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Enfoque global

Demócratas y tiranos II

La mayoría de los tiranos se hacen no a través de golpes de Estado, sino de la resistencia a abandonar el poder

Demócratas y tiranos II

El presidente de Rusia, Vladimir Putin. | Vyacheslav Prokofyev (Reuters)

“La principal virtud de la democracia es la falta fundamental de una alternativa coherente. Esa es la cuestión que traté de abordar en mi libro El fin de la historia, allá por 1992. No se trataba de argumentar que la democracia triunfaría necesariamente en todas partes, y ciertamente no en la próxima generación. Se trataba de explorar la cuestión de si había otro sistema político coherente, estable y floreciente, además de la democracia. Y yo simplemente no veo eso en el mundo. Lo que significa que, al final, la gente tendrá que volver a la democracia, si quiere tener prosperidad económica, si quiere libertad individual, si quiere tener seguridad. Creo que esto es lo que puede darnos más esperanza de que, a largo plazo, habrá un retorno a la democracia en todo el mundo” (Francis Fukuyama).

La reciente remoción, violenta y fulminante, del tirano de Siria Basar el Assad, habrá sin duda hecho encoger el corazón de otros compinches, como Maduro, Díaz-Canel, Ortega o Lukashenko, que además de ejercer similar tiranía (aunque lo que ha trascendido de la prisión de Saydnaya eleva tan considerablemente el listón de lo que puede alcanzar la crueldad humana que hace difícil que otros tiranos lo alcancen) tienen en común con Assad la dependencia en mayor o menor medida de la protección del tirano número uno, Vladimir Putin.

Todos habrán meditado sobre el hecho de que, ocupado en otros más ambiciosos, pero no menos crueles menesteres, como invadir un país vecino o hacer asesinar a sus enemigos políticos tirándolos por la ventana como un moderno Tiberio, el indispensable protector no ha podido o querido acudir al rescate del sirio. Con ello, los fantasmas de un exilio, indeseado por dorado que sea, estarán ya seguramente atormentando las noches de los citados y algunos más. Aunque, si bien se mira, el mucho más trágico fin que no hace tanto tiempo encontraron otros predecesores de similares mañas, como Saddam Hussein o Muamar el Gadafi, no parece haber sembrado razonables dudas en sus mentes a la hora de comenzar la carrera de tirano, así que el ejemplo actual tal vez no ejerza los saludables efectos que debiera. Ciertamente no los ha ejercido en el nuevo “hombre fuerte” que nutre esas detestables filas, el georgiano Mikheil Kavelashvili.

En la anterior entrega de esta serie de artículos mostrábamos cómo la mayoría de los tiranos se hacen no a través de golpes de estado, sino de una elaborada resistencia a abandonar el poder, lo que inevitablemente incluye como herramienta la perversión de los mecanismos que las democracias –si hacen honor a su nombre y no es éste un mero adorno dialéctico de un régimen ya tiránico de origen, como en el caso extremo de la República Popular Democrática de Corea del Norte– que están pensados precisamente para evitar el abuso del poder, como la prensa libre, las instituciones judiciales, o los parlamentos elegidos por votación popular. La indebida extensión del mandato, generalmente prohibida por la constitución respectiva, sólo es posible de llevar a cabo desactivando esos controles, particularmente la libertad de opinión, pues la prensa pronto pone de manifiesto las tropelías del aspirante a tirano, exponiendo así a la opinión pública sus ilegales aspiraciones.

Este razonamiento pide, y es lo que vamos a tratar de resolver en esta continuación, identificar cuál es el caldo de cultivo que favorece, no ya la aparición de tiranos en potencia, pues casi cualquier político lo es, convencidos como siempre están de estar “en el lado correcto de la historia”, de lo beneficioso de su mandato para sus gobernados, y de lo apreciado por ellos, sino el que estos encuentren las condiciones para prolongar esos mandatos más allá de los límites que marcan sus respectivas constituciones o el mero sentido de la decencia política. Pocos casos se pueden citar de abandono del poder en circunstancias favorables: en aquel trabajo citábamos a Lucio Quincio Cincinato, que según la leyenda lo hizo dos veces (y dejó su nombre como ejemplo a la ciudad norteameticana de Cincinnati); al primer presidente de la Primera República española, don Estanislao Figueras; y es preciso añadir en estos tiempos al presidente Aznar, que renunció a presentarse tras dos exitosos mandatos y halagüeñas posiblidades de un tercero.

El primer factor que viene a la mente de influencia en la aparición del tirano es el del sistema de elección de la primera figura política de la nación. Aunque hay tantas clases de organizaciones democráticas como naciones, pues no hay apenas dos idénticas, dos modelos principales vienen a la mente: los llamados sistemas presidencialistas, que son aquellos cuya principal figura política es al mismo tiempo el jefe del Estado, y es elegido por votación popular que, en otro proceso separado, elige a los representantes del pueblo en una o dos cámaras legislativas; o los llamados sistemas parlamentarios, en los que la votación popular elige a sus representantes en el Parlamento, quienes a su vez eligen a quien va a conducir la política, generalmente llamado primer ministro (aunque en España inusualmente se le llama presidente del Gobierno, lo que, aunque semánticamente correcto, produce confusión por lo infrecuente, habiendo visto cómo a nuestro “primer ministro” se le ha llamado muy incorrectamente “presidente de España”, sin que por cierto el aludido haya protestado). Estos últimos sistemas, aparentemente más complejos, son o bien monarquías, en las que el jefe del Estado es un puesto hereditario, o repúblicas parlamentarias, en las que el Presidente de la nación es un puesto de representación con escaso contenido político, y el verdadero hacedor de la política es, como en las monarquías, el primer ministro.

En ambos modelos, parlamentario o presidencialista, pero especialmetne en este último, existen una multitud de variantes, con presidentes de república a veces con ciertas atribuciones de disolver el Parlamento y llamar a elecciones, o, en el otro extremo, un jefe de Estado puramente nominal sin intervención alguna en la vida política de la nación, como ocurre en ciertos países de la Commonwealth, que conservan en ese papel al rey de Inglaterra, como un adorno que tras la independencia está a voces pidiendo ser abolido, lo que ya ha sucedido en varios casos.

Pues bien, desde el punto de vista de una eventual conversión de democracia a autocracia parece que el factor parlamentario / presidencial podría ser relevante. Ambos modelos, es preciso subrayarlo, incluyen en principio libertad de prensa, sistema judicial independiente, y estructuras legislativas no sometidas al poder ejecutivo, por lo que no se puede sin otros datos adjudicarse mayor caché democrático a uno que a otro. Baste citar como ejemplos de democracias presidencialistas los de Francia y Estados Unidos, ambas naciones frecuentemente citadas como modélicas en este sentido; y como ejemplos de democracias parlamentarias los de las monarquías europeas, igualmente intachables. Pero la diferencia estructural puede hacer uno de los dos modelos más frágil que el otro, y esto es importante para predecir la resiliencia frente a la reducción de libertades que el ascenso de un autócrata siempre implica.

Así pues es preciso ahondar más en busca de qué hace a una democracia más propicia a ser subvertida por el aspirante a tirano. Para ello hemos tomado la lista eleaborada por la Economist Intelligence Unit (EIU) de la muy reputada revista The Economist, que publicó el Democracy Index 2023 – Age of Conflict, donde se encuentra una lista de 167 naciones ordenadas por el índice democrático, obtenido a su vez de la combinación de cinco factores: proceso electoral y pluralismo, funcionamiento del gobierno, participación política, cultura política, y libertades civiles. Las puntuaciones resultantes tienen un máximo de 10, y divide a las naciones así escalafonadas en cuatro grupos: democracia plena, que son las puntuaciones entre 8 y 10 (24 naciones); democracia defectuosa, entre 6 y 8 (50); régimen híbrido, de 4 a 6 (34); y autoritarios, por debajo de esa puntuación (59).

De esa tabla hemos tomado las naciones de los tres primeros grupos, ya que las que son ya declaradas víctimas de regímenes autoritarios carecen de interés prospectivo (o sea, que su futuro es ya negro como el carbón), y hemos adjudicado a cada una el carácter de “parlamentaria” (color azul en la figura) o “presidencial” (color rojo), curiosamente en números razonablemente equilibrados, 60 los primeros y 48 los últimos. Esta última categoría es más variada, pues exiten diversos tipos de sistemas presidenciales, pero hemos considerado que caben en este cesto todos los que no son claramente parlamentarios, que es un sistema que admite menos variedades, la más visible de las cuales es monarquía/república, que parece irrelevante a nuestros efectos. A graph showing a number of red and blue lines

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El gráfico resultante habla por sí mismo sin necesidad de listar en el eje de abscisas los nombres de las naciones (omitidos por razón de espacio, pero accesibles en la publicación del EIU; para el curioso, España es el número 24, última del primer grupo). La densidad de columnas rojas es claramente creciente conforme descendemos en calidad democrática. Reducido a números, los regímenes presidencialistas (que son el 44% del total) forman el 17% del primer grupo (democracia plena) de este escalafón de la democracia, el 34% del segundo (democracia defectuosa), y nada menos que el 80% del pelotón de la cola democrática. En otras palabras, los regímenes presidencialistas son estadísticamente mucho más susceptibles al deterioro de las libertades básicas que los regímenes parlamentarios puros.

Habrá que preguntarse el porqué. Más importante, habrá que preguntarse qué oscuros designios mueven a ciertos partidos políticos a abogar hoy en día, ya bien avanzada la historia de la democracia, por la implantación de un régimen presidencialista en reemplazo de vetustas pero eficientes y democráticas monarquías parlamentarias. Ya hemos tomado nota de que los autócratas se adoran unos a otros, y hemos citado las frases elogiosas que Putin ha proferido de Bolsonaro, o que Trump ha expresado respecto a Tayyip Erdoğan, Kim Yong-Un y, sobre todo por lo inapropiado del momento, Vladimir Putin. Pero todo ello son manifestaciones de la adoración mutua de los hombres fuertes en ejercicio, una tentación para los hombres fuertes en potencia, y un indudable atractivo entre los que creen que un hombre dotado de excelsas cualidades es la mejor opción para, según los casos, salvar la patria, preservar la raza o igualar las clases sociales, mientras –ilusión de ilusiones– garantiza la estabilidad.

Podrá decirse que este ejercicio es irrelevante, porque los regímenes no se cambian, y la nación que ha nacido presidencialista así permanecerá, igual que las que han llegado tras una prolongada evolución al sistema parlamentario no lo cambiarán fácilmente a pesar de los deseos de algunos partidos radicales. Pero el aviso de que los presidencialistas están en zona frágil puede suscitar la adopción de reglas defensivas. Por ejemplo, Francia recientemente redujo la duración de sus mandatos presidenciales de siete a cinco años, y algo menos recientemente Estados Unidos limitó el número de mandatos de una persona a dos de cuatro años, sean o no consecutivos. Otros tienen semejantes salvaguardas desde hace mucho más tiempo, como México, que lo tiene limitado a uno, o Brasil, que permite la repetición con tal de que no sea consecutiva, lo que puede parecer poco limitativo pero que es eficaz frente a la querencia del autócrata a perpetuarse, pues rompe sus planes que por necesidad son plurianuales.

Y aunque sea un ejercicio de melancolía, cuando España en 1968 concedió la independencia a Guinea Ecuatorial (a pesar de que el entusiasmo por la independencia de sus habitantes era francamente descriptible) le preparó con libérrimo cuidado una constitución que incluía la posibilidad, casi la obligación, de partidos políticos (entonces prohibidos en España), un sistema republicano (la palabra república no se podía pronunciar en la metrópoli) y, más próximo a lo que aquí se discute, un régimen presidencialista, que dio lugar primero a los excesos de Francisco Macías Nguema, y tras su democión y ejecución por su sobrino Teodoro Obiang Nguema, a la dictadure de éste, la segunda más longeva del mundo, 46 años ya de presidencia sin oposición (si no contamos las hereditarias, como la de Kim Il-sung, Kim Jong-il y Kim Jong-un). Especular sobre cuál habría sido el devenir de Guinea Ecuatorial si se le hubiera dado un régimen parlamentario es, como decimos, ya inútil, pero iluminador. Pero el régimen de España no estaba entonces para tales exquisiteces, o peor, sí lo estaba y esa era precisamente la razón de la preferencia por lo presidencialista, en la estulta creencia en las bondades de la autocracia.

Porque, dicho ya antes de pasada, mientras que los regímenes parlamentarios en general se han forjado a través de experiencias y cambios, los presidenciales tienen la historia más corta, y dos orígenes principales: la imitación a los Estados Unidos, el precursor continental, por la mayor parte de las repúblicas hispanoamericanas que adquirieron la independencia de la Corona española durante el siglo XIX, es decir poco después de la norteamericana, y el no menos considerable número de naciones africanas, antiguas colonias francesas independizadas, que imitaron a su metrópoli.

Hoy aún hay quien no percibe o cierra los ojos a las querencias autocráticas de más de un mandatario en régimen presidencial. Algunas son sutiles, otras notorias e incluso violentas. De estas últimas, el asalto el al Capitolio del 6 de enero de 2021, o la imitación de semejante atentado con el asalto el 8 de enero de 2023 a la Plaza de los Tres Poderes en Brasilia, ambas en definitiva ineficaces, pero que dejaron en muchas bocas el gusto por lo violento y las ganas de repetirlo. ¿Casualidad que ambos asaltos se hayan dado en regímenes presidencialistas? 

De las más sutiles estos días estamos viendo algunas: el siempre sorprendente presidente Trump, sedicente adalid de la libertad de expresión, fracasado en su intento de prolongar su anterior mandato, ha comenzado a coartarla en éste por el procedimiento de prohibir de manera indefinida el acceso a sus sesiones con la prensa en el Despacho Oval a aquellos medios que no han obedecido su banal y arbitraria orden de rebautizar el hasta ahora Golfo de México (de momento nada menos que Associated Press).

Es poca cosa, admitámoslo, desde el punto de vista de las libertades básicas y el freno que tal medida representa para el ascenso del autócrata. Pero ello y su desinhibida costumbre de expresar antipatías, incluso odio, por otros medios de prensa que no le son favorables, como ha sido el caso de The Atlantic, sujeto pasivo del Signalgate, nos permite predecir otras arbitrariedades en esa estela, siempre crecientes, coartando la libertad de los que no le sigan ciegamente. Ello, y ciertas imprudentes referencias a que la limitación constitucional de dos mandatos sólo se aplica a mandatos consecutivos (falso, pero insiste y no ha desvelado el cómo lo piensa conseguir) están ya despidiendo un aroma: el autócrata empieza a asomar.

Fernando del Pozo es analista de Seguridad Internacional en el Centro para el Bien Común Global de la Universidad Francisco de Vitoria.

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