasianismo de Duguin». En todo caso, lo importante: Rusia habla de un cambio de paradigma, del calado de 1648 (Westfalia) y de Yalta (1945). La guerra de Ucrania constituye su parto, como antaño lo hicieron otras guerras (de los 30 años y segunda guerra mundial, respectivamente). Si eso es así, cabe esperar lo peor: la guerra de Ucrania, en su formato actual, se queda corta para tan profundo cambio. Esperemos que la historia no se repita. Pero ya es entrar en el terreno de los cuentos de hadas, que tan poco me gustan. Quizá sea la edad.
Josep Baqués es Investigador asociado al Centro de Seguridad Internacional de la Universidad Francisco de Vitoria.