El síndrome del 'niño mimado' en política
Generaciones acostumbradas al bienestar y la democracia amenazan el modelo social-liberal, el mejor de los posibles

Ilustración de Alejandra Svriz.
Es un rasgo frecuente en las familias acomodadas cuyos padres han trabajado heroicamente para alcanzar la prosperidad el que los hijos, no habiendo nunca sufrido privaciones, habituados al confort y a la seguridad, consideren que todo esto les es debido, que el relativo privilegio de que disfrutan es un derecho natural y que, por lo tanto, no les requiere un especial esfuerzo el mantener el nivel de vida a que están acostumbrados. Muchos piensan incluso que resulta mezquino, y aún de mal tono, esforzarse por conservarlo o mejorarlo. En una palabra, la costumbre convierte el bienestar en hastío, el privilegio en galbana, y hasta frecuentemente la bonanza en desazón y en malestar. Con frecuencia ocurre que estos niños (y, por supuesto, niñas) mimados (y mimadas) se sienten incómodos-as en su posición privilegiada y se rebelan contra sus padres y su clase social, se convierten en «antisistema».
Este síndrome de elitismo, apatía y rebeldía es complicado y multiforme: en ocasiones desemboca en señoritos vagos y malas cabezas, otras veces en rebeldes sin causa, otras veces en rebeldes con causa; un caso extremo de éstos fue el de los hermanos Uliánov, familia acomodada y de la pequeña nobleza de Simbirsk, en Rusia, el mayor de los cuales murió ajusticiado por haber planeado asesinar al zar, y el segundo se convirtió en el revolucionario Lenin, que, de tan revolucionario que era, se pasó de frenada e hizo una revolución comunista cuando en Rusia los comunistas eran una ínfima minoría. Aquella revolución contra natura, o contra toda lógica, incluida la propia lógica marxista, a la que Lenin era adicto sólo de boquilla, dio lugar a una prolongada y tiránica aberración político-social (la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) que, siete décadas más tarde, tuvo uno de los fines más desastrosos y ridículos que uno pudiera imaginar. Pero, como se dice a menudo, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. El número de leninistas sin duda ha disminuido desde el derrumbe de la URSS, pero aún quedan fieles seguidores, inasequibles al desaliento.
Son muchos más en el mundo los que padecen el síndrome del niño mimado, del que el leninismo es sólo un caso muy agudo y especial. En el siglo XXI estamos contemplando la aparición de generaciones enteras de niños mimados; el problema no afecta ya sólo a las familias, sino a las naciones. Podríamos decir que las poblaciones de las naciones desarrolladas contienen segmentos considerables de niños mimados, gentes que disfrutan de unos niveles de vida muy superiores a los alcanzados por sus padres y no digamos sus abuelos y antepasados.
Y no estoy hablando solamente del nivel de vida material, que se refleja en la renta por habitante, cifra que estamos acostumbrados a que mejore anualmente y venga casi a duplicarse en cada generación, y que se refleja también en un indicador muy simple y por tanto más seguro que la renta (que al fin y al cabo es lo que llamamos un «constructo», muy refinado y científico, pero siempre sujeto a discusión); este indicador es la esperanza de vida, la longevidad media de poblaciones enteras, que se ha doblado y triplicado en casi todo el mundo en los dos últimos siglos, en especial en el siglo XX. Por citar un ejemplo cercano, en España en 1900 la esperanza de vida rondaba los 35 años; hoy ronda los 84. Este es el indicador más fiable del enorme salto que ha dado en nuestro tiempo la cantidad y calidad de la vida humana. Y no me refiero solamente al nivel de vida material y a la cantidad de vida. Me estoy refiriendo también a elementos menos medibles, pero quizá más importantes: la seguridad jurídica y política, la democracia, el Estado de derecho, el Estado de Bienestar, la participación de los ciudadanos en la política y, por lo tanto, en la formación de su futuro y el de sus hijos y descendientes.
Estos hechos tan positivos y sin precedentes en la historia son algo que hoy los ciudadanos de un número creciente de países asumen como algo natural y sospecho que son muy pocos los que se dan cuenta de que todos estos elementos de bienestar, convivencia y democracia son, relativamente, muy recientes, y que han sido alcanzados gracias a los esfuerzos y la lucha de nuestros padres y nuestros abuelos. No sólo el bienestar económico, sino la democracia, el estado liberal y social que hoy damos por supuesto, no se generalizó en buena parte del mundo hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. Éste fue seguido de los «treinta años gloriosos», durante los que se asentó y consolidó el sistema político liberal-social, que es el mejor modelo de convivencia que se conoce, y que se consiguió tras muchas décadas de pruebas y errores, de luchas, de crisis, de violencia y de guerras.
«La existencia de problemas no justifica la postura anti-sistema, propia de quienes no comprenden el valor social que disfrutan»
Todo lo cual no significa, naturalmente, que, como ya señaló Winston Churchill, con su característica sorna, el modelo liberal-social no adolezca, como toda obra humana, de defectos, por lo que requiere una constante vigilancia, reparación y mejora. Por mucho que ponderemos este modelo liberal-social, no debemos ser discípulos del volteriano Doctor Pangloss. No vivimos, ni mucho menos, en el mejor de los mundos posibles. Vivimos solamente en la mejor de las organizaciones político-sociales conocidas (subrayado). Por lo tanto, sin delicuescencias ni exageraciones, los ciudadanos de estas sociedades maduras y avanzadas, no debemos comportarnos como niños mimados, descontando el valor de lo que tenemos, impacientándonos cuando comprobamos que, efectivamente, incluso en estas sociedades comparativamente privilegiadas, subsisten muchos problemas que deben ser corregidos. La existencia de estos problemas no justifica la radicalización, ni menos aún la postura anti-sistema, propia de niños mimados que no comprenden el valor y la fragilidad del activo social que disfrutan.
Y, sin embargo, esta actitud radicalmente negativa es muy frecuente en nuestro derredor. Resulta casi cómico que, ante los problemas que plantean las fluctuaciones económicas periódicas que aquejan a las sociedades avanzadas (uno de los defectos serios que aún aquejan al modelo), se eleven indefectiblemente voces agoreras anunciando el «fin de capitalismo», voces que se acallan y se olvidan poco después sin que nadie se excuse por la machacona repetición de tan manido y vacuo estribillo.
Todas estas consideraciones vienen a cuento para tratar de explicar las serias amenazas a la democracia que, paradójicamente, se han venido produciendo durante el primer cuarto del siglo XXI. Y hablo de «paradoja» porque, tras el estruendoso fracaso del comunismo en Rusia, y en realidad en todo el mundo, a finales del siglo XX, parecía razonable esperar un fortalecimiento del modelo liberal-social. En lugar de esto, el paradigma triunfador parece amenazar con resquebrajarse, con la victoria del Brexit en el Reino Unido, con el auge de los partidos antieuropeístas y populistas en la Unión Europea, con el avance de los discípulos de Putin en Europa y América, y de los salvapatrias mesiánicos como Donald Trump en Estados Unidos, que viene a recuperar la grandeza que esta gran nación, supuestamente, ha perdido, no se sabe cuándo ni cómo, después de ganar por goleada en la Guerra Fría.
«El modelo liberal-social no es, por desgracia, una realidad eterna; igual que se estableció, puede deteriorarse y desaparecer»
Quien esto escribe pertenece a una pequeña secta académica, la de los historiadores económicos, secta o escuela que alcanzó una cierta influencia precisamente durante los años de la Guerra Fría, por el interés que entonces despertaba la confrontación de comunismo y capitalismo, o marxismo y economía de mercado. Cuando esta confrontación terminó, la historia económica perdió gran parte de la atención del mundo académico; esto es una lástima, porque la perspectiva histórico-económica es un potente antídoto contra el síndrome generacional del «niño mimado». El síndrome, hoy tan extendido, amenaza gravemente a la integridad del modelo liberal-social que es la base del bienestar contemporáneo y, que, como nos enseña la historia, ha sido un éxito sin precedentes. El desconocimiento general de cómo y cuán trabajosamente se alcanzó y se generalizó el modelo liberal-social es causa de la poca importancia y el escaso interés que los electores, y los propios políticos, conceden a las formas y las peculiaridades de un sistema cuyo valor y cuya complejidad sólo puede comprenderse y apreciarse desde una perspectiva histórica. No es cuestión de memoria, ojo: se trata de la historia, que, a diferencia de la memoria, es una ciencia.
El modelo liberal-social no es, por desgracia, una realidad eterna e inamovible; igual que se estableció en su momento, puede deteriorarse y desaparecer, como ocurrió en la Alemania de Weimar, en la Venezuela de Chávez, en la Turquía kemalista o está ocurriendo hoy mismo en España. Parafraseando a George Santayana, el que desconoce la historia económica tropezará dos (o más) veces en la misma piedra. Y ello puede producir un gran descalabro.