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Abuelo Trump, mamá Trump: hablad con el presidente

EE UU es incomprensible sin la inmigración. El problema de los indocumentados no se resuelve a golpe de decretos leyes.

Abuelo Trump, mamá Trump: hablad con el presidente

Migrantes revisan sus teléfonos mientras se reúnen en el cruce fronterizo de El Chaparral, después de que su cita de asilo a través de la aplicación CBP One fuera cancelada. | Reuters

Friedrich Trump, el abuelo alemán de Donald Trump, nació en 1869 en la aldea de Kallstadt (Alemania). Emigró a EEUU -sin papeles y para no hacer el servicio militar- a los 16 años. Fue peluquero en Nueva York; se vio arrastrado, como tantos, por la fiebre del oro del Oeste. Lo buscó, sin mucha fortuna. Le fue mejor como propietario de un local de esparcimiento, comidas y alojamiento de mineros que fue la base de su riqueza posterior en Nueva York.

Mary Anne MacLeod, la madre de Donald Trump, desembarcó en Nueva York el 11 de mayo de 1930 procedente de su Escocia natal con 18 años de edad y 50 dólares en el bolsillo. Venía de una familia pobre y buscaba una vida mejor. Seguía los pasos de tres de sus hermanas, ya instaladas en EEUU.

Melania Trump, la actual mujer del 47º presidente, nació en Eslovenia. Es modelo, como la primera esposa del presidente, Ivana, nacida en Checoslovaquia. Melania Trump se ha convertido en la segunda primera dama de la historia de EEUU que ha nacido fuera del país; la primera fue la británica Louisa Adams, esposa de John Quincy Adams, presidente entre 1825 y 1829.

Usha Vance, esposa del vicepresidente J. D. Vance -Usha Bala Chilukuri antes de casarse nació en San Diego, hija de inmigrantes de la India (que, por cierto, no eran ciudadanos estadounidenses cuando ella nació; lo fueron gracias al ius soli de su hija, al derecho de ciudadanía por nacimiento consagrado en la 14 enmienda constitucional que Trump quiere eliminar ahora). Abogada de prestigio, Usha Vance conoció a su marido cuando ambos estudiaban Derecho en Yale.

Marco Rubio, secretario de Estado, nació en Miami, hijo de un matrimonio cubano -el padre, de origen canario- que emigró a EEUU en 1956, durante la dictadura de Fulgencio Batista. «El propósito de su vida fue que nosotros pudiéramos vivir los sueños que no fueron posibles para ellos», dijo Rubio -en español- este martes, en la jura de su cargo. El 72º secretario de Estado norteamericano, un puesto que por primera vez ocupa un hispano, se casó con la colombiana Jeanette Dousdebes, hija de inmigrantes, y tienen cuatro hijos.

Podríamos hablar también de Elon Musk, nacido en Sudáfrica; de Jeff Bezos, cuyo padrastro -el hombre que le crio y le dio su apellido- nació en Cuba de padres oriundos de Valladolid; de Mark Zuckerberg, con abuelos y bisabuelos de Alemania, Austria y Polonia; de Sundar Pichai, el indio-estadounidense director ejecutivo de Google; del empresario Vivek Ganapathy Ramaswamy, nacido en Cincinnati de padres inmigrantes indios; de la nueva secretaria de Trabajo, Lori Chavez-DeRemer, de origen mexicano; de Marty Makary, cirujano británico-norteamericano de origen egipcio designado jefe de la FDA (Administración de Medicina y Alimentación)…

Algunos -y podríamos hablar de decenas de millones de personas que no son conocidas- tienen grandes ideas y vidas dignas de elogio, otros disparatan o han hecho barbaridades. Hay ricos y pobres, buenos y malos, gente con suerte y sin ella. Pero todos comparten algo que les une indisolublemente con el resto del país: son inmigrantes, recientes o antiguos. Estados Unidos es una nación de inmigrantes.

Es complicado saber en qué desembocarán, a la hora de la verdad, los anuncios y las medidas de Trump. Contra la inmigración ilegal está todo el mundo –los primeros, los inmigrantes legales-, pero la situación de 11 millones de personas sin papeles no se puede resolver a golpe de deportación masiva, y no solo por razones humanitarias.

De esos 11 millones, al menos siete están trabajando en las fábricas y los campos de EEUU, en las grandes ciudades y en los pueblos. ¿Quién va a hacer lo que ellos hacen? En Bakersfield, California, no lejos de Los Ángeles, el 75% de los inmigrantes que sacan adelante la labor de granjas y explotaciones agrarias no fueron este miércoles a trabajar por miedo a las consecuencias de las nuevas medidas firmadas por Trump para perseguir a los sin papeles incluso en iglesias, hospitales y escuelas. Si el miedo se extiende, ¿quién va a recoger los tomates y las lechugas, las uvas, las naranjas y los pistachos de una de las áreas de producción agraria más grandes del mundo? ¿Qué va a pasar con los precios de los productos de alimentación?

Trump ha hecho demagogia sin fin y llegado hasta extremos ridículos de xenofobia y crueldad con el problema -real- de los inmigrantes indocumentados. Ahora, en lugar de abordar lo difícil –reparar, con la colaboración de los demócratas, un sistema de inmigración fracasado desde hace años y resolver el acceso legal, ordenado y seguro de la inmigración que la economía necesita-, el nuevo presidente puede desatar el pánico y el desorden, abusar de decretos leyes quizá inconstitucionales, boicotear el proceso de inmigración legal…

Es posible, en un primer momento, que Trump solvente así las promesas más encendidas de la campaña y satisfaga el populismo que le define. Pero así no va a arreglar un problema serio que exige soluciones duraderas. Un problema que no resolvió Obama, que no resolvió él mismo en su primer mandato, que desde luego no ha resuelto -más bien lo ha empeorado- Biden. Un reto que es difícil, pero no imposible para un país de inmigrantes.

Quizá si Trump escuchara lo que su abuelo y su madre podrían contarle de cuando desembarcaron en Ellis Island, de su emoción y su miedo al llegar a una tierra extraña que luego hicieron suya, algo cambiaría.

Quizá si, por algún milagro, las palabras de Marco Rubio -«el propósito de la vida de mis padres inmigrantes fue que nosotros pudiéramos vivir los sueños que no fueron posibles para ellos»- resonaran en los políticos que ya no están en campaña y pueden ponerse a hacer política, en los jueces que tendrán que decidir sobre los recursos contra las nuevas medidas y en los ciudadanos por cuyas venas corren gotas de sangre de todos los países del mundo -es decir, todos los estadounidenses-, quizá, entonces, sí podría empezar a solucionarse la cuestión de la inmigración en los Estados Unidos de América.

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