Licencia para matar: los salvajes asesinatos de los espías
El servicio secreto ucraniano de Vasyl Malyuv es uno de los que mata sin contemplaciones
El general Igor Kirillov, jefe de las Fuerzas de Defensa Nucleares, Biológicas y Químicas de Rusia, no podía imaginarse la osadía que albergaba el SBU, el servicio secreto de Ucrania. No llevaba escolta, carecía de sentido viviendo en Moscú, una ciudad segura para militares distinguidos como él. El pasado martes 17 de diciembre, como cada día, había madrugado y bajó a la calle donde le esperaba su ayudante. Al salir de la urbanización donde vivía, no se percató de una cámara escondida que transmitía su imagen a un despacho en un edificio en la ciudad ucraniana de Dnipro.
Unos segundos después, una bomba colocada en un patinete eléctrico aparcado en la acera, a un par de metros, explotó. Kirillov, al que en Ucrania acusaba de usar masivamente armas químicas contra la población, perdió la vida y esparció una sensación de vulnerabilidad entre las autoridades rusas.
La reivindicación del asesinato llegó antes de lo imaginado, y no por esperado dejó de resultar sorprendente: el espionaje ucraniano había ejecutado a uno de sus enemigos. No era la primera vez que los rusos sufrían estos ataques, en los que reconocen la osadía de su autor. Sin duda, entre los objetivos a liquidar del FSB, el GRU y el SVR, las principales agencias de espionaje rusas, ha pasado a ocupar un lugar destacado Vasyl Malyuv, el agente ucraniano responsable de estos asesinatos.
Asesinatos con responsabilidad presidencial
Las películas nos muestran con frecuencia a espías con gatillo fácil, el mejor enemigo es el enemigo muerto. Además, no siguen órdenes de nadie, actúan para cumplir sus misiones bajo su propia responsabilidad. La realidad, sin embargo, es muy distinta.
Ucrania está en guerra y su servicio secreto está volcado en conseguir que su país salga todo lo victorioso posible. Sin ninguna duda, los objetivos no los marcan libremente; tienen que contar con la autorización de los mandos militares y, por encima de todo, con el visto bueno del presidente Volodímir Zelenski.
Ocurre de una manera similar en Israel. Estén ahora en un conflicto armado contra Hamás, Hezbollah e Irán, o antes en el permanente estado de preguerra, el Mossad tiene una lista de operaciones permanentes contra objetivos especialmente peligrosos. Son personas a las que persiguen, que aparecen y desaparecen conscientes del seguimiento de los israelíes, y a los que, si ubican adecuadamente, tienen orden de matar. No obstante, antes de apretar el gatillo o colocarle un explosivo, el primer ministro tiene la obligación de poner por escrito la orden de ejecución.
Asesinatos sin firma de los presidentes
Entre las democracias, también pasa en Estados Unidos, con un protocolo algo distinto. Matar a los enemigos es un hábito que ejecuta la CIA o asesinos profesionales pagados por ellos, sin que los presidentes estampen su firma en cada orden. Por mucho que consideren vital un asesinato para su seguridad, la opinión pública no entendería que sustituyan el papel de los jueces. Otra cosa son las órdenes secretas.
Rusia lo aplica sin poner nada en los papeles. El FSB liquida disidentes dentro y fuera de Rusia como una demostración más de que se hace lo que dice el poder y, como diría Alfonso Guerra en su época de vicepresidente del Gobierno, «el que se mueve no sale en la foto».
Además, llegan al colmo en el diseño de esos asesinatos. No solo tratan de matar, también es muy importante el modo en el que lo hacen. Buscan el mayor sufrimiento posible para la víctima y, si es posible, la mayor difusión. El caso Litvinenko es el mejor ejemplo: en 2006 lo envenenaron con Polonio y fue un escándalo mundial. Un acto de chulería por parte de Putin y sus espías solo comparable al del ucraniano Malyuv, que presume de matar a sus enemigos rusos en Rusia.