Venezuela, tan irremediablemente sola
«La única vía que puede precipitar el fin del régimen de Maduro es la intervención armada»

Nicolás Maduro tomando posesión de su cargo como Presidente el pasado viernes 10 de enero. | Presidencia de Venezuela (Xinhua News)
El pasado viernes 10 de enero Nicolás Maduro pudo finalmente reasumir la presidencia de Venezuela tras su fraude electoral. No debe haber tragedia colectiva más visible que la venezolana. Su diáspora alcanza cifras de alrededor de siete millones de personas. Un número parecido al que ha producido la guerra en Ucrania. Sus exiliados, migrantes y desplazados se derraman en las ciudades de América Latina. También de los EEUU, Canadá y España. No se los encuentra sólo en grandes metrópolis, sino en ciudades de segundo orden y también pequeños pueblos. Los vemos por todas partes. Han dejado atrás familia, bienes, proyectos de vida. Cuentan historias de persecución, de marginación, de extrañamiento, de expolio. Muchos saben que no volverán.
Era muy natural que las elecciones presidenciales del pasado julio despertaran la esperanza de los venezolanos, tanto de los que viven en el país como de los que se han visto forzados a emigrar. La esperanza se aferra al indicio más leve. Sobre todo, si una parte importante de la opinión pública ofrecía análisis que confirmaban esa expectativa. La esperanza es siempre un balance entre los deseos y los datos de la realidad objetiva. Había una razón adicional para creer: toda posible salida pacífica de la actual situación, por muy débil que se presente, merece una oportunidad.
Era perfectamente razonable que la oposición política participara del proceso electoral con entusiasmo y fervor militante. O que al menos lo fingiera. Su legitimación como fuerza política le iba en ello. Si no se hubiera avenido a competir en las elecciones perdería toda capacidad de representación del descontento. Planteó su campaña como si tuviera verdaderas oportunidades de triunfar. Y era lógico que lo hiciera, por más que tuviera fundadas sospechas de que no terminaría siendo así.
Por una simple y muy humana esperanza unos, por elemental responsabilidad política otros, tanto los venezolanos en general como la oposición en particular apostaron al proceso electoral. Sus respectivos posicionamientos no hicieron más que reforzar la expectativa y los deseos de los otros. Nada de esto podía sorprender.
Los analistas burlados
Lo sorprendente sucedía en el mundo de la opinión pública internacional, los analistas políticos y el sector académico. Por razones que intentaremos analizar aquí, la mayoría de los periodistas, analistas y medios de comunicación no solamente afirmaron (con esperable cautela) que la oposición tenía reales oportunidades de ganar, sino que muchos daban por descontada su victoria y la consiguiente apertura de un proceso de transición en el país.
No se trataba precisamente de panegiristas, sino de críticos habituales del régimen. El fallido reveló algo que en los últimos meses no ha hecho sino ponerse en evidencia en forma cada vez más notoria: el mindsetting del periodismo, los intelectuales y la academia, y su completa incapacidad para trascenderlo. Aquí solo me interesa enunciarlo y dar algunos ejemplos. Es un complejo ideológico que podríamos denominar (provisoriamente) progresismo hegemónico, del que extraemos algunos principios: toda victoria democrática es a priori una verdadera manifestación de la soberanía popular, excepto cuando alternativas políticas no alineadas con la matriz cultural progresista; el recurso a la fuerza y el camino de la guerra no tiene ninguna legitimidad si los que apelan a ellos son Estados; todo reclamo colectivo de victimización es legítimo. Con esos criterios el media mainstream ha fijado posición en las elecciones presidenciales de Venezuela, en el conflicto israelí-palestino y las elecciones presidenciales en los EEUU.
En lo que respecta a Venezuela, el razonamiento fallaba en su parte más notoria: ¿por qué razón el régimen de Maduro entregaría el poder? ¿Qué tipo de incentivos tendría para hacerlo? Nadie se preguntó eso, o si lo hizo, lo calló. El mainstream aplicó la lógica democrática sin una pizca de malicia ni de procesamiento crítico: quien pierde las elecciones deja el poder al que gana. Hablaron de Venezuela como si se tratara de una democracia liberal con funcionamientos institucionales estándar.
Una explicación posible a tan deficiente intelección del problema (que no sea estupidez o complicidad) es que realmente se piensa que existen soluciones democráticas para todo. Es sabido que la democracia obtiene su legitimidad precisamente de la generación de expectativas. La lección que debería sacarse es que la democracia real es una realidad marcadamente diversa respecto de las idealizaciones del principio democrático.
Nunca estuvo entre las posibilidades reales la entrega voluntaria del poder por parte del régimen de Maduro. Nunca. Creer lo contrario es comprensible entre aquellos que estaban comprometidos por alguna razón con el régimen. No lo es para observadores y analistas no comprometidos, lo cual sirve para empezar a explicar por qué Venezuela está sola: y es porque los analistas internacionales no entienden la gravedad de su situación, al subestimar la gravedad de las salidas posibles. No hay acompañamiento sin previo reconocimiento.
Las mañas del régimen
Hay no obstante que reconocer mérito a la maniobra comunicacional del régimen. El único argumento formal que valida la continuidad en el poder de Nicolás Maduro es la convocatoria regular a elecciones, en las que se permite la concurrencia de fuerzas políticas opositoras. Es parte de la ficción que debe sostener para reclamar su condición de gobierno democrático.
Maduro tenía dos opciones para fraguar una victoria: una operación sobre el proceso o sobre el resultado. En esta ocasión, el régimen se ocupó específicamente de dar todo tipo de garantías de que el proceso electoral sería transparente y se respetarían los resultados, fueran lo que fueren. Para eso permitió la propaganda electoral opositora, dejó que se realizaran encuestas de intención de voto y de opinión, se autorizó el acceso de observadores internacionales, se ofrecieron procedimientos confiables para todo el evento electoral.
Los analistas extranjeros, el mainstream media y la opinión pública internacional prácticamente sentenciaron una derrota inapelable del oficialismo en las urnas. Con esa fachada de transparencia, el régimen ganaba respeto, credibilidad y sobre todo, tiempo. Bloqueó así impugnaciones a priori y aumentó las expectativas de cambio pacífico. Sobre la fecha revocó el permiso para observadores como el ex-presidente argentino Alberto Fernández, al que consideraba una personalidad afín al régimen, pero poco confiable.
La jornada electoral se desarrolló sin mayores novedades, sin denuncias ni irregularidades de consideración. Las estimaciones de boca de urna daban una clara victoria a la fórmula opositora. Hacia la noche, cuando se esperaba el reconocimiento de la derrota, el régimen anunció que había triunfado en las elecciones, sin revelar resultados oficiales, parciales o totales. La oposición en su conjunto, los gobiernos de la región, los analistas y observadores internacionales y los medios de comunicación exigieron la publicación de las actas e insistieron durante un par de semanas, hasta que no quedaron dudas del fraude. El régimen había ganado un tiempo valiosísimo, venciendo la insistencia de opositores y críticos.
La ecuación era muy sencilla. Si el gobierno implementaba un mecanismo de fraude en el proceso electoral, con la inevitable catarata e denuncias sobre irregularidades, no solamente se enfrentaba a la posibilidad de la generalización de disturbios en el país, sino a la reacción de actores internacionales en tiempo real. Las dificultades para Maduro, en ese caso, hubieran sido sustancialmente mayores. Los preparativos para el fraude en sí mismos le habrían dado grandes dolores de cabeza. Al operar directamente sobre los resultados se ganó tiempo y se minimizaron los efectos adversos de la manipulación.
Los ciudadanos venezolanos y la oposición política no pudieron evitar la humillación por parte del régimen. La prensa internacional, los gobiernos de la región, los analistas y académicos no quisieron. Algunos intentaron explicar el episodio diciendo que el régimen se vio sorprendido por los resultados, una hipótesis que parece poco probable en el contexto de un Estado policial represivo, peinado por el espionaje y los servicios de inteligencia.
El socialismo del siglo XX: Cuba
A lo largo del siglo XX tomaron forma los regímenes surgidos del socialismo revolucionario. El modelo bolchevique se reprodujo –con algunas variaciones– en Europa Oriental, China, Corea del Norte y Vietnam, Camboya, Cuba, Angola y Nicaragua en un lapso de aproximadamente cinco décadas.
Básicamente se trataba de un sistema político dictatorial o de partido único, estatización de los medios de producción, la propiedad inmueble y parte de los bienes de consumo, economía planificada y centralizada, la organización de un sistema de vigilancia capilar, un aparato policial represivo sin garantías individuales, el desarrollo de una estructura militar importante destinada a repeler agresiones externas, control de la prensa, la información pública y la opinión, y restricciones severas en materia de flujo de población, sobre todo hacia el exterior.
El «socialismo realmente existente» colapsó a fines de la década de 1980, llevando a todo el campo socialista a una profunda crisis que se saldó con una defunción en masa de los partidos de matriz marxista leninista. Sin embargo, no fue el fin absoluto del socialismo. No solamente hubo un régimen que se mantuvo incólume –el caso de Corea del Norte– sino que se produjeron adaptaciones en las que se hizo convivir un sistema capitalista de Estado con las antiguas estructuras políticas, jurídicas, represivas y militares, como en China y Vietnam.
En el contexto latinoamericano también se dieron adaptaciones. El desamparo en el que la dejó el fin de la Unión Soviética obligó a Cuba a implementar inéditas medidas de austeridad y buscar alternativas a su alicaída economía dependiente del monocultivo. Aparecieron así capitales occidentales que hicieron fuertes inversiones en materia turística, en asociación con el Estado cubano. Pero el acontecimiento que se convirtió en providencial para el régimen castrista fue la sociedad con el presidente venezolano Hugo Chávez Frías, quien emprendió la construcción del socialismo en su país.
El nuevo siglo trajo desafíos inéditos para los gobiernos de todo el mundo. Uno fue la comunicación, en adelante ampliada y potenciada por la web. El otro fue un creciente flujo de personas a escala global. Los controles migratorios se hicieron cada vez más difíciles, del mismo modo que el manejo de la información.
En este contexto la estrategia de supervivencia del socialismo cubano fue asumir lo inevitable. Continuó con el repliegue del Estado hacia posiciones de control imprescindibles. Por un lado avanzó hacia un régimen de asociación con capitales extranjeros, integró en la estructura productiva del Estado a las Fuerzas Armadas, convirtiéndolas en socios, una nueva élite con privilegios. Eso le permitió insertar una estructura de máxima fidelidad vertical en el seno de la administración pública. La totalidad de la población depende de un cheque del Estado. Por otra parte, renunció al manejo total de la información, relajó parcialmente la represión policial de la disidencia y el férreo control migratorio. Salir de Cuba es caro, pero no imposible. Eso le ha permitido disponer de una válvula de escape de tensiones sociales internas. El horizonte de la emigración ha debilitado la resistencia interna. Los episodios de malestar o de descontento se toleran hasta que se apagan por sí solos, complementáldolos con acciones represivas puntuales. En la actualidad Cuba sigue siendo una dictadura, pero se ha liberado del peso muerto que suponía la pretensión de control totalitario del socialismo realmente existente en su diseño original.
El socialismo del siglo XXI: Venezuela
Es a partir de este esquema que se han echado las bases del socialismo venezolano. El modelo chavista no se inspira en el socialismo soviético sino la adaptación cubana. Es un régimen político dictatorial apoyado en una estructura partidaria. Realiza elecciones que le dan la apariencia de legitimidad democrática. Tolera la existencia y el activismo de partidos políticos opositores, que tienen representación parlamentaria. El sistema económico es centralizado, pero el Estado se reserva para sí actividades económicas estratégicas, que le permiten retener el control general sin abolir la propiedad privada ni la actividad empresarial. Esto es relativamente sencillo en una economía que depende por completo de la exportación de petróleo.
El aparato policial represivo ha potenciado sus formas de intervención indirecta a través de operaciones de inteligencia, en la que los asesores cubanos poseen un rol fundamental. Persigue y hostiliza opositores, atenta contra sus vidas y su integridad personal, pero ha reducido la represión masiva directa a lo mínimo imprescindible. Ha renunciado a retener el control total de la información y se conforma con promover las usinas propagandísticas gubernamentales. El flujo emigratorio sirve para descomprimir la tensión interna.
Una parte sustancial de la población depende de un ingreso pagado por el Estado. Finalmente, el régimen se apoya en una estructura estatal de lealtad vertical que le asegura el control del Estado: las Fuerzas Armadas, que controlan áreas estratégicas del Estado, así como también producción, logística y distribución. Es interesante observar que este último aspecto del esquema de control del régimen chavista ha sido replicado, con las diferencias del caso, por el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, cuyas afinidades ideológicas con los gobiernos de Díaz Canel y Maduro son notorias. Esta novedad en el escenario político mexicano se ha puesto en práctica después de casi un siglo de institucionalización y despolitización deliberada de las Fuerzas Armadas. Es preciso seguir atentamente el itinerario del nuevo gobierno mexicano, que parece ser un proyecto político de hegemonía de partido único.
Este modelo de control replegado a variables estratégicas convierte a Cuba y a Venezuela en regímenes invulnerables a cualquier intento de la disidencia a tomar el poder por vía de la movilización social. Es altamente improbable que se produzca un colapso del gobierno de esos países. Han entendido a la perfección cómo se debe retener el poder en contextos en los cuales la pretensión de control total es insostenible. Maduro no dejará el poder como efecto de la movilización del pueblo o de la oposición.
La cabecera de puente
En 1959 tuvo lugar un acontecimiento que gravitaría sobre la historia de todo un continente: la primera revolución socialista en América. Con sus matices, la Revolución Cubana tuvo similar efecto en América que la Revolución Bolchevique en Europa. Por un lado, fue un factor decisivo de división en la implementación de políticas de integración continental. Es cierto que los EEUU también obraron en ese sentido, estableciendo relaciones prioritarias con determinados países latinoamericanos y dificultando así la formación de un bloque regional unido por lengua, cultura, instituciones, fe, costumbres. Pero la emergencia de un país de la región integrado al bloque socialista liderado por la URSS contribuyó activamente a la dispersión. Cuba se convirtió en un factor de disociación de los países del continente, introduciendo por 30 años el conflicto Este-Oeste en el continente americano.
La crisis del socialismo en Europa, a fines de los ochenta, abrió la posibilidad de que los países del Este se democratizaran y definieran sus propias políticas de integración continental, ampliándose así el horizonte de la Unión Europea. Nada de eso sucedió con Cuba, aislada, obligada a buscar socios que le permitieran conseguir los recursos que el bloque socialista ya no suministraba. Se aprovechó de la relación con estados que habían resistido el embargo dictado por EEUU, como México, Canadá y España. Para ello desplegó una diplomacia «sucia» operando en la política interna de los países de la región.
Pero antes de entrar en ese asunto, es preciso analizar el rol que tuvo la llamada revolución bolivariana en la supervivencia del régimen castrista. Originariamente inspirada en un nacionalismo restaurador, el proyecto político liderado por Hugo César Chávez Frías tuvo el beneplácito de la opinión internacional. No aparecía como una amenaza a las instituciones liberales ni a los intereses económicos del país o internacionales. El viraje posterior hacia el socialismo le otorgó al régimen cubano un inmejorable recurso para su continuidad, al disponer de petróleo barato y seguro, y una plataforma ideal para sus operaciones. Por un lado se aseguraba su demanda energética. Por el otro disponía de una cabecera de puente en el vasto continente sudamericano para realizar sus actividades diplomáticas, de agitación y control.
Segunda oleada
La Revolución Cubana dejó en offside a los partidos latinoamericanos de izquierda que pugnaban por imponer su programa a través de métodos democráticos. La brutal deslegitimación de las antiguas formaciones socialistas –afiliadas de la Internacional Socialista– y comunistas –órganos remotos de la diplomacia soviética– a nivel continental dio paso a un tipo de organizaciones no enteramente novedosas, pero sí dotadas de una fuerza nueva: los movimientos de liberación nacional, que combinaban elementos ideológicos del marxismo-leninismo con banderas nacionalistas burguesas y antiimperialistas. La izquierda latinoamericana debió adaptarse y sumarse, o acostumbrarse a la marginalidad. A través de estas nuevas o renovadas organizaciones, combinando estrategias de lucha armada, agitación social y participación electoral, Cuba desplegó un intenso activismo continental durante las décadas de los sesenta y setenta. La seguidilla de golpes militares en el Cono Sur tuvo entre otros objetivos reprimir la intensa actividad llevada a cabo por los cubanos.
Durante los años 80 Cuba buscó una relación más centrada en estabilidad institucional, valiéndose de la benevolencia de la oleada democrática en toda la región y de la tradicional simpatía de los gobiernos mexicanos. Su cabecera de puente en el continente, Nicaragua, también fue arrastrada por la democratización. La desaparición de la URSS la obligó a salir nuevamente a buscar socios y aliados en la región. Como acabamos de decir, Venezuela se constituyó en una base operativa muy conveniente para impulsar una nueva política en la región.
En los primeros años del nuevo siglo, iniciando en Venezuela con la ayuda de un instrumento regional –la asamblea de partidos de izquierda conocida como Foro de Sao Paulo, creado en 1990 para hacer frente a las políticas neoliberales que se desenvolvían en toda la región–, aprovechando un clima de época generado por lo que parecía ser la declinación de la hegemonía global estadounidense y una espectacular afluencia de dinero gracias a las exportaciones en materia prima, se produjo la llamada ola rosa: coaliciones amplias de izquierda o centroizquierda llegaron al poder en la mayoría de los países de Sudamérica. Brasil, Argentina, Paraguay, Uruguay, Ecuador, Bolivia, Perú, Nicaragua. Un poco después, también Chile.
Se constituyó así un amplio bloque regional de relativa afinidad ideológica que permitió a Chávez avanzar internamente hacia un modelo dictatorial con fachada democrática, y a Castro operar a través de su aliado venezolano en busca de un nuevo statu quo para Cuba. En la mayoría de los casos se trató de gobiernos que plantearon desafíos a la institucionalidad liberal con mayor o menor éxito, siguiendo un estilo de corte populista de confrontación y reivindicación nacional y popular.
En 2005, los países latinoamericanos, llevados por un nuevo clima antiimperialista promovido por Chávez, se negaron a aceptar la oferta del presidente Bush de constituir una zona de libre comercio con los EEUU. Venezuela, por su parte, buscó un acercamiento activo en materia económica, militar y de inteligencia con países que desafían la hegemonía estadounidense como Rusia, China e Irán.
El escenario regional, hoy
La ola rosa empezó a perder fuerza una década después, con las sucesivas derrotas electorales en varios países, que dieron lugar a una composición más variada en el espectro ideológico de la región. Pero esas coaliciones de izquierda permanecieron como protagonistas de primer orden en sus respectivos países. Se trata de organizaciones políticas con afinidades con el chavismo y el castrismo, aunque no repliquen puntualmente sus modelos políticos.
Esas coaliciones lograron recuperar el poder en muchos países hacia finales de la década de 2010 y principios de la siguiente.
Como novedad política afín al régimen de Maduro, en 2018 se convirtió en gobierno la coalición PSOE-PODEMOS-Izquierda Unida en España, fuerzas con las cuales el chavismo ya había establecido una estrecha relación de cooperación, condicionando así toda condena o sanciones por parte de la Unión Europea. En 2018 llegó a la presidencia de México Andrés Manuel López Obrador, liderando un MORENA, un movimiento de izquierda con activos vínculos con los regímenes de Cuba y Venezuela. En 2019 ganó en Argentina el Frente de Todos (FdT), nueva denominación del kirchnerismo, socio tradicional de Venezuela e impulsor de su incorporación al Mercosur. En 2020 recuperó el poder en Bolivia el Movimiento al Socialismo (MAS), la organización política de Evo Morales, estrecho aliado del chavismo, después de la crisis política desatada por las elecciones de 2019.
En 2022 una coalición liderada por el Partido dos Trabalhadores (PT) de Lula Da Silva, uno de los principales promotores del Foro de Sao Paulo y aliado histórico del chavismo, ganó las elecciones presidenciales después de ser condenado por corrupción. En 2024 triunfó en Uruguay el Frente Amplio, una fuerza política que se ha mostrado ocasionalmente crítica con el régimen de Maduro pero que forma parte del mismo sector ideológico.
En Argentina el gobierno de Javier Milei, que llegó al poder en diciembre de 2023, es el único de la región que ha planteado una ruptura de relaciones con el régimen de Maduro. La sede diplomática argentina en Caracas ha sido evacuada, quedando al cuidado del gobierno de Lula. A día de hoy se mantiene el asedio a la embajada argentina por partes de grupos afines a Maduro.
Lejos del aislamiento
Como para empezar a imaginar un cambio de régimen en Venezuela habría que contar con una conducta en bloque de todo el continente. En la actualidad, el régimen de Maduro goza de una posición regional que no es la mejor pero que dista mucho del aislamiento o la marginación. Existe un amplio espectro de formaciones políticas en el continente en condiciones de convertirse regularmente en gobierno, con los que Nicolás Maduro posee principios ideológicos e intereses concurrentes. Prácticamente no hay organizaciones de izquierda, desde los movimientos populares de masas a los partidos minoritarios de tradición trotskista, que hayan pronunciado una condena frontal y permanente al régimen de Maduro. En este escenario de la izquierda regional, dos países merecen una mención especial.
Uno es Chile, cuyos gobiernos de izquierda –tanto en el caso de la Concertación como en el actual del Frente Amplio– se han pronunciado claramente en contra del régimen de Nicolás Maduro. Es interesante observar que tal impugnación proviene de un país que cuenta en su pasado reciente con un proceso político con similitudes al venezolano: la construcción del socialismo por vía democrática bajo la presidencia de Salvador Allende, entre 1970 y 1973.
El otro es Colombia, un país que lleva más de medio siglo en lucha contra organizaciones armadas revolucionarias y que ha vivido en carne propia los efectos de las políticas de Chávez y de Maduro. Existió una larga relación de cooperación de Hugo Chávez con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Colombia ha sido el país que ha sufrido el mayor impacto de la diáspora venezolana, con centenas de miles de refugiados transponiendo la frontera común por todos los medios posibles. Sin embargo, a pesar de haber observado tan de cerca el derrotero del país vecino, en 2022 resultó electo presidente Gustavo Petro, un antiguo integrante de la organización armada conocida como Movimiento 19 de Abril (M19) con claras afinidades ideológicas y vínculos políticos con el régimen de Nicolás Maduro. Es difícil explicar la decisión colectiva de los colombianos de votar una fuerza política con ese perfil. Pero también es revelador de hasta qué punto el régimen de Maduro cuenta con la simpatía o la indiferencia de grandes sectores de la población del continente.
Los que podrían hacer la diferencia
Existen dos países que podrían presionar al régimen de Maduro hacia una transición.
Uno de ellos es Brasil, el gigante regional, con el que posee una extensa frontera común. Las relaciones entre Brasil y Chávez-Maduro han variado a lo largo de los años. Desde la amistad con el primer gobierno de Lula y también de Dilma a la hostilidad con Bolsonaro, pasando por la tolerancia benevolente del actual gobierno de Lula. En los primeros momentos después del fraude de 2024 se especuló con que Lula estaba trabajando en un acuerdo para lograr la transición política en Venezuela. Nada de esto ocurrió. El gobierno de Brasil se limitó a solicitar la presentación de las actas electorales y dejó que el asunto se disolviera solo. El resto fue imaginado por los medios de comunicación y analistas internacionales, en función del prestigio que Lula sigue gozando en ese contexto.
Lo cierto es que Brasil, que es el país de la región que tiene la mayor capacidad de presión sobre Venezuela, se ha aprovechado de la posición disonante del régimen de Maduro. Brasil ejerce una hegemonía regional –en la década del 70 se hablaba de subimperialismo– que se beneficia de la fractura del bloque de países hispanoamericanos. Administra el conflicto, media en las relaciones de Venezuela con el resto de los países del continente, modera las posiciones de Maduro y en definitiva opera como escudo defensivo de políticas concertadas que tienen por objeto ese país.
El otro es los Estados Unidos, hegemón del hemisferio occidental. A principios de la década del 90, después de la disolución del conflicto bipolar, los EEUU podían razonablemente esperar un desenlace terminal del régimen castrista. La victoria de Chávez en las elecciones de 1999 no hacía presagiar que se convertiría en un estrecho aliado de Fidel Castro. Por otro lado, la dramática evolución de la situación en Medio Oriente después del atentado contra las Torres Gemelas en 2001 redefinió las prioridades estratégicas de la política exterior estadounidense. Con el conflicto encapsulado en Cuba y eventualmente Venezuela y una evolución política del continente que no ponía en jaque la supremacía regional, los EEUU adoptaron un modo de convivencia que limitaba el conflicto y permitía la subsistencia de los regímenes díscolos. El embargo de los EEUU sobre Cuba estuvo lejos de ser una política eficaz de aislamiento económico de la isla. Por otra parte, nunca impidieron la comercialización internacional de petróleo por parte de Venezuela.
Más allá de los vaivenes políticos de las administraciones demócratas y republicanas, los EEUU tienen otras prioridades internacionales, algo que le ha supuesto sostener la hegemonía regional aún a costa de perder parte de ella a manos de la diplomacia y los negocios de la República Popular China.
Con el estallido del conflicto entre Rusia y Ucrania, la creciente tensión en Lejano Oriente en la zona de Corea y Taiwán y la agenda comercial y de seguridad con México, las prioridades estratégicas de los EEUU en Sudamérica han sido relegadas a un cómodo quinto puesto.
Non aura sed ferro recuperanda est patria
Hemos tratado de explicar que no cabe esperar una salida del gobierno de Maduro por vías institucionales. El régimen es técnicamente una dictadura que mantiene una conveniente formalidad democrática. Maduro no perderá elecciones, y si las pierde ignorará el resultado.
Tampoco es posible esperar que el régimen pueda entrar en un proceso de transición como efecto del aislamiento y la presión regional. En primer lugar, porque forma parte de un bloque de regímenes que dependen entre sí. No es posible analizar bien la situación de Venezuela ignorando su estrecha alianza con Cuba y Nicaragua. En segundo lugar, porque el resto de los países de la región tienen posicionamientos muy variados respecto de Maduro. En tercer lugar, porque los países que podrían tener una mayor fuerza para promover cambios políticos en Venezuela no tienen entre sus prioridades comprometerse con ese objetivo.
La única vía que puede precipitar el fin del régimen de Maduro (es decir, no esperar a que colapse por tensiones internas) es la intervención armada. El régimen se apoya en un aparato militar-policial de perfil represivo que le permite resistir sin problemas movilizaciones, huelgas y protestas callejeras. Está lejos de ser suficiente como para enfrentar una acción militar en toda la regla.
No es razonable pensar que los venezolanos residentes tienen los recursos materiales y humanos para desarrollar una organización armada que se proponga como objetivo el derrocamiento de Maduro, aún con apoyo internacional. «El último proceso insurreccional exitoso tuvo lugar en Venezuela hace más de dos siglos. Las analogías con la reciente caída del régimen de al Assad son torpes e inconducentes. Tampoco cabe esperar que el exilio venezolano pueda instrumentar una empresa de esta índole. El fracaso del exilio cubano en EEUU, pletórico de recursos económicos y vinculaciones políticas, eterno conspirador contra los Castro es suficiente prueba de ello».
Eso sólo está al alcance de países con una capacidad militar que no existe en la región. Sólo los EEUU disponen de ella. Y tal parece que los tiempos de las intervenciones liberales han pasado, al menos en el corto y mediano plazo.
Nada hace esperar una crisis próxima del régimen, nada supone que algún actor del drama venezolano esté dispuesto a poner los medios proporcionales para derrocarlo. También es cierto que grandes colapsos han sorprendido a los analistas políticos más agudos. El futuro no está escrito, pero conviene ser moderados en las expectativas. A día de hoy, Venezuela sigue descorazonadoramente sola.
Héctor Ghiretti es Investigador asociado del Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.